17 mar 2018

En Mas Rampinyo oí por primera vez el nombre de Litifredro.


UN MUNDO DESCIFRABLE

En Mas Rampinyo
oí por primera vez el nombre de Litifredro. Así se llamaba el marido de Eulalia la farmacéutica. En su casa descubrí además de aquel raro nombre numerosos objetos propios de un mundo misterioso y desconocido para mí. Mi tarea consistía en limpiar el polvo de miles de envases de vidrio cuyos contenidos de polvos de colores diversos y de líquidos oscurecidos por el vidrio topacio. En las etiquetas había nombres ilegibles y en su color amarillento se escondían los años.

Pero no todo era indescifrable.
Recuerdo que en un día lluvioso la Sra. Eulalia me mandó cambiar los papeles de periódico que en el fondo de los cajones hacían la función de absorber la humedad. En uno de aquellos cajones había unas muñecas de papel cuyo colorido llamó mi atención. Las caras de aquellas niñas rosadas y sonrientes tenían el gran atractivo de un posible mundo feliz. Se trataba de pliegos de papel recortable en los que se había impreso juntos a las siluetas de las niñas, diferentes prendas -abrigos, gorros- que podían utilizarse para vestirlas una vez se recortaba todo con unas tijeras.

Junto a aquellos recortables
había unas cajitas de plástico transparente cuyo contenido eran unos tubitos finos cuyos extremos estaban coronados con unos algodoncillos. Eran los que utilizaba la madre de Joanot para limpiar la cera de sus oídos.

De vez en cuando miraba
a través de unas ventanas de vidrios dobles y sin rendijas que protegían la del frío y del ruido de los silbidos del tren. La estopa que ayudaba a mantener aislada la vivienda estaba cuidadosamente oculta bajo unos listones del mismo material plástico de las ventanas. Pronto florecerán los almendros y la temperatura será más agradable -decía yo para mis adentros.

Aquel día me pareció sentir sobre las sienes
el pensamiento optimista del Ángel Montserrat: El universo se deja observar y descifrar incluso en sus más insignificantes detalles  por criaturas poco o nada leídas.

                                                                                      Ermessenda

13 mar 2018

Me aburrí como una ostra. ¡Si por lo menos hubieran hablado de la química del tomillo!


ENTRE SOSAS Y POTASAS

Cuando me invitaron
a una cena de profesoras de matemáticas, una extraña alegría recorrió todo mi ser. Mi afición por los números había corrido ya por todo el "insti" nocturno y alguien creyó que me daba la oportunidad de entrar en contacto con gente algebraicamente inteligente.

Durante una hora
estuve atentamente escuchando sus banalidades en espera de que de algún momento a otro surgiría algún tema relacionado con su profesión. Nadie se dignaba dirigirme la palabra ni siquiera para preguntarme por mi afición a la geometría euclidiana o sobre mis conocimientos trigonométricos. En un momento dado una de ellas afirmó que ella no era matemática sino química. Mi sorpresa fue mayúscula cuando todas ellas afirmaron ser también químicas.

Para no sentirme despreciada, las desprecié.
No me fue difícil: ellas sabían que eran funcionarias, unas mujeres caprichosas que no brillaban por su inteligencia (tampoco lo pretendían) y que se complacían en imponer por el miedo a sus inteligentes alumnos, para demostrar, a todas luces, que eran las que mandaban, unos deberes absurdos como el resolver cada día quince ecuaciones de segundo grado.

Ninguna de ellas había estudiado matemáticas.
Estudiaron química porque les pareció una rama más sencilla, menos rigurosa, poco abstracta … Pero acabaron dando clases de matemáticas en los "instis".

Tampoco hablaron
sobre temas químicos o relacionados con esa ciencia experimental. Decidí hacer una salida de tono y pregunté si alguien me podía ayudarme a calcular las raíces cúbicas de -1. Ninguna de ellas sabía de qué estaba hablando. Por lo visto sus conocimientos matemáti-cos nunca llegaron a los números imaginarios.

Me aburrí como una ostra.
¡Si por lo menos hubieran hablado de la química del tomillo!

Nunca me había encontrado
en medio de tantas sosas y potasas.

Salí a la calle a respirar aire fresco.
Por encima del día lívido y brumoso, el cielo sobre el Tibidabo, rosado como están los hornillos a esa hora en la cocina del Ritz, me devolvió un poco la esperanza y el deseo de pasar la noche en algún pequeño hotel en Suiza y despertarme en una pequeña estación de montaña donde poder ver a una sonriente lechera de mejillas rosadas.
                                                                     Ermessenda

12 mar 2018

de seguir leyendo libros de Mallarmé o de Rilke extraídos del Gran Baúl de Google es preferible que nadie pregunte por mí.


EL SILENCIO DE LA ERA ANDROCÉNICA


Como el crimen pesa tanto como el planeta
y el desastre es tan lento,
he tenido tiempo de construir un icosaedro
que pone el acento sobre la figura del Ángel Montserrat y…

de seguir leyendo libros de Mallarmé o de Rilke
extraídos del Gran Baúl de Google
es preferible que nadie pregunte por mí.

De no ser así miles de murciélagos gotearían del techo
pues mi esfera puede ser más redonda que la de Riemann.

A estas alturas de la era androcénica
todos mis lectores saben que a punto estuve de perder la condición humana a causa de una comunicación imposible, como si hubiera estado envuelta en una atmósfera de metano hasta el punto de no poder compararme con ningún otro ser habitante de este mundo por ser un valle de silencio.

                                                                         Ermessenda