10 ago 2013

Camina y conduce con una mano la moto ...

LA SEQUEDAD DE LA SUPERFICIE MARCIANA

 

Estudió mecánica de fluidos,

asignatura hueso por extensa y admiró los escritos de Arquímedes se asombró ante los trabajos de Venturi.

 

Quería conocer

las tormentas de viento solar de la luna; hizo cálculos vectoriales de variable imaginaria y revolvió libros en varias bibliotecas sobre Plutarco.

 

Ahora ¡míralo!

Camina y conduce con una mano la moto, mientras con la otra saluda a transeúntes desconocidos. Está contento: lleva, abrazada, de paquete a su amor.

 

Se les ve paseando junto al mar.

Nada hiere tanto como su música amorosa a personas que se horrorizan al ver tanta cintura con brazo, tanto brazo con querer y, sin embargo, nada hay tan ajeno a su música como él.

 

Las ruedas avanzan silenciosas

bajo las órdenes de un motor de explosión sometido al segundo principio de la termodinámica: produce calor que impregnará su entorno más frío.

 

Que le hablen a él de sequedad

en la superficie marciana mientras atraviesa la mañana sobre su caballo alado. Nada le roza excepto la cara de su amada apoyada en su espalda.

 

                                                                                       Johann R. Bach

Casa descascarillada por la lluvia en la Moselstrasse de Berlín

   TRISTEZA RAZONABLE

Hablo contigo mi amor,

te hablo de una casa que he visto al pasar por la calle, por la Moselstrasse, descascarillada bajo la lluvia,

 

o de cómo a veces me quedo sentado

mirando sin ver, o de qué extraños los pájaros.

 

Te hablo, fruta aún madura, o hablo para mí,

imagino tu cuerpo que se va aquietando poco a poco mientras coloco en una jarra sin agua unas ramas de olivo que desde hace tres años se resisten a secarse del todo.

 

No significa nada,

ni tampoco la casa descascarillada de la Moselstrasse bajo la lluvia significa nada, ni el lento deterioro, pero todo es extraño como pájaros.

 

Recuerdo personajes de Friedenau

como dos señoras maduritas que apreciaron en mí simpatía y me preguntaron donde vivía. Les contesté con rapidez: en Fregestrasse. Y al ver el brillo en sus ojos, añadí: "drei und dreizig" (33).

 

Recuerdo la vecina de arriba que ya caminaba con la ayuda de un enorme balón de plástico. Se entretenía hablando por teléfono y pasando pantallas de ordenador. Extraña como pájaros.

 

Eran casi ancianas también,

en su vacío antes de su última cena; mi vacío es este tiempo que se extiende reflejado en los otros, su envejecer, su fealdad es la mía.

 

Te hablo mi amor,

pero sólo puedo hablarme, he sentido por ti el rencor que sentimos hacia los que hemos amado; ahora mi alma está tranquila, miro al vacío, te oigo dentro de mí.

 

O de pronto paseo

cerca del puente de Vallcarca ese que tú conoces bien, con los auriculares puestos simulando que hablo por teléfono para que no crean que he enloquecido y que escucho música, y, siento una alegría difícil de explicar.

 

La alegría es misteriosa

y extraña como pájaros, extrema como un chaparrón, la tristeza, en cambio, perenne, solapada en todo caso, razonable siempre.

 

Te hablo a ti mi amor

                                                                                 Johann R. Bach

En cada poema hay también un lugar para el sueño

 EL EROTISMO DEL POEMA

 

En cada poema hay un lugar

donde se halla alguien a quien querrías besar hasta que tuviera en las esquinas de los ojos un eclipse de luna y a ti, como si antes de hacerlo te hubieran vendado los ojos…

 

En cada poema hay también

un lugar para un sueño donde amas el pecado o lo oculto. No es siempre un amor desgraciado si sabes que hasta de la sangre sale humo.

 

Sexo del poema…

Aunque tus sueños no los explicas, en tu vida lo erótico siempre se disfrazó con trajes de cosas sencillas como en un poema doméstico.

 

En domingo

aún tendidos un momento, oímos que se levanta primero, enciende silenciosamente el fuego, carga la cafetera, la pone sobre el fogón, coge con sigilo,

 

del armario el juego de tú y yo de Sargadelos,

del cajón las cucharillas; y, simula que no te ha visto cuando te acercas por la espalda para abrazar al más erótico de los poemas.

 

                                                                                      Johann R. Bach

 

... alguien como tú deseaba ... un vuelco del corazón

  LAS HUELLAS DE LA VOZ

 

Desde la velocidad de la luz

hasta el miedo, tu mirada sobre el mar expresa sentimientos como poemas de Goethe; tu intuición te repite una y otra vez que el mundo es básicamente diferente de cualquier cosa que podamos  experimentar con los sentidos.

 

Sin embargo, no puedes dejar de creer

en las voces que te hablan, ni negar la tristeza que te transmiten aquellas cartas de amor que recibías, puntualmente, cada cinco días durante tu estancia en Lausanne.

 

Aquellas cartas provenían

de alguien que, como tú, deseaba ante todo un cambio radical del mundo, un vuelco del corazón humano.

 

A pesar del proyecto de alguna ley universal

que aún tardará en hacerse cumplir en algunos países, la vida de las mujeres ha cambiado muy poco… la vida concreta cotidiana.

 

A menudo te quejas de esta vida que confina,

y niega cualquier aspiración más allá del espacio en el que los hombres, en general, intentan encerrarte.

 

Tus propios impulsos de libertad

te hacen dudar de ti misma y caes, a veces, en el abismo de sentirte perteneciente a una generación de desencantadas cuando en realidad aún no has llegado ni al ecuador de tus años.

 

De la sombra que ahoga el reír de las muchachas,

de los líquenes que oxidan y devoran sus corazones quizá surja un fotón que, saltándose los muros invisibles, ilumine el fondo de las retinas y desencadene la alegría.

 

En algún momento las risas crecerán

de tamaño e intensidad, invadirán el mundo y concluirán poemas como el brotar de las piñas en las copas de los pinos piñoneros.

 

¡Decídete a hablar (o a escribir)!

No eres artista ni has tenido hijos. Todo lo que eres y que has sido hasta ahora ha de desaparecer un día contigo, pero las huellas de la voz que va impregnando todo lo que te rodea –cosas, plantas, personas-, sin duda, perdurarán como tu espíritu.
                                                                                                                                                              Johann R. Bach

Poco a poco el sol iba calentando toda la playa

  Gracia o El origen de una vocación

 

                                           Antiguos Baños de San Sebastián en Barcelona

Después de haberme peleado

con la sintaxis latina durante todo un curso lleno de satisfacciones y colmado por las buenas notas obtenidas, la euforia se me había subido a las cejas. Veía un futuro próspero a pesar de tener sólo quince años

 

Con los hombros fortalecidos

me dispuse a disfrutar del verano mediterráneo. Aquel año, por primera vez, no iría a Cadaqués, pues mis hermanos habían comenzado a trabajar y todo indicaba que aquéllas serían mis últimas vacaciones de escolar.

 

Iba, sin prisas, cada día a los Baños de San Sebastián.

En la bolsa azul de deporte no llevaba ni libros ni pensamientos; sólo una toalla llenando su vacío y dos bocadillos para pasar el día tendido al sol pegado a una cálida arena gruesa.

 

En aquellos años pocos turistas

–por no decir ninguno- visitaban las playas de la Barceloneta o de Badalona. Los pocos extranjeros que nos visitaban preferían la Costa Brava o Sitges.

 

Era raro, pues, encontrar

más de una veintena de personas tanto en la arena como en la piscina. Entre los habituales destacaba el "Tarzán" denominado así porque en cierta ocasión sacó a rastras un enorme tronco del agua porque amenazaba con su vaivén a los bañistas.

 

El Tarzán era un individuo

al que su juventud, su bello y bronceado rostro orlado con una cabellera rizada y su fuerza física le salvaban de calificarlo como un mendigo. No trabajaba en nada y pasaba todo el día en la playa.

 

Muchas mujeres le invitaban

a comer en pago de favores sexuales, pero ninguna de ellas se lo tomaba en serio. Él pacifico como nadie, se mostraba pasivo y hasta cierto punto tímido.

 

Cierto día al ir al bar

a tomar una naranjada asistí a una escena que nunca supe como calificarla. En la barra estaba el Tarzán con su pequeño bañador habitual con una mujer a cada lado. Su conversación parecía normal, sin altibajos, pero las dos mujeres se reían burlándose ostensiblemente de él.

 

Por la parte superior de su bañador

asomaba la punta de su pene en una incontenible erección y las mujeres se reían señalando los genitales de El Tarzán. Aquella escena me encendió. Salí del bar para no seguir viendo la escena.

 

Por la tarde intentaba olvidar aquello,

pero cuantas más vueltas le daba más me excitaba. Me puse a ver una película de Perry Mason en la poco atractiva televisión en blanco y negro cuando la vecina del piso de abajo vino a ver, como todas las tardes, junto a mi madre y a mí la película.

 

El simple roce de su brazo me excitaba más y más.

Otra vecina llamó a mi madre por algún asunto que no recuerdo. Aprovechando su ausencia puse al descubierto por mi bragueta abierta todo lo que podía aflorar de mis genitales.

 

La vecina enfurecida

con una mirada de disgusto y ofendida por mi actitud me dio un solemne bofetón que me obligó a abandonar el comedor y encerrarme en mi habitación.

La vecina siguió mirando la televisión

a la espera de que volviera mi madre. Con las mejillas encendidas más por la vergüenza que por el bofetón temblaba de miedo por la posibilidad de que le contara todo a mi madre.

 

Algo extraordinario debió pensar Amelia

para guardar silencio sobre lo ocurrido. Era una mujer algo delgada, vestida siempre de negro y con un moño que parecía rejuvenecerla. Sus ojos brillaban de una forma extraña cada vez que se hablaba de otras personas.

 

Amelia tenía cinco hijas.

La mayor, Fernanda, algo entrada en carnes perseguía a mi hermano porque era el único chico de su edad al que tenía acceso.

 

Recuerdo que siempre alardeaba de sencillez

en sus aspiraciones y su conformismo al decir que prefería una rebanada de pan con aceite y sal a cualquier manjar, pero la verdad es que tragaba todo lo que se le ponía delante como si fuera una lima nueva del cincuenta.

 

María la que le seguía

era bastante desagradable en el trato y sólo recuerdo de ella una mueca de disgusto en su boca que me hacía bajar la mirada y eludir todo lo que podía su presencia.

 

La tercera, Maribel, era de mi edad,

pero su dura musculatura apartaba de mí cualquier deseo libidinoso. No hacía más que hablar de correr y competir en carreras. Por otro lado eran chicas que no estudiaban y sólo pensaban en colocarse a trabajar en cualquier cosa sin más proyecto que cobrar una semanada.

 

Las dos más pequeñas

unas preciosas niñas de pelo de oro rizado casi no salían de casa y yo tenía entonces la impresión de que no eran hijas del mismo padre, pues el  marido de Amelia era un tosco funcionario de jardines municipales que estaba más en las tabernas que en casa. No era mala persona, pero le faltaba un ojo y eso me impedía mirarle a la cara como si al hacerlo pudiera ofenderlo.

 

Durante unos días Amelia evitaba venir a casa

si yo estaba presente. Esa actitud me llevó a pensar en si debía hacer algo como pedirle perdón o decirle que no volvería a suceder nada nunca más y rogarle que lo olvidara todo.

 

Pero algo me decía

que, de momento, era mejor el silencio; aunque en mí crecía la sospecha que tarde o tempranos surgiría algún comentario. Eso me hizo meditar en hacer algo que neutralizase esa posibilidad.

 

Leyendo "Diario de un cura rural"

de Georges Bernanos se me ocurrió algo que me marcó profundamente. Pensé en hacer correr la voz de que me sentía llamado a la fe cristiana y que había decidido ingresar en el seminario para alcanzar el sacerdocio.

 

Empecé por Gracia,

la vecina del mismo rellano de la escalera. Era una mujer de semblante sombrío que siempre hablaba de las desgracias de los desposeídos, de los pobres, de los perseguidos. Al igual que su marido tenía ya cumplidos los sesenta años.

 

Cierto día coincidí con ella en el ascensor

y cuando me preguntó –como solía hacerlo- por mis estudios, aproveché la ocasión y le dije que había pensado en hacerme sacerdote, sabiendo que a una persona espiritualista como ella no la dejaría indiferente y poco a poco correría la voz al resto del vecindario.

 

De repente su rostro cobró vida

como la estatua de Pigmalión, sus ojos se abrieron como nunca yo los había visto, los clavó en los míos y me dijo que quería comentar más a fondo esa opción por considerarla de una seriedad extraordinaria.

 

Gracia antes de entrar en su casa

me dijo que si me iba bien hablar del asunto al día siguiente. Bueno –le dije- cuando vuelva de los Baños de San Sebastián. Me preguntó asombrándome en extremo si me parecía bien acompañarme a la playa y así tendríamos toda la mañana para hablar del tema.

 

A las nueve de la mañana

tomábamos el metro que después de hacer transbordo en Sagrera y Plaza de Catalunya. Me intrigó más aun aquel vivo interés sobre mi futuro sacerdocio. Tenía por piadosa a Gracia, pero no hasta tal punto de acompañarme a la playa.

 

Su habitual vestimenta gris

había desaparecido en aquella mañana soleada del mes de junio. Se había puesto un jersey playero de rayas azules que hacían juego con su pantalón azul marino y sus wambas blancas. Tocada con un gorro de paja y su rostro embadurnado con una olorosa crema parecía haber rejuvenecido veinte años.

 

Durante el trayecto me explicó

una y mil cosas de cuando en su juventud iban las muchachas de los talleres a la playa donde jugaban con un artilugio que ella denominaba "diabolo", algo desconocido en los ambientes juveniles de mi época.

 

Desde la estación de Fernando

hasta la playa se colgó de mi brazo, cosa que me pareció normal. Al llegar a los Baños me hizo entrar a cambiarme primero en la caseta donde dejábamos la ropa y el resto de cosas.

 

Luego entró ella

y cuando salió me di cuenta que su cuerpo no era lo mismo en traje de baño que vestida. Tenía unas piernas que podrían ser la envidia de cualquier jovencita: limpias de venas y bien formadas.

 

A primera hora el sol no alcanzaba

el agua de la piscina y a la sombra el ambiente allí, a comienzos del verano, era demasiado fresco por lo que fuimos directamente a tumbarnos en la arena.

 

Poco a poco el sol iba calentando toda la playa.

Yo estaba tumbado de lado y ella sentada con las piernas cruzadas como en una posición de yoga frente a mí me hizo un discurso verdaderamente apologético sobre las inmensas posibilidades sociales de la función sacerdotal. Casi me olvido del motivo que nos había llevado hasta allí.

 

En un momento en que pasó

por delante nuestro el Tarzán, ella interrumpió el discurso y al ver que me saludaba me preguntó por él. Le expliqué lo poco que sabía sobre él, pero me sorprendió que Gracia halagase mi capacidad empática, virtud según ella necesaria en un sacerdote.

 

Fuimos al bar a comer un bocadillo

y a tomar un zumo de naranja. Estábamos solos y me dijo en voz baja como haciéndome una confidencia que el único inconveniente de ser sacerdote era que al aceptar el celibato la única solución era la masturbación.

 

De repente vino a mi mente la escena de El Tarzán

con su pene erecto por encima de su bañador. No pude evitar la erección. Para despistar le dije que desconocía esa palabra. Ella asombrada abrió aún más sus ojos y algo incrédula me preguntó si yo me masturbaba.

 

Mi sorpresa fue mayúscula

al ver cómo había girado la conversación. Dentro del bañador la presión de mi pene crecía y crecía. Yo seguí insistiendo en que no sabía qué era eso de la masturbación.

 

Se levantó fue a pagar las bebidas

y me llevó a la caseta. Entramos los dos y me dijo que me pusiera de cara a la pared para no verla. Creí que se iba a desnudar, pero en lugar de eso me hizo apoyar mis manos en la pared de madera y sorprendentemente me dijo que me iba a enseñar a masturbarme.

 

Me bajó el bañador

y me hizo abrir un poco las piernas. Con una mano me acariciaba los testículos mientras que con la otra rodeando la cintura me masturbaba.

 

En un momento dado empezó,

como sollozando, a emitir unos gemidos ahogados y la mano que tenía entre mis piernas desapareció buscando otro lugar donde colocarse y yo, a pesar de estar de espaldas sabía hacia donde se había dirigido.

 

A pesar de la fuerte erección

la intensa excitación no me dejaba eyacular. Me giré hacia ella y vi una cara desencajada con las mejillas pálidas y lacias y la saliva fluyendo sobre su pecho; su respiración entrecortada y a punto del desmayo.  

 

Me asusté al verla temblar,

la abracé y la besé. Aquel día comprendí cómo era de maligna su soledad y desde entonces siento simpatía por las mujeres maduras. Aquella confesión de mi intención de hacer correr mi inclinación a hacerme sacerdote se convirtió en uno de nuestros más dulces secretos.

 

                                                                                               Johann R. Bach

en ese rostro azul que se siente más que se piensa...

LA FIEBRE DE LA ESPECIE

 

Vestido con una simple camisa y unas bermudas

como si no existieran panales llenos de abejas, aquí me tienes con los ojos desnudos ignorando las ortigas que lastiman

 

ignorando la misma suavidad del calor.

 

La fiebre de la especie

se ceba, cada dos días, en mi bajo vientre reclamando la medicina de tu saliva.

 

¿Te acuerdas?

Viví nueve meses sobre un pecho latiente, vi como los gorriones, pasando hambre, con golpes de ala sobre los cristales,

 

buscaban tu misericordia

refugiados en el helado balcón, con la tristeza anidada en los ojos y una mejilla aflojada por el placer e incapaz de retener la saliva.

 

La soledad, aparcada momentáneamente,

de lo inmenso mientras medía la capacidad de una gota de café para dulcificar tus sueños, hacía más gustoso tu beber en el cántaro.

 

Hecho pura memoria,

hecho aliento de un mínimo pulmón de un diminuto caracol me he arrastrado sobre los amaneceres espinosos, sobre lo que no puede tocarse con las manos.

 

El hielo, el hielo blanquecino,

fijado en tu jardín, impediría siempre el beso sobre tu colina, sobre la única desnudez que yo amo, y

 

de mi tos caída

como una pieza única no se esperaría un latido, sino un adiós yacente.

 

Después del trato que me diste,

me siento como la avispa imprevista, como el intruso que desde lo alto de la litera desciende como un ojo herido que se va a clavar, indefenso, en el cobalto.

 

Me siento como la previsión triste

de no ignorar todas las venas, de saber cuándo, cuándo a sangre pasa por el corazón y cuándo la sonrisa se entreabre estriada.

 

Todas las corrientes dulces

que salen de las manos, todo ese afán de cerrar párpados hasta la posición de los ojos de té, de dejar fluir la saliva durante el sueño, de convertirlo todo en un lienzo sin sonido,

 

me transforma

en la pura brisa de la hora, en ese rostro azul que siente más que piensa, en la sonrisa de la piedra, en la espuma que junta brazos jadeantes.

 

Era en ese instante último ¿te acuerdas?

en que los dos convertidos en un trepidante amasijo amoroso, se imponía la imperativa palabra:

 

¡ACABA! ¡ACABA! ¡ACABA!

                                                                                       Johann R. Bach

9 ago 2013

Te hablo de una casa descascarillada en la Moselstrasse

   TRISTEZA RAZONABLE 

Hablo contigo mi amor,

te hablo de una casa que he visto al pasar por la calle, por la Moselstrasse, descascarillada bajo la lluvia,

 

o de cómo a veces me quedo sentado

mirando sin ver, o de qué extraños los pájaros.

 

Te hablo, fruta aún madura, o hablo para mí,

imagino tu cuerpo que se va aquietando poco a poco mientras coloco en una jarra sin agua unas ramas de olivo que desde hace tres años se resisten a secarse del todo.

 

No significa nada,

ni tampoco la casa descascarillada de la Mosestrasse bajo la lluvia significa nada, ni el lento deterioro, pero todo es extraño como pájaros.

 

Recuerdo personajes de Friedenau

como dos señoras maduritas que apreciaron en mí simpatía y me preguntaron donde vivía. Les contesté con rapidez: en Fregestrasse. Y al ver el brillo en sus ojos, añadí: "drei und dreizig" (33).

 

Recuerdo la vecina de arriba que ya caminaba con la ayuda de un enorme balón de plástico. Se entretenía hablando por teléfono y pasando pantallas de ordenador. Extraña como pájaros.

 

Eran casi ancianas también,

en su vacío antes de su última cena; mi vacío es este tiempo que se extiende reflejado en los otros, su envejecer, su fealdad es la mía.

 

Te hablo mi amor,

pero sólo puedo hablarme, he sentido por ti el rencor que sentimos hacia los que hemos amado; ahora mi alma está tranquila, miro al vacío, te oigo dentro de mí.

 

O de pronto paseo

cerca del puente de Vallcarca ese que tú conoces bien, con los auriculares puestos simulando que hablo por teléfono para que no crean que he enloquecido y que escucho música, y, siento una alegría difícil de explicar.

 

La alegría es misteriosa

y extraña como pájaros, extrema como un chaparrón, la tristeza, en cambio, perenne, solapada en todo caso, razonable siempre.

 

Te hablo a ti mi amor

                                                                                 Johann R. Bach

La noche, para ella, era puro azur y las estrellas cadmio amarillo fuego intenso

LA NOCHE ERA PURO AZUR

 

Marta Guillamon siempre pensó

que el mar no era un pozo de agua oscura y negó, en todas las oportunidades que se le presentaron, que los astros fueran simple barro, barro brillante.

 

La noche, para ella, era puro azur

y las estrellas cadmio amarillo fuego intenso cuyos rayos atraviesan el universo llenando los ojos de todas las criaturas que tienen en común la fuerza que les conduce a la perpetuación de la especie.

 

A pesar de versos adversos el mar era

su fuente de vida, el amor, el sueño de los niños, las glándulas, la locura.

 

El día crecía hacia ella como un fuego

lanzado por Febus el dios más cercano a la tierra e inevitablemente, crecía levantándose como una flor de carne celeste.

 

Marta solía decir

que en cualquier estrella había más gotas de luz que granos de arroz en el mundo y que sus brillantes puntos no eran más que las glándulas endocrinas del universo.

 

La vida para ella no era vana ni triste

y si el viento frío podría estar apagando algunos astros que mueren de cansancio en incómodos rincones de la bóveda celeste, la vaga aristocracia que desmaya las cosas bajo unos dedos largos continuará llenando la noche de puro azur.

 

Marta siempre tenía a punto

el ejemplo de ese resabio amargo que los más dulces besos dejan en la boca, el brillo denso que hace cristales de las rocas cuando te dicen lo obvio al oído,

 

la tensión del cuerpo su perfume secreto.

Negro licor. No. Barro.

 

Sí, la sustancia de partida fue el barro

y fue misión de la alquimia de los dioses el transformarlo en cosas blandas como el mar, los árboles y sus frutos,…

 

el amor en la noche llena de puro azur.

                                                                                               Johann R. Bach

 

 

Me he deshecho como una colegiala

CARTA DE AMOR A UN SUBDIÁCONO

 

Hola mi amor

 

He recibido tu carta sellada en Zurich

y me imagino, te veo, como cruzas esa pequeña porción de bosques y lagos que hay entre el Seminario de Luzern y Zurich. Te veo depositando un sobre sellado con tu propia saliva que a solas la lameré para tragarme todo el amor que en ella has puesto.

 

La he leído por primera vez

con la velocidad del rayo y con el corazón a 180 pulsaciones, la segunda más despacio, racionalmente, pensando en esta maravillosa locura de amar, por último en la cama besando el papel que sé que tú has tocado. Me he deshecho como una colegiala.  

 

Ya sabes que desde aquel día que estuvimos en la playa

–aún siento el aroma de la madera recién pintada de la caseta de los Baños de San Sebastián como algo cosido a mi espalda-, duermo en una habitación aparte. A mi marido no le importa porque a fin de cuentas cuando te conocí yo ya era una soledad lila de veinte años de antigüedad.

 

Pero últimamente noto que revuelve cosas

en mi habitación y no sé si ha leído alguna de tus cartas, pero lo noto algo raro. Ya sabes: a la vejez viruela. Una de las veces que lo sorprendí en mi habitación tenía en las manos una carta tuya. Cuando salió la leí para ver si podía haber localizado algún dato tuyo.

 

¡Qué placer releer tus cartas?

Era aquella en la que respondías a mis quejas por haber cumplido sesenta y tres años cuando tú apenas estabas llegando a los diecinueve. Sí, sí en aquella donde me decías que estabas loquito por mis huesos, por mis labios y por mis tetas de mandarina. Por suerte en ninguna de tus cartas pones la ubicación de Lucerna ni que ahí estás en un seminario a punto de obtener la categoría de subdiácono.

 

Mientras la releía se me aflojaron,

como ya sabes que me ocurre de vez en cuando, las mejillas y la saliva empezó a fluir involuntariamente, pero esta vez el ataque fue mucho más débil y no llegué ni siquiera a temer otro desmayo. La causa fue volverme a meter en el espíritu de ese maravilloso poema que me enviaste "La Noche era puro azur".

 

Me tomé los gránulos de Aconitum,

ya sabes, esos amigos que siempre llevo en el bolso sacados a partir de las azules flores de Los Alpes con vocación de resistir a los secos vientos que atacan a mujeres como yo y paralizan nuestros rostros para robarnos la sonrisa nuestra mejor arma.

 

Leocadia no está enamorada de ti,

pero te recuerda y me lo cuenta todo y ya sabes que no soy celosa, que comprendo muy bien que el celibato de un sacerdote está destinado a dejar libertad a todos los que renunciáis a "casi todo" para ayudar a los desposeídos de la tierra.

 

Mi sobrina Olga está hecha una señorita

y ha comenzado el bachillerato de letras porque, como tú muy bien sabes, es una anegada total para las matemáticas. Se ha hecho muy amiga del hermano de aquella chica a la que también le diste clases. Ella lo niega pero todo apunta a que está enamorada y dudo de que acabe el bachillerato sin haberse casado, pues el chico ha cumplido los veinte años se gana bien la vida de mecánico. Sólo le queda cumplir el Servicio Miitar, que tengo entendido que por tu condición de subdiácono estarás exento de esa obligación cuando te llegue ese momento en que llaman a filas a todos los chicos.

 

En la foto estás con la cabeza un poco baja

–símbolo de la humildad- y no se te ve muy bien, pero es suficiente para impregnarme del aire y el color que tu respiras. Y con esos vestidos ¿quién sospecha tu liturgia? Sabes que mi libido es muy débil y que sólo se dispara bebiendo vino -de lo que me abstengo bastante durante la semana- o leyendo tus cartas llenas de erotismo y poesía. Me gusta que hagas referencia a mis atributos femeninos, pero sobre todo lo que me vuelve loca son tus poemas.

 

He leído decenas de veces

y ya me lo sé de memoria el último poema que me has enviado "La noche era puro azur". En él veo que derramas tu alma y saber que lo has escrito para mí me llena de orgullo. Valió la pena esperar tantos años para sentirme amada como nunca lo fui.

 

En otro orden de cosas,

He ido a una ginecóloga loca que dice que tengo sequedad vaginal. Claro que no se me hubiera ocurrido leer una de tus cartas durante la exploración. Sólo de saber que tengo una carta tuya ya me convierto en fuente. También me llena de satisfacción saber que has acabado el segundo curso de medicina. Cuando vengas este verano espero que seas tú quien me explore hasta el alma.

 

He ido a los Baños de San Sebastián

y he recordado milímetro a milímetros los lugares que pisamos. Todo parece estar en su sitio, pero de El Tarzán no queda ni rastro y nadie en el bar lo recuerda y el olor de la pintura de la madera ya no es el mismo. Necesito que vengas a impregnar todo el lugar de ese espíritu y de ese sexo que me hicieron descubrir un mundo tan maravilloso: pensando en ti todo se vuelve alegre. Ansío tus besos y tu saliva sobre mi cuerpo como nunca. Sí ya sé sólo faltan tres semanas, pero tres semanas después de esperar siete meses se hacen larguísimas.

 

Te quiero y te envío mil besos

en este sobre que lo sello con mi propia lengua ara que te lleguen todos.

 

                                                             Barcelona a 18 de mayo de 1.96…
                                                              Marta G.