4 nov 2011

Barcelona nació con los granados

Barcelona nació con los granados

Barcelona nació con los granados,

entre alegres flores fucsias

como una granada de astros.

 

Corrían los tiempos que

caballos de madera y elefantes

ganaban batallas y  daban vida.

El delta del Llobregat procuraba

reposo, agua y terrazas sobre el mar

a familias púnicas enteras

resguardadas por murallas

de montañas inexpugnables.

 

En sus tierras fértiles crecían

sin dificultad las verduras,

los higos maduraban

como los versos y los campamentos

reían ajenos a la batalla de Cannas.

 

Los elefantes, verdaderos artífices

de las victorias cartaginesas también

descansaban a orillas de los ríos

prepirinaicos. Desarrollaban tareas

agrícolas, domésticas y pacíficas.

 

Gozaban como niños de baños diarios,

y juegos infantiles; se adormecían

con la música de las olas

y el olor a vino de los soldados.

 

Entre los fermentos

de sus enormes excrementos

usados como el mejor abono,

una semilla blanca

que en su origen tenía

el mismo color de sus flores,

surgió una planta extraordinaria

que viendo la luz del mar

decidió crear sus propias colonias. 

 

Ahora, después de más

de dos mil doscientos años

ninguna necesidad tiene el granado

que venga de tan lejos y me detenga

a contemplarlo en su milagro,

a que admire sus hermosas flores fucsias.

Nada es necesario para el granado

salvo la luz, la noche, el agua,

los fermentos, la brisa mediterránea

y el vuelo de las abejas.

La rotación incesante de la tierra.

 

Para ser, el granado no necesita que

me detenga a contemplarlo.

No mora el Punica granatum en mi palabra.

Mi palabra es lenta, sólo evoca

un granado que florecía en Cadaqués

junto al mediterráneo.

 

Existen

una avenida que va a Roma

y una ventana que da a la playa

para guardarlo, y en mi memoria

avenidas de diáfanos cristales

por donde llegó el granado

de Amilcar Barca que contemplo.

 

Barcelona nació con los granados,

entre alegres flores fucsias

como una granada de astros.                        Elisa R. Bach

 

Capítulo 1

 

·         Pérdida de un ser querido

IGNATIA 200 CH

·         Pérdida de algo muy apreciado materialmente o

·         Miedo a perder algo considerado un capital

VERATRUM ALBUM 200 CH

 

Hermes. El abuelo.

 

Como en la extraña mina de las almas,

estaño silencioso, iba avanzando

como vena por la oscuridad.

Entre raíces colgando,

puestas al descubierto por las picas,

brotaba la sangre que se escurre

hacia los hombres

con el aspecto pesado

del pórfido1 en la oscuridad.

Nada más allí, era rojo.

 

Allí había rocas

y bosques irreales

en excavaciones a cielo abierto.

Puentes sobre el vacío

y el gran lago gris, seco,

en el que estaba suspendido

sobre el propio fondo lejano,

como encima de un paisaje,

un cielo de lluvia.

 

Y entre praderas suaves,

llenas de paciencia,

apareció la pálida franja,

el único camino, extendido

como una larga lividez.

 

Por este único camino veníamos.

 

En cabeza,

el hombre esbelto con capa azul

y casco de minero,

que impaciente y mudo miraba ante él.

No masticaba tabaco ni otras hierbas,

pero su paso devoraba el camino

a grandes mordiscos. Las manos

le colgaban fuera de los pliegues

del manto, cerradas y pesadas,

sin ya saber nada de la cicatriz ligera

que llevaba enclavada

en la mano izquierda

como sarmiento de rosal

en un tronco de olivo.

 

Y sus sentidos estaban como partidos:

 

Por un lado, la mirada se adelantaba

corriendo como un perro pastor,

que se giraba, venía, y ya estaba de nuevo

esperándose lejano en la curva más cercana.

 

Por otra parte, como un olor,

el oído se quedaba atrás,

y le parecía a veces sentir

incluso el caminar de aquellos 

que también tenían que hacer

toda aquella penosa subida.

 

Después volvía a ser el eco

del propio ascenso y el viento

de su manto lo que llevaba detrás.

Pero él se decía a sí mismo

en voz alta que vendrían

y sentía como resonaban

en los oídos sus palabras.

 

Hermes, el abuelo, era experto

en interpretar los significados ocultos

conocía todo el mundo de los difuntos,

tranquilizaba a todos los que iban

a atravesar los límites de este mundo.

Su potente imaginación le permitía

entrar y salir del Inframundo sin problemas.

 

Hermes, el abuelo, nos enseñó

los símbolos del gallo y la tortuga

para el madrugador y tenaz caminante,

el zurrón para no ser capturado

ni envenenado en posadas,

las sandalias aladas indicativas

de la diligencia del mensajero,

el pétaso o casco precursor de moteros

y su caduceo o vara de heraldo.

 

Y los que veníamos detrás de él

a lo lejos, queríamos aprender

sus ciencias de la vida y

sus conocimientos sobre el Inframundo:

éramos muchos, pero caminábamos

con pasos suavísimos, callados.

                                                            Leo P. Hermes

 

*1)Pórfido. Roca compacta y dura formada por una sustancia amorfa y cristales de feldespato y cuarzo, generalmente de color rojo oscuro, muy apreciada para la decoración de edificios.

 

 

Fue en abril de 1.96… Me vi obligada a cambiar de alojamiento. El dueño de aquel enorme piso de la calle Joaquím Costa, a escasos 300 metros de la Facultad, había decidido vender el inmueble entero y nos echó a todas las que compartíamos aquella vivienda de techos altos y puertas hechas para gigantes. Excepto a Dominique no volví a ver a ninguna de ellas. Dominique y yo habíamos compartido una de aquellas frías habitaciones. Ella, nacida en Dinan (Bretaña) estudiaba historia en la Facultad de Letras, era simpática y hasta llegó a presentarme a su hermano Hervé y a su hermana menor Gaëlle. Durante un tiempo nos seguimos viendo en el bar de la Universidad.

 

Gracias a Dominique encontré un estudio en arrendamiento en la calle Princesa a tan sólo 50 metros de la Vía Laietana. Realmente era un traspaso que me ofreció un amigo común de Pau Riba y de Dominique. El  estudio estaba en la última planta de un edificio antiguo, sin ascensor. El alquiler era muy barato (aparte del traspaso que pagué no sin dificultades). Tenía una pequeña entrada desde la que se podía ver el gran comedor-cocina. En la parte derecha junto a la ventana había una pequeña escalera de madera que conducía a lo que fue mi habitación. La amplia cama estaba situada a la misma altura de una ventana que tenía vistas a los tejados vecinos.

 

Cansada de buscar habitación, acepté la situación: daba un dinero de entrada difícilmente recuperable si no era a base de encontrar a alguien, como yo, que aceptara aquellas condiciones. Por eso cuando ya estaba a punto de entregar el dinero Germán me habló de Giner, una especie de "mayordomo" que se traspasaba también con el estudio. Germán me quiso tranquilizar diciéndome que a él le habían transferido el estudio con Giner y que los anteriores ocupantes también habían tenido a Giner como compañero. Giner ocupaba una habitación frente a la mía sin luces ni ventilación.

 

Giner se ocupaba de todo lo que hiciera falta en el estudio, (limpieza, etc.) y nunca se mezclaba con los amigos de los inquilino; era discreto hasta el punto que era difícil de toparse con él en la escalera o en el propio estudio. Por fortuna mi habitación contaba con un pequeño lavabo y un wáter. Acepté a ese "mayordomo adherido" al estudio aún sin conocerlo. Abajo, en la calle Princesa había siempre gente hasta altas horas de la madrugada y atravesando la Vía Laietana, La Plaça Sant Jaume tenía un aspecto alegre.

 

Mi cuarto, en los primeros días, me pareció bastante acogedor. Por la cocina "económica" de hierro forjado y por la ventana larga y estrecha en altura, rozando ya las tejas, de vidrios muy fraccionados, se podía adivinar la edad de la casa. Por aquella ventana podía ver como caía la lluvia sobre los tejados rojos y adormecerme con las últimas luces del día, bajo una gruesa y pesada manta de lana. También los primeros rayos de sol, reclinado como un globo ardiente sobre los tejados, entraban por esa ventana sin cortinas, inundándome los ojos de una claridad coincidente con los fuertes timbrazos de un viejo despertador como los sonidos de un timbre de bicicleta.

 

La escalera era empinada y los siete pisos costosos de subir, pero en pocos días me acostumbré y el estudio me parecía aún más acogedor cuando, jadeante por el ejercicio de escalar, escalón por escalón, aquella oscura y fría escalera alcanzaba el confort del viejo sofá. Era como trepar por un árbol huyendo de toda clase de alimañas y a veces me sentía como una niña luchando por alcanzar el desván. En una palabra, estaba contenta, sobre todo porque los vecinos parecían no existir y a veces lo único que subía por aquella escalera era la música de un organillo que parecía también se había afincado en el portal.

 

Desde entonces han pasado los años por el país. La época de la que hablo está para mí en las tinieblas del pasado, y los vivos colores de los sucesos se han vuelto pálidos y difusos. Tengo la sensación de estar hablando de cosas que no me ocurrieron a mí sino a otros, tal vez a Dominique. Por eso no he de tener miedo que el amor propio me induzca a mentir: Escribo con claridad y honradez y me atengo al hecho que el número 12 de la Calle Princesa y el número 36 de la calle Joaquím Costa todavía existen y que las personas que en aquella época íbamos al comedor no universitario más barato, en la misma calle Joaquím Costa, pueden dar fe del ambiente del barrio.

 

Paco, el camarero del bar de la Universidad, ha dado, durante más de cincuenta años, testimonio de todas las transformaciones del ambiente estudiantil y estuvo al corriente de nuestras vicisitudes con más comprensión que la de un hermano. Decenas de miles de estudiantes conocieron al gentil Paco.

 

En aquel entonces yo no pasaba mucho tiempo en casa. A las siete y media de la mañana iba camino de la Facultad y antes de las ocho aún me daba tiempo de tomar un café servido por Paco. Eran tiempos en que hasta los conserjes ganaban concursos como los de "Un millón (de pesetas) para el mejor" y los estudiantes quedábamos atónitos ante la erudición de aquellos "poco ilustrados" funcionarios. Y siempre que podía, pasaba las tardes en casa de mi novio.

 

Si, entonces yo estaba "prometida" (como se decía entonces). Ramón –voy a llamarlo así- era una joven promesa del mundo científico, amable y culto y –lo que más contaba para mis coetáneos- rico.

 

Ramón había nacido en el seno de una tradicional familia de comerciantes que mediante el trabajo y el ahorro llegó a tener una casa a la que también gustaba de ir la juventud masculina porque, pese a todo aquel refinamiento, reinaba en ella un ambiente alegre y abierto que no dejaba que entre las tazas de té se instalara el aburrimiento.

 

El hijo menor de la familia, Ramón, era por cierto el preferido de todos, porque a su cultura añadía una cierta amable frivolidad que convertía en interesante y agradable la conversación más anodina. Tenía más sensibilidad y más temperamento que sus hermanos mayores, era un carácter franco, alegre, y está fuera de duda que yo le quería y estaba orgullosa de él.

 

Puedo hablar abiertamente. Más adelante, un año después de quedar disuelto nuestro compromiso, se casó con una muchacha de familia noble, pero murió tras haberle dado el primer hijo, una niñita rubia.

 

Yo solía quedarme en su casa, donde se reunía a diario un grupo bastante numeroso de personas, hasta las seis de la tarde; después daba mi paseo, iba al Capsa, (teatro situado entonces, en la Calle Aragón) y regresaba a casa sobre las diez de la noche para continuar con el mismo género de vida. Me aficioné a las matemáticas y otras ciencias para estar más cerca de él.

 

Por la mañana, cuando yo bajaba despacio mis siete pisos, me encontraba siempre en el portal  al portero, que fregaba las baldosas de mármol blanco de la entrada. Él saludaba e iniciaba una corta conversación. Así día tras día. Primero el tiempo, luego que si estaba contenta con mi estudio y cosas así.

 

Como el viejo nunca quería terminar, yo siempre le preguntaba por sus hijos, y entonces él suspiraba y murmuraba apretando los dientes "¡Eso sí que es una cruz! ¡Qué preocupado me tienen, chica!". Y aquello era el final. Una vez, era un martes, pregunté, sólo por decir algo, quién era aquel "mayordomo" que ocupaba una habitación en mi estudio. Contestó a la pregunta de la misma manera que yo: de pasada, sin pensar mucho. "Un pobre chico que apenas si gana para poder comer haciendo pequeños trabajos aquí y allá.

 

Había olvidado ya hacía semanas aquella información cuando llegó Giner jadeante, sudado y al mismo tiempo con la ropa totalmente empapada. La tormenta le había sorprendido ya cerca de casa. Era un domingo por la mañana. Yo había dormido más de lo habitual y me disponía a salir paraguas en mano, mientras que él, con un librito en la mano parecía que regresaba de la iglesia.

 

Su aspecto era mísero: entre los flacos hombros que se vislumbraban claramente porque la camisa mojada así lo permitía, destacaba en su cara una nariz larga y afilada y las mejillas hundidas. Los delgados labios, ligeramente entreabiertos, dejaban ver unos dientes poco limpios. La mandíbula era angulosa y prominente. En aquel rostro sólo llamaban la atención positivamente los ojos. No es que fueran bellos, pero sí grandes y muy negros, aunque carentes de alegría. Sólo sé que la impresión que me causó aquella criatura con el pelo totalmente mojado no fue grata en absoluto. Creo que él no me miró. Por otra parte, apenas tuve tiempo para pensar en aquel encuentro banal, porque instintivamente cogí una toalla y se la ofrecí para que se secara el pelo y la cara.

 

Aquella noche tuvo lugar en casa de mi novio una velada perfecta donde se discutió amablemente sobre todos los temas de la época. Resultó perfecta y duró hasta muy avanzada la noche. Esa noche, precisamente, Ramón me pareció encantador. Una agradable sensación de contento saturaba mi pecho como un calor bienhechor. De ahí que a las tres de la madrugada resultara aún difícil la despedida. Los pocos que marcharon a pie se dispersaron pronto en todas direcciones. Yo tenía un camino por delante de unos veinte minutos por lo que aceleré el paso, dado, además, que la noche de final de junio era brumosa y lloviznaba. Pensando en aquel aleteo de mariposas en mi bajo vientre, sin darme cuenta llegué a casa y entré.

 

Ante mí estaba él. Apenas visible porque su cabeza tapaba la pequeña bombilla y su cara quedaba en la zona oscura. Sólo sus ojos se adivinaban. Hasta mí llegó un desagradable olor a sudor idéntico al que embargó mi olfato por la mañana. Estaba tan cohibida y asustada que no dije palabra, aunque tampoco me aparté. Sentía asco por aquella figura, pero no me aparté. Sentía sus ojos sobre sobre mis labios mucho antes de que me los besara. Cuando quise darme cuenta sus dedos corrían ya entre mis piernas. Como corrientes eléctricas las punzadas salían de mi vagina alcanzado los pezones en oleadas.

 

El olor de sudor, su piel pegajosa y sus labios sobre los míos me producían un profundo asco y al mismo tiempo un placer que nunca había experimentado antes. Me sentí como una diosa poseída por un diablo que conocía mi cuerpo mejor que yo misma. Me poseyó varias veces antes de que amaneciera. Finalmente caí exhausta en un profundo sueño. Me desperté a las cuatro de la tarde oliendo a demonios; me fui directamente a la ducha. Nunca me había sentido tan sucia. Afortunadamente él había salido.

 

En los días que siguieron a aquel encuentro todo pareció volver a la normalidad. Pero el sábado fui a casa de mi novio y para sorpresa mía toda la familia se había ido de viaje. El portero me dio un sobre con una nota. Una nota escueta que decía así: "Queda roto nuestro compromiso. Un tal Giner nos ha explicado con todo detalle la doble vida que llevas con él."

 

Salí huyendo con el pecho herido. Con la velocidad del rayo lo comprendí todo. Fui en busca de Dominique. Le expliqué todo lo ocurrido y le pedí ayuda. Me acompañó hasta la estación de Francia. Me pagó el billete hasta París y me dio algo de dinero para pasar unos días en casa de Hervé hasta que pensara en lo que debería hacer en aquel verano. Tardé tres años en volver a Barcelona.

 

 

Tarde de invierno

Tarde de invierno

 

Es una tarde de invierno. Tú hablas, dices

que las noches son extrañas en Cadaqués.

Piensas de repente

-no sabes por qué- en la casa de Marta:

En Torre Valentina, cerca de la carretera,

en el desorden turístico de antiguos bosques

abandonados entre telarañas de orugas.

 

Empiezas  a contarnos esa historia,

la manera en que aún sigue dentro de ti

y dices:

como alguien que anda junto al mar

y tiene sobre su piel la sombra de los pinos.

 

Estamos en el año 2.0_ _… y Marta Guillamón

dice en un mail que sigue enamorada.

¡Ah! Gary Cooper y su Árbol del Ahorcado.

Es una chica extraordinaria. Hay un túnel

que une su corazón y la música

de los bosques y las olas.

 

Un día escribió: ya nada me separa de ti,

y, otras cosas misteriosas sobre la vida.

Por ejemplo: 28 de julio;

el cielo es muy azul;

puede que algunas gaviotas

escapen del jardín del mar, salten

por encima del horizonte al oír los truenos.

 

En otra página dice:

Ahora los dos estamos en silencio.

Tú miras:

la playa, la marea, el sol rojo

como una viña en otoño,

donde alguien se ha lavado las manos.

 

Piensas en Marta Guillamón.

piensas en su miedo; en esa forma

en que a veces ves a una mujer

que huele una rosa; imaginas a esa dama

vestida de negro; cómo esa rosa crece

hacia adentro de esa Diosa del Amor;

cómo la invade poco a poco

con su aroma dulce y enfermo.

 

Es una tarde de invierno ideal

bajo la lluvia de Platja d'Aro

para soñar con un viaje a Paris

o con un verano en el barrio de Gracia

y cenas en el puerto de Barcelona.

 

Tú lo comprendes muy bien.

Es un viento que viene del mar,

un viento fresco y seco que llena el corazón

de homotéticos arpones

y de sueños ahogados.

 

El mundo –escribes-

es un lugar digno de ser vivido

aunque haya terrazas vacías

donde el viento devora lentamente

los restos de la noche.

                            Elisa R. Bach

 

 

1 nov 2011

NIEBLA EN EL CADAQUES DEL 55

Niebla en el Cadaqués del 55

No aparecía aquellos días la luna
a contemplar el último canto
sobre las vides saciadas de lluvia
de una noche no atormentada
por la oscuridad y la tramontana.

Tumbada junto a tu hermana
casi podías escuchar la marea
de su sangre en tu piel;
con la luz apagada saltaban los latidos
de su corazón acariciando el tuyo.

El Cochero se había ocultado
tras las nubes y el faro de alfa-Auriga
no podía guiar a nadie en medio de la desolación
que caía como un manto cubriéndolo todo.
Estampa del invierno sin viento

del Cadaqués del 55

Deformes y viejos los campos cantaban.
Frente a tu soledad
se alzaba seriamente
un panorama conocido
de edificios sin luna:

lucecitas tenues y suaves
de aquella madrugada
con pescadores tristes en el mar frío
y puntitos brillantes en las farolas de la calle.
envueltas en tela húmeda.

Parecía que los días pasaban despacio,
pero no tardarían en llegar las lluvias,
la nostalgia creciendo
como crece el amor con los años.
Alguien recordará el largo invierno del 55.
                                                Elisa R. Bach

30 oct 2011

Versión italiana de la hispanista Sara Viotti del capítulo 24 de NIÑOS A LA DERIVA

Capitolo 24

 

·         Debolezza alle caviglie

·         Dolore al primo metacarpio

·         Pigrizia

NATRUM CARBONICUM 200 CH

 

·         Agitazione

TARANTULA HISPANA 15 CH

AGARICUS 200 CH

 

La solitudine sorprende

La mia solitudine si è sorpresa

in migliaia di sale piene

di voci solitarie.

 

Il mio orgoglio

è come il tappeto bagnato

delle strade;

scivola ingoiando saliva.

Come seta fruscia

il freddo far del giorno

quando si lascia il timone.

Come perdere questo….

Senz'addomesticare

Il mio vento mediterraneo?

 

Si potrebbe proporre di galleggiare

Sulla coperta azzurra,

tracendente, immensa;

vedere come il sole si celi

nelle sue acque e dimentichi

gli alberi e il loro va e vieni;

 

lasciare

per il momento

la memoria nel suo rifugio;

guardare il ponente

con occhi d'Atlante, senza fretta

con minuti precisi.

 

Stavolta non ho salutato Igor. Dormiva ancora quando il piccolo segnale luminoso come avviso d'inizio del trasferimento nella Camera d'Imbarco ammiccava silenziosa sul lato opposto dell'apertura rotonda che imita un occhio di bue zentiotale e che penetra nella stanza da laetto come lo sciltillio di un pulsar. L'accesso a questa specie di trinino per bambini che ci trasporta da un posto all'altro dell'ospedale è molto comodo, dato che devo solo aprire la porticina dalla forma ellittica postdi fronte alla mia camer; è come se andassi a trovare la mia vicina, senza bagaglio e indossando solo una sottile tuta di neoprene che mi lascia scoperti unicamente gli occhi e iol volto.

 

In pochi minuti, tutti noi che abbiamo preso il trenino arriviamo puntuali, in silenzio, come se nessuno avesse voglia di parla, assorti, pensando ai compiti da svolgere o forse a testa bassa dinanzi a una solitudine di cui che crediamo che nessuno possa liberarci. Sulla bilancia mi hanno trovato una piccola debolezza in una caviglia. Lo schermo ha indicato "un po' d'instabilità emotiva" e mi hanno dato dei granuli per contrastare questa carenza. Ho sentito immediatamente sparire un piccolo dolore che da ore m'infastidiva all'altezza del primo metacarpio della mano destra.

 

Questa medicina mi ha anche liberata da una pigrizia che mi obbligava letteralmente a trascinarmi per i corridoi dell'ospedale da giorni. Comincio a sentirmi più attiva e desiderosa di riprendere le visite. In questo frangente,mi aspetta una bambina a Belém. A Fortaleza prenderò un autobus che mi porterà dove è ricoverata, in apparenza, a causa di una strana bronchite che le provoca un'agitazione nervosa che si calma solo ascoltando musica ritmica.

 

Che una bambina di otto anni balli la samba non è niente di straordinario, ma la sua abilità nel cavalcare i tori incute il sospetto di trovarci in presenza di un caso frequente. Difatti, Elsa ha un talento speciale per cavalcare i tori e sembra sapere come comportarsi perché essi le obbediscano. La polizia della regione le ha chiesto in più occasioni aiuto per addestrare i cadetti a governare quei tori che si mostrano tanto efficaci sui pantani del clima tropicale.

 

Faccia a faccia, Elsa esibisce un corpicino delicato nella zona toracica, ma non tanto a livello dei fianchi e delle robuste gambe. Ha mani delicate e rosa. Ha una febbre che sembra tifoide, il che non è infrequente nella regione. Tra le sue abitudini, c'è quella di mangiare come un lupo la sera ; è affettuosa con gli a nimalòi e con i compagni di scuola, e si distingue nella composizione di versi a prescindere dalla sua tenera età. Ha per caratteristica un leggero tic ad un occhio.

 

Elsa ha un fratello maggiore, Ronaldo, di 32 anni, nato dallo stesso padre, ma da diversa madre. Suo padre morì quando era molto piccola, e ne ricorda solo la barba bianca. Ronaldo va spesso a trovarla e contribuisce economicamente al sostentamento dell'umile casa in cui abita con la madre e altre due sorellastre nate da un altro padre.

 

Mi guarda con ochhi di diffidenza, poi muta lo sguardo, addolcendolo.I suoi lineamenti si distendeono, le labbra sorridono. Si prepara a combattere con me come se fossi una altro toro. A Elsa i medici non piacciono granchè. Fa uno sforzo e prende le medicine che le porgo. E il mio orgoglio di toro si arrende alla sua simpatia.

 

Mi dispiace dover dichiarare finita la mia visita in queste terre umide e calde, così benefiche per la mia salute e la mia anima.