15 dic 2018

SABOR DE ESPINAS



Te imagino amor allá sentada
mientras yo abro en silencio
mis manos insumisas.

Quisiera que vinieras,
tranquilamente,
a acariciarme y a mostrarme
tu oscura enredadera;

que juntaras en tus dedos
el sabor de espinas y besos
hoy ausentes, pues sobre los míos
corre el acre olor del silencio;

quisiera que me acompañaras
en este final sin final.
                                                                              Blau Bosch

La última vez que nos vimos,
mientras comíamos en aquella terraza de la playa, me dolía su mirada como agujas de mimbre. El mar estaba plano como una red que arrastra caracolas, arañas marinas y peces sosegados, un mar azul donde las algas callan y huye el viento. Ya no había entusiasmo en el relato de sus tareas en Suiza, como si ya no fueran de mi incumbencia.


Una mujer pasó junto a nuestra mesa voceando la venta de rosas con gritos como de humo espeso que ocultaban el mar y las redes tendidas mientras que el sol amarilleaba por momentos. Vi en aquella mujer a un carretero de sueños, experto de la niebla, lento, borracho de licor y asombro, invadiendo playas que no son suyas, sin apercibirse siquiera de la presencia del mar. Para ella nunca hubo mar.

La sobremesa se alargó más de lo que ella hubiera querido, con largos silencios. La tarde encharcada de coñac y naranjos se apuntaba ya con caminantes interesados solamente en poder digerir las abundantes cantidades de arroz negro mientras el viejo calor cedía. Era como si el verano no hubiese de volver, como si el amor tampoco tuviera deseos de volver, como cosa sabida.

Las muchachas ya se habían marchado de la playa con el césped de su cuerpo abrasado, todas ellas amadas, estrechadas, besadas, despidiéndose del amor y volviendo a la vulgar tibieza.

Aquella noche, tumbado en el sofá, me sentía tranquilo y, de tener algún bien, hubiera redactado un testamento. Hubiera escrito un texto, como yo, cansado. Tuve la tentación de comenzar a escribir algo en prosa lenta, puntual, precisa, con voluntad de orden casi doméstico, con un tono negligente y frío, impersonal, sin llegar a ciertas macabras menudencias.

Ahora que el estudiante ya se ha muerto,
puedo hablar francamente. No se ha muerto, como algunos -ya se sabe- con los ojos llenos de hojas y fiesta: el estudiante se ha muerto de tristeza, con una pena lenta, con un antiguo dolor. Se ha muerto sin pasar otro invierno junto a una chimenea en un pueblo perdido en las montañas de Suiza. Y ahora que está bien muerto, ahora que está colgado, me he propuesto hablar. Era eso lo que tenía. Ahora ya pueden, en la parroquia, saberlo todo. Ahora ya estoy más tranquilo. No oculto que siempre esperé, al lado del Arcipreste, una vaga y confusa nostalgia de futuro. Lo pienso y, estando solo en casa lo digo en voz alta y lo dejo estar… ¡Que nadie se engañe! El pensamiento del estudiante se ha convertido en luz lunar.

Espe se marchó a Suiza
mientras se quemaba el día, mientras un ángel Serafín vertía un poco de sal en la puerta de nuestra casa -la suya. Sin embargo, aún quedaba verano y el mar arañaba con suavidad las playas. Aún el animal que llevo escondido en el bazo, ya vencido, no tiritaba bajo la lluvia. No era tan fácil descoser mi sombra del aire de la casa. Mordiéndome la boca con una ramita de muérdago vi como Espe se marchó. Era el principio de un final que llamaba pan al mundo que me aguardaba.

Era un día gris
y había manos que preguntaban con botellas de vino cargadas de impotencia aún sobre la mesa. Las velas se consumieron lentamente como símbolo del fin de una incertidumbre de algas. No hubo riña ni gritos, ni dramatismo. No se quemaron frases, ni fotos con nuestras primeras miradas ni polvo de canciones para un mes apacible. Olvidamos cualquier clase de liturgia o rito que evoca los fantasmas de un paisaje. La cortesía y la diplomacia se imponían cargadas de silencio. No hubo ninguna referencia a la devolución de regalos, evitando así el formalismo de buscar culpable.

Ninguno de los dos
conservábamos los besos en un frasco de cristal topacio. Había surgido el mundo de un orden, con límites y vacío, sí, como excusa para evitar el caos. Sí, sí, pero ¿A dónde iba Espe? ¿dónde quedaba su dulzura hastiada? Espe no era precisamente una virgen del amor, descosida bajo los olmos o una niña descalza que se abraza a los bosques del Jura.

No, no. Aquello no era la nostalgia.
Aquello era sólo el inicio del olvido que fielmente nos mojaba. En el fondo del armario empezaron a acusar la soledad sus zapatos negros y el resto de su voz caliente.

Un árbol segado por la sierra,
con tristeza, la tumba contempla.
                                        Blau Bosch



Perdí la cuenta de las noches
en las que vivía para su sombra, en las que le daba todo el humo que cabía en mis manos, y, ponía su forma junto a la mía en el dormitorio vacío, piel que no espera, que ha de expulsar el diablo del endodermo. Antes de embarcar en el Palma de Mallorca para cumplir mis obligaciones militares dejé una nota escrita con mano lenta y buena caligrafía sobre la mesa del comedor:

Cuando leas esta nota
yo ya me habré marchado y, probablemente ya esté al otro lado del mar. Sé que habrás visto otros ojos, abrazado otros cuerpos y mordido el corazón del día. Dicen que en la niebla las cosas nos recuerdan y que las gotitas de agua suspendidas en el aire arrastran nuestros nombres escritos y que, a pesar de todo, hacen que en la memoria vivan. Yo conozco, bien lo sabes, tu risa como un soplo de juncos y he mirado tus ojos mientras invadían mi geografía, cómo rompe el relámpago el saco de la noche.

También sé que,
como cualquier otra viuda, dejarás correr, lentamente, las horas en tus dedos artríticos y que alguien que se cruce contigo te recuerde el vacío que mi cuerpo ocupaba y que la ansiedad de volver a echar los dados te alcance de nuevo, esa ansiedad que golpea las puertas y nos llama por nuestro propio nombre en sus labios y nos tienta con ruinas de amapola y deseo.

Cuando leas esta nota
yo ya me habré marchado y tú te habrás mirado en el espejo para comprobar que era a ti a quien iba dirigida y pensarás cómo nuestro último encuentro no fue sino aire entre las nubes.
                                                             …………………………………..   ……………………………………


Después de dejar aquella nota fui, con ánimo de despedirme, a ver al Arcipreste única persona que creí que se merecía un "hasta la vista". Tuvimos una conversación muy agradable porque él se mantuvo en una posición amable: de tú a tú nos confesamos nuestras intimidades incluido nuestro vagabundeo sexual. "Antes de irte -me dijo- mira de leer "Lo Siniestro" obra de Freud".

Aquella noche no dormí
hasta haberla leído completamente. Eran las seis de la mañana cuando me quedé dormido. Aquella lectura me ayudó a comprender el efecto estético que produce la lectura de ensayos como aquel: si lo siniestro es la aparición de algo que "queriendo quedar oculto, se ha manifestado" entonces se percibe a tu alrededor "pequeñas situaciones" que no encajan, sutiles o chirriantes desvíos, distorsio-nes amenazantes que no sabes bien cómo interpretar y que tu propia paranoia convierte en cada vez más oscuras y equívocas, propiciando así reacciones que llevan justamente al desastre final, como si de una profecía autocumplida se tratase.

Por la tarde, con los deberes hechos,
volví a conversar con el Arcipreste. "El corolario de esa idea de Freud -me dijo- es que hay que demolerlo todo, incluso el pensamiento que nos ha llevado a esa conclusión. Pero demoler es imposible o muy costoso; los humanos preferimos redecorar para ir tirando; y así nos va en esta vida parroquial. Cuando llegué aquí sólo pude pintar un poco la fachada. La realidad me engulló y me embrutecí como los otros, pero con una diferencia: yo sé de mi embrutecimien-to porque no nací en él. Siempre he reconocido que cuando resurgiste del barro, eras noble y generoso. Ahora casi lo sabes todo…"

                                                                                                                                   Johann R. Bach