UN PORRÓN DE VINO Y UN CAFÉ
Durante muchos años
estuve en contacto con enfermos. A veces sus dolencias eran graves y necesitaban mucha atención por mi parte; en otras ocasiones el pronóstico era mejor y mi visita se limitaba a conversar un poco con los familiares a fin de desdramatizar el cuadro clínico.
No me arrepiento
de aquellas miles de visitas domiciliarias de las que yo también obtuve beneficio aunque siempre deseé vivir en un pequeño pueblo no lejos del mar y rodearme de gentes sencillas con las que pasar alegremente mañanas y tardes.
Hoy por fin esos sueños se han hecho realidad:
la casa es mucho más grande de lo que necesito para mis libros. Yo me hubiera contentado con una sala con una cama y una alfombra que diera a una frondosa arboleda, que me diera frescor en pleno verano.
En lugar de eso me ha caído en suerte
una enorme casa almenada, con una cava donde guardar vino y conservas elaboradas con las primeras frutas, verduras y hortalizas. Junto a las botas de roble una instalación alambicada en perfecto uso me ha de servir para destilar licor de manzana o de arroz.
Con los vecinos no he tenido peor suerte.
Al alba oigo llamar a la puerta. Me echo una túnica por encima y abro. Veo a Anastasia y su anciano esposo Julio que, porrón de vino en mano, vienen a visitarme muy amablemente. Es ya 24 de junio. Ella trae en una fuente salchichas aún calientes y tres manzanas.
Vienen de remover las últimas ascuas
del fuego alrededor del cual han bailado hasta el amanecer. Me han tomado cariño y creen que no estoy adaptado a la época. "Para personas como Vd. –me dicen- no es bueno vivir tan solo".
"Todo el mundo se regocija
en la noche de San Juan, en la hora del solsticio. ¿Por qué ha de negarse Vd. a hacer lo mismo? Bailar en torno a la hoguera evitando las voces plañideras de la gran ciudad es bajar del cielo estrellado los últimos suspiros alegres".
Les agradezco sus consejos
y me esfuerzo por compartir sus afanes mundanos y dejarme llevar por la corriente aunque sea ir, excepcionalmente, contra mi naturaleza; me siento con ellos en el porche, señalamos ese punto misterioso en el firmamento: el Ápex.
"Mira Julio –le digo con calma-
hacia allá vamos y a la velocidad endemoniada de 14 km por segundo". Anastasia, que ya ha oído esa historia de mis labios en otras ocasiones, al ver que el porrón ya se ha vaciado, se levanta, se dirige a la cocina y prepara un café.
Está clareando y no quieren ir a dormir.
La conversación se vuelve nostálgica recordando tiempos antiguos mientras la brisa del sur, arremolinándose, se cuela por los escotes de nuestras ligeras ropas y acaricia nuestra piel.
Disfrutemos de una taza de café
bajo este techo gratuito de luciérnagas. A nuestra edad cada uno ha escogido ya su camino y no es de esperar que cambiemos ese rumbo hacia las estrellas.
Johann R. Bach