15 dic 2011

BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS (Cap. 7)

Capitulo 7

 

·         El paternalismo

SULFUR 200 CH

·         El maternalismo

STAPHISAGRIA 200 CH

 

El amor anhelado

 

¿A quién explicarle que mis demonios

se conjuran y me obligan a escribir?

 

No podría vivir sin escribir, sin explicar

que a menudo sobre mis oídos

una dulce melodía,

que acompaña siempre a la imagen

de los Coros de los Ángeles,

me impide ver todo aquello

que flota como nubes blancas

delante de mis ojos a excepción

de dos maravillosos puntos magenta.

 

¿Quién me hubiera oído

si yo hubiera gritado en momentos

en que desde el Círculo de los Tronos

ya habías decidido

lanzarme al Inframundo

despojado de mis sandalias aladas?

 

Me lavé los pies

con  mis propias lágrimas

y mis demonios se expandieron

por los espacios interestelares

como una gigante roja

quemando el poco oxígeno

que aún conservaba de tus besos.

 

Como en una alegoría

que no me abandona nunca

los dos rubíes que durante meses

mi lengua limpió de impurezas

como un privilegio, siguen brillando

como púlsares lejanos.

                              

En mitad de la noche,

los demonios de esta noche,

montados sobre el viento

lleno de espacio vacío,

me muerden el rostro

y sólo me consuela saber

que existes mi amor,

aunque sólo sea

como amor anhelado.

                        Elisa R. Bach

 

Lo que más destacaba en Daniel era una larga cola de caballo atada con una goma roja haciendo más visible un pelo estirado, lacio y canoso. Pero eso no era lo peor. Sus luengas barbas amenazaban continuamente su pecho adornado con un sol enorme atado al cuello con una cadena de un pobre dorado que mostraba a las claras de que no se trataba de oro. Tampoco su dentadura escapaba a la pésima impresión de su imagen: dos dientes de oro (éste sí debía ser auténtico) encajaban mal con el resto de dientes amarillentos.

 

Daniel, según Yvette, era escultor. Tenía su taller en un semisótano de la Rue Rochechouart y se quejaba de que cada vez que llovía se le inundaba de agua debido a la pendiente de la calle. Era una excusa perfecta para justificar no dejarnos ver su taller. Mientras desayunábamos en el "Café du Comerce"  de la Rue de Clignancourt, justo en la esquina de la Rue Pierre Picard, Daniel no paraba de dar su opinión sobre cualquier pequeño detalle hasta el punto que me pareció que quería presentarse como si fuera mi padre, pero por debajo de la mesa intentaba abrazar mi pie con los suyos.

 

Evidentemente Daniel era el prototipo de hombre para llegar a comprender la indiferencia y falta de libido de millones de esposas resignadas a su función de madre y de ama de llaves de sus propias casas. Tipos como Daniel explican la existencia de la reacción femenina ante tales atributos puede llevar a una exageración y teorización del "deber ser", en cierta medida necesario para la educación de los hijos, pero que pasados los años, muchas mujeres no pueden escapar de esa manía por la limpieza, por lo que ellas creen sobre el "deber ser" y se muestran críticas con cualquier detalle que no ven como correcto.

 

Esa actitud las convierte en unos seres críticos y perfeccionistas de tal forma que cualquier contradicción que se les atribuya a sus indicaciones se la toman como una situación humillante. Yo no tendría un compañero así aunque fuera el último hombre del mundo. A su lado destacaba fuertemente la blanda y fina sonrisa de Yvette: igual que resplandor de marfil viejo, como nostalgia o nieve navideña en patio oscuro o como claro de luna en un libro muy querido. En ese momento me sentí afortunada.

 

A pesar del carácter de Daniel y su poca disposición al trabajo Yvette pensaba que era un buen artista y que valía la pena tener un poco de paciencia con él. Después de prometernos que nos acabaría un antiguo encargo fuimos a husmear un rato al Marché aux Pouces. Quizá, debido la prisa, no encontramos nada interesante y regresamos a casa.

Aquella noche, tuvimos de invitados a Mr. Brechbühl y su mujer, Monique. Justo a las ocho de la noche llamaban al timbre. Yvette miró el reloj y no pudo reprimir su comentario: ¡Ah! La puntualidad de los relojes suizos. Tan sólo abrir la puerta abrazó a Mr. Brechbühl y besó a Monique, se colgó del brazo de él y lo acompañó hasta el amplio salón para presentármelo. Hizo una mueca, estirando los labios hacia adelante ofreciendo el beso porque era ciego. Monique me dio tres besos a la francesa.

 

La cena se desarrolló en una atmósfera de buen humor en la que Mr. Brechbühhl escuchaba con gran deleite las historias de Yvette, que como siempre, estaba pletórica. En un momento dado recordó la primera estancia que hizo en Lausanne. Fue durante unas cortas vacaciones de Navidad. Allí había conocido a aquel simpático matrimonio y desde entonces la amistad se mantuvo durante años.

 

Mr. Brechbühl y su esposa vivían en la Place du Nord cerca de la Catedral de Lausanne. Él se quedó ciego a la edad de 12 años a causa de una infección en un ojo que posteriormente se le pasó al otro.  Fue operado sin éxito varias veces.  Ingresó en una escuela de la Société Cécital (cécité significa ceguera), una especie de ONCE española, donde los ciegos que no desean vender números de sus loterías cursan estudios de masajes, música, comercio u otros oficios para los que su hándicap es su principal virtud.

 

Mr. Brechbühl se dedicaba a la venta ambulante de productos para el hogar como líquidos para la limpieza, delantales, aerosoles con olor a pino para vaporizar en las habitaciones, cepillos para la ropa, Champús y jabones para el baño, etc. Se hacía acompañar por algún estudiante que llamaba a la puerta del posible cliente-colaborador de ciegos. La misión del acompañante, a modo de lazarillo, era saludar a la persona que les abría la puerta de forma que Mr. Brechbühl supiera, por el saludo, -Bon jour madame o Bon jour Mademoiselle- si se trataba de una chica o una señora mayor. A partir de ahí comenzaba su discurso para ofrecer los productos de la Société Cécital.

 

En caso de ventas en firme, el estudiante sacaba un bloc de pedidos y anotaba los productos correspondientes, nombre y domicilio donde se entregarían posteriormente, entregando a continuación una copia a la persona interesada. Por la tarde una sobrina entregaría el pedido en aquel domicilio y cobraría el importe acordado. Ese tipo de comercio estaba exento de impuestos para ayudar, con unos precios inferiores a los del mercado, a los ciegos.

 

Monique, tenía en la planta inferior un piso de seis habitaciones que, aprovechando su proximidad a la catedral, las destinaba a servicio de hotel para turistas. Con esas dos fuentes de ingresos subían con cierta holgura a sus dos hijos. Conducía un pequeño DAF automático para el que no necesitaba permiso de conducir y con él acompañaba a los niños a la escuela situada en Prilly. Era la típica ama de casa que, a pesar de todo, seguía adelante, hiciera el tiempo que hiciera, con una rebanada de pan con mantequilla en la mano y la otra al volante.

 

Mr. Brechbühl era un hombre de cara redonda, como si se hubiera quedado estancado en su niñez, de carácter dulce y paciente y optimista de puertas afuera. Ese carácter acentuaba aún más su aire de persona inofensiva, que cree que en este mundo todo se puede arreglar con buena voluntad. Su vientre bastante voluminoso denotaba el exceso de comida grasa, a base de quesos y embutidos. Con la apariencia de unos cincuenta años estaba satisfecho de la vida y se desvivía por mantener contacto con numerosos amigos.

 

Monique, algo mayor que su marido, daba la impresión de haberse casado con él a una edad en que la vida por alguna razón no la había tratado bien. Resentida y como mal menor se casó como el que por miedo a no encontrar otro tren al que subirse, se había aferrado al furgón de cola y aceptar lo que otras personas no hubieran aceptado.

 

Este juicio, podría parecer duro y cruel, pero lo hice después Yvette le acariciara, en la cocina, sus glúteos introduciendo una mano entre ellos. Reconozco que aquello me excitó, pero no estaba celosa porque Yvette ya me había acostumbrado a esos detalles. A partir de ahí observé más detenidamente el rostro de Monique. Sus ojos azules, claros como el cielo, brillaban como los de una mujer ansiosa de echar los dados. Era como si hiciera ya tiempo que no tenía relaciones con su marido. Más tarde me enteré que dormían en habitaciones separadas. En la cara tenía una gran mancha roja que se extendía por encima de la nariz hacia los pómulos en forma de mariposa. Su pelo era fuerte, y crespo; cortado como si fuera un hombre, dándole un cierto aire masculino.

 

Después de la cena y con los besos de rigor se despidieron algo cargados de alegría y vino tinto. Un taxi los recogió para llevarlos al hotel donde se hospedaban. Yvette me invitó a ducharme con ella como en otras ocasiones y después de secarnos, completamente desnudas nos dormimos abrazadas como dos almas gemelas que se necesitan una a la otra.