26 feb 2018

¡Ay! ¡Si en la muerte se pudiera sentir cómo se borra uno de la faz de la tierra y disfrutar de ello! ¡Quién sabe si no es así!


PERSONAS QUE NO VOLVERÉ A VER

La lágrima del comediante -según Diderot-
proviene del cerebro,
la mía surge de mi vagina destrozada
por las violaciones sufridas en mi infancia.

Aquella mañana, en cuanto pisé la calle llena de luz y animada por la gente que iba a la compra me sentía en un estado de ánimo nuevo en mí: romántico y aventurero. El mundo matinal que se extendía ante mí me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Extrañamente se apoderó de mí la idea de abandonar aquel paisaje y mentalmente hice la lista de las personas que no volvería a ver

•                el irritable señor Ramón, el cajero de una oficina bancaria,
•                la indiferente inmobiliaria Pepita suegra de Joan el ferreté,
•                la dulce señorita Alicia dependienta de la panadería,
•                el testarudo y malhablado niño Joanot nieto de la señora Pepita,
•                el sudoroso, lento y siempre sonriente niño Ricard ,
•                el joven y rápido electricista Miguel, de sobrenombre "El Chispa".
•                la intolerante vecina señora "Charo" que roncaba todas las noches
•                el viejo y debilitado Sr. Humfrido de sienes hundidas,
•                la viajera rencorosa Nuria y de nariz roja como un tomate,
•                Litifredo, feliz cerca del mar y triste desde que llegó a Mas Rampin.
•                Ponç el político del barrio domiciliado en la pensión Ventura,
•                la estreñida y orgullosa Mercé cantante de habaneras,

•                el filósofo y barrigudo Gabriel; en él todo era optimismo.
•                la resentida y pesimista Manuela esposa de Gabriel,
•                la elegante farmacéutica Eulalia, Para ella la vida era todo estética
•                la tímida jovencita Luisa, blanca como la leche, aprendiza
•                la hipotensa Ramira hija de la Sra. Pepita,
•                Paco, el poco lustroso y parlanchín barrendero,
•                el termófobo Cartero, siempre quejándose del calor o del frío
•                el romántico y glotón Fernando el peluquero,
•                la ruborizada Felisa hija del panadero Nicolás,
•                la celosa Leonor, camarera de la Pensión Ventura,
•                la fóbica Pilar empleada de la ferretería,
•                David, el tembloroso estudiante de bachillerato,
•                la fatigada y obesa Lucía, camarera del Bar Catalunya
•                Ginés el obeso y lento Jefe de Estación,
•                Arsenio, el agitado y escrupuloso relojero,
•                el servicial e hipertenso Augusto, el lampista del barrio.
•                Pedrito, el embustero y borrachín afincado en la Pensión Ventura,
•                la triste desconsolada Ignacia, viuda de su segundo esposo.
•                el hiperactivo y difícil niño Pepito, hijo del carpintero.
•               La viajera y vengativa Nicole, la inadaptada francesa.
•                El quejumbroso y puntual Cirilo, aficionado a la bicicleta
•                Alejandro el reticente a los medicamentos
•                El bombero Hector siempre jugando con cerillas
•                El industrioso Tomás, carnívoro y su gusto por las naranjas.

Ramón el irritable director de banco
que piensa en cómo puede estafarme y decir que es el banco el que me estafa. Es un señor que acude al psicólogo para que le explique la clase de comportamiento que ha de tener para ser aún más "trepa".

La indiferente Sra. Pepita directora
de una empresa inmobiliaria que no busca clientes sino víctimas a quien colocar habitáculos en los que ella jamás viviría. Le gusta tomar una copa de vino blanco con las piernas cruzadas al final de la jornada. La tristeza se ha instalado en su rostro con una gran mancha roja en forma de mariposa.

Alicia, la dulce dependienta de la panadería
que se desvivía por ser agradable y que al casarse desapareció del mundo de los vivos. Secuestrada por su marido no volverá a ser libre hasta que no haya educado a sus hijos y sea abandonada. De cara redonda y sonrisa de luna era todo amor.

El testarudo Joanot, hijo del portero y nieto de la Sra. Pepita
que no cedía ante las dificultades. Su constancia le dará, sin duda, el triunfo. Se ha propuesto ganar unas oposiciones y las ganará, aunque sea en quinta convocatoria. De frente ancha e intelecto despejado, tiene alma de buena persona.

El sudoroso y lento niño Ricard
hijo de Eulalia la farmacéutica con su blancura de piel y su lentitud le definen como un leucoflemático. Su espíritu crítico respecto de los gobernantes y/o funcionarios es nulo. Su carácter exento de pasión le aleja de cualquier relación profunda. Sus compañeros dirán de él que es de cartón.

El joven "Chispa" rápido como una flecha,
el electricista del barrio, nervioso, industrioso, incansable sólo se divierte bailando porque en realidad no puede parar de moverse. Se comporta como una persona afectada por la mordedura de una Tarántula.

La intolerante Charo jefa de enfermeras de Can Ruti.
Su malhumor se transmite a través de los tacos que surgen de su chillona voz. Sus manos llenas de manchitas de café (una por cada enfado) ponen al descubierto a una mujer obsesionada por la limpieza. Su insomnio sólo se cura mediante el movimiento pasivo -se duerme en el autobús o en la peluquería con el runruneo del secador-, no está quieta jamás y es el terror de sus subordinadas. Toma infusiones de manzanilla para calmarse y duerme boca arriba con las piernas abiertas porque los gases atrapados en su vientre no la dejan dormir.

La estreñida orgullosa Mercé, cantante de habaneras, enamoradiza y madre de cuatro criaturas, una de cada uno de sus amantes. Su marido se lo perdona todo…

Todos aquellos personajes,
con sus luces y sus sombras, habían tejido sobre mí una tela de araña de la que parecía imposible escapar. Tuve momentos de aquellos que pueden proporcionar alegría, y, otros, en los que hubiera preferido que me tragase la tierra. Éstos últimos eran producidos casi al cien por cien por la déspota Ángeles, prisionera en su silla de ruedas y carcelera de mis noches. Sólo sabía dar órdenes.

Tienes mucha suerte
de que tenga una habitación libre -me dijo-, tratándome ya como si yo fuera su criada. Su actitud, majestuosa y reprobatoria de cualquier gesto que no fuera suyo, hizo que me sintiera culpable.

-Mi sobrino suele quedarse
en esa habitación cuando se tumba para hacer una siesta- continuó diciéndome, pero creo que no se la merece; así que la ocuparás tú. Enderezó un viejo y borroso espejo que había en la pared.

Ángeles giró, casi bruscamente la silla de ruedas y mirándome fijamente dijo: Aquí podrás descansar y para tu aseo tienes un pequeño lavadero con váter al final del pasillo, aunque es mejor que lo utilices por la noche antes de las doce; no soporto el menor ruido cuando duermo.

Me acerqué a la ventana,
traté de abrirla.

-¿Se puede abrir? -pregunté.

-Creo que no -dijo Ángeles con voz distante-.
Pero estarás muy cómoda. Una vez a la semana vendrá alguien de la Pensión Ventura a hacer la limpieza. Ya te diré más tarde cómo has de pagarle.

Cuando Ángeles salió de la habitación
me senté en la cama aterrorizada y no me atreví a moverme hasta que el ligero chirrido de hierros de aquella silla de ruedas se desvaneció. Salí sigilosamente a la reconfortante seguridad de la calle. La gente del pueblo decía que era una buena persona, pero de sus ojos salía fuego y sangre, de su lengua sólo "tacos" barriobajeros.

Aquella mujer impedida
aparentaba ante los vecinos ser una persona caritativa que me había acogido misericordiosamente por mi desgracia de ser huérfana y ofreció mis servicios de limpieza como forma de ayuda para mantenerme. Así que yo iba por las casas a hacer labores de limpieza y ella cobraba directamente mis servicios sin darme a mí cantidad alguna.

Con su sobrino era igual de déspota
que conmigo por lo que estuve a punto de congeniar con él como compañera de desgracias, pero lo que vi a los pocos días de vivir en aquella casa me obligó a ser más cauta: Eran las dos de la madrugada cuando sentí un fuerte tenesmo en mi bajo vientre y fui al pequeño lavadero para orinar. La puerta de su habitación estaba entreabierta y se oía como una respiración entrecortada. Me asomé y vi cómo el "sobrino" eyaculaba en la boca de Ángeles. Volví rápidamente a mi habitación y oriné en una botella de agua de Vichy vacía para ocultar lo que había visto.

A partir de aquel día me sentí como una prisionera.
No podía huir porque no tenía ni siquiera documentación de ningún tipo. Soporté aquella situación temiendo que cualquier noche "el sobrino" entrase en mi habitación, pero eso nunca ocurrió. Durante tres años viví con el miedo por compañero, al cabo de los cuales mi situación cambió radicalmente.

En efecto, el cartero al recoger los pliegos del Padrón Municipal vio que no me habían declarado como habitante de la casa, ni siquiera como huésped. Interpretó que aquello era un error y me añadió inventando mis apellidos y una fecha de nacimiento aproximada según su ojo clínico. A las pocas semanas una pareja de la Guardia Urbana vino en mi busca. Me llevaron al ayuntamiento donde me cosieron a preguntas en presencia de una mujer rechoncha que sonreía continuamente. Aquella mujer me hizo fotos y me tomó las huellas dactilares. Finalmente me dijeron que volviera la siguiente semana. Me sorprendieron gratamente. No salía de mi asombro: me dieron mi primer Documento de Identidad. ¡Era una persona como las demás del pueblo! ¡De dieciocho años! Mi corazón latía tan fuerte que me pareció que iba a explotar. Pensé en salir corriendo, atravesar las vías del tren y chillar.

Aquí y allá fui caminando
en medio de toda una quietud en mi pecho, una atmósfera callada y algún gorrión, desde su nido delicioso y sagrado que dejaba oír sus alegres trinos. Me paraba y escuchaba, y de golpe un indecible sentimiento universal me invadió y con él una sensación de gratitud que brotaba, violenta, de mi alma. Tonos de un mundo primigenio, como un regalo del Angel Montserrat, me venían, no sé de dónde, al oído.

¡Oh, así me gustaría morir
cuando llegue el momento! -Exclamé-. Sentí un rumor suave flotando en el aire, que bajaba de las copas de los árboles cuchicheando como el Ángel Montserrat.

Aquí, entre estos pinos y encinas,
amar y besar sería una felicidad -me dije-. Tan sólo pisar aquella tierra tan agradable ya era un placer, y la calma encendía plegarias en mi alma. Incluso yacer muerta aquí -me dije-, sepultada discretamente bajo la tierra fresca de este bosque, sería algo dulce.

¡Ay! ¡Si en la muerte se pudiera sentir
cómo se borra uno de la faz de la tierra y disfrutar de ello! ¡Quién sabe si no es así! ¿Quién puede aseverar que no tenemos en el bosque de nuestro hipotálamo preparada una tumba pequeña y tranquila?

Dejé de pensar en aquella lista de personas
que ya no volvería a ver. Salí del bosque. Quería encontrar la claridad y la vida.

                                                                                 Ermessenda