1 oct 2018

EL GESTO AMIGO (Fragmento de la novela "Sales Amoniacales, Muscarina y Tinta de Sepia)


EL GESTO AMIGO

Tania había pasado su infancia
en el ambiente de la sufrida Asturias en unos años en los que La Revolución Minera del 34 aún flotaba en las mañanas grises de Gijón.

Creció en un ambiente
de solidaridad humana ante continuos accidentes causados por los barrenos o por el hundimiento de galerías precariamente sostenidas por maderos. Estaba de moda declararse ateo y se ensalzaba lo que entonces se tenía por amor libre.

A los siete años soñaba
con novelas sobre la vida en las casas de los mineros, donde lucía la embelesada libertad de expresión aunque fuera en voz baja; soñaba en sus paseos por los bosques de eucaliptos, con soles menos tristes, con orillas de otros mares, con cuerpos desnudos frotándose bajo las sábanas… inspirándose en libros ilustrados en los que, enfebrecida, miraba a las risueñas actrices.

Si venía, loca, de ojos castaños, vestida de percal la hija del minero -de diez años- de al lado, la pequeña salvaje que en un rincón saltaba, sacudiendo las trenzas, sobre sus hombros, ella observaba sus nalgas con regocijo pues nunca llevaba bragas como si fuera un muchacho. Y bien vapuleada por ella a puñetazos y patadas, se llevaba a su cuarto el sabor de su piel.

Con veinte años, con mayor formación laica, se aparejó
sin casarse con Igor, un muchacho robusto hijo de una familia minera y a los ocho meses quedó embarazada. La madre de Igor tenía azul la mirada -la que engaña- y loca de celos -cuentan- denunció las actividades comunistas de su hijo. Se lo llevaron preso a medianoche sin importar para nada que Tania estuviera en cinta. No se supo jamás la suerte seguida por Igor. Ella tuvo su hijo, lo mantuvo como pudo y esperó a que fuera mayor para emigrar a otro lugar huyendo del injusto maltrato social al que le sometió la clase funcionarial de la sociedad asturiana.

Encontró refugio y trabajo
en una gran empresa textil de Catalunya. Allí trabajó en los telares circulares y allí conoció a su segundo compañero Oscar un mayordomo textil de agradable trato y durante unos años vivió una vida apacible. Oscar era una persona de cuyo misticismo le llevaba a frecuentar ciertos ambientes relacionados con supuestas cosas de extraterrestres. De gran estatura y de ojos de obsidiana al llegar a casa se rodeaba de sus libros y -cuentan- nunca tenía tiempo para los escarceos amorosos.

El camino que llevaba del barrio a la fábrica
atravesaba la vía del tren en un punto del descampado donde el terraplén de piedras que sostenía las traviesas de la vía a una cierta altura de forma que antes de iniciar el cuidadoso ascenso era obligado mirar si venía algún tren… silenciosamente.

Oscar trabajaba en el turno de noche
mientras que Tania comenzaba su jornada a las seis de la mañana, por lo que apenas si se veían unas horas por la tarde. En el barrio se rumoreaba que él era un hombre de costumbres extrañas:

Subía a menudo a "La Mola"
macizo montañoso emblemático a observar los cielos. Como se trataba de una actividad inofensiva y, digámoslo todo, alejada de la omnipresente politización reivindicativa de la industriosa ciudad, nadie imaginaba el fatal destino que finalmente llevó al suicidio a dos personas. Cierto día encontraron los cadáveres decapitados de Oscar y un amigo suyo. Los encontraron junto a la vía del tren y sus bolsillos una nota en la que habían escrito que se iban "allá arriba".

El hijo de Tania,
ya bien situado económicamente en Oviedo, se presentó en su casa y le dio una suma importante de dinero para arreglar la casita aunque nunca iba a ser suya pues Oscar no dejó testamento alguno. A partir de entonces Tania vivió sola. No hablaba mucho con los vecinos, pero se llevaba bien con ellos y siempre se hallaba dispuesta a ayudarlos. El único amigo que entraba y salía de su casa riendo y juguetón era el vecino Hermes un chico de doce años que le ayudaba a llevar el cesto de la compra casi a diario y la acompañaba los domingos al cementerio a llevar flores. Nadie supo nunca si Hermes iba a aquella casa a leer libros o por otros motivos. Solamente Rosa, la vecina de la casa contigua oía a través de la pared sus risas y guardaba como un tesoro un papel (caído por descuido del bolsillo de Hermes) en el que como en una carta (o poema dedicado a él) Tania se dirigía a él y le decía:

Querido Hermes,

Esta mañana,
como si se tratara de tu persona,
con gesto amigo
se ha posado en mi rodilla
una roja libélula.

El sol ha hecho el resto.
Vuelvo a ser feliz.

                             Con amor Tania



Durante cinco años las visitas casi a diario de Hermes a la Antonia se sucedieron sin alteración. Se había leído todos los libros de astronomía y filosofía acumulados en aquella casita de planta baja. La Antonia vivió todos aquellos, sus últimos años leyendo con su joven amigo. Desgraciadamente contrajo a los pocos meses de jubilarse una rara enfermedad que le desecaba venas y arterias y poco a poco fue perdiendo movilidad hasta quedar relegada a permanecer en una silla de ruedas. Aún, así, Hermes cuidó de ella ayudando a su enfermera y dando largos paseos con ella en su silla, hasta sus últimos suspiros.

Pasadas algunas semanas,
Hermes acompañó a Luisa la vecina del piso de encima a llevarle flores al cementerio. Frente a la inscripción del nombre de la Antonia se le escaparon unas lágrimas y se le abrazó desconsolada. Pilar creía que a Hermes no le interesaban las chicas pues desde el balcón veía como en la terraza de abajo se tendían unas camisetas de colores azul cielo y rosa y sus correspondientes calzoncillos haciendo juego con aquellos colores. Por otro lado cuando hablaba con Hermes desde el balcón sobre la terraza, él bajaba la vista para no ver, con recato, sus piernas orladas con unas bragas rojas de fantasía.

Luisa provenía de Murcia donde su madre conservaba la casa familiar esperando su vuelta. Ella se había casado con Leonardo un estudiante de ingeniería eléctrica que compaginaba su trabajo de electricista con los estudios. Al acabar la carrera decidió ponerse a trabajar por cuenta propia en la localidad murciana donde la madre de Luisa aguardaba su regreso. Sí Luisa regresó… con un marido y una niña con seis años cumplidos.

A través de otra vecina todo el vecindario supo cuatro años más tarde que Luisa había perdido a su marido. Después de una sesión de submarinismo un fallo cardíaco acabó con su vida. Sólo tenía treinta y cuatro años al dejar sola a Luisa con tres hijas.

Hermes se propuso ir, aquel verano, al pueblecito de Murcia a visitar a aquella familia. Fue el año que estudió con más ahínco para poder tener el verano libre.
Al acabar el curso,
cerrando la cartilla de notas de Hermes, se marchaba la madre satisfecha al apartamento de la playa, sin ver, orgullosísima, en los ojos grises, bajo la frente llena de eminencias, el alma de su hijo entregada a una libido sin límites en cuanto una viuda se le fijaba en su hipotálamo. Aún creía que era un niño. Todo el día él sudaba de obediencia: era muy inteligente y simulaba ser un niño estudioso al margen del mundo, pero por la penumbra de los corredores empapelados y mohosos se metía la mano en la bragueta y descorría la piel del prepucio que cubría su glande y sacaba ligeramente obscenamente la lengua y si cerraba los ojos veía puntitos de colores.

Cuando llegó al pueblecito,
el calor era asfixiante, pero el recibimiento que le dispensaron Luisa y las niñas compensó con creces el penoso camino desde la estación de autobuses hasta la casa. Pilar, la mayor y única que Hermes había conocido le abrazó efusivamente y le besó en la boca como la impúber que recibe a su amado. Luisa también le besó en los labios, pero más comedidamente. En la casa se estaba bien gracias a la corriente de aire que atravesaba de punta a punta el largo pasillo que unía la puerta de la entrada con el comedor. Era la hora de la comida y lo sentaron a la mesa.

Después de la comida,
Luisa se prestó a enseñarle a Hermes los alrededores del pueblo antes de acompañarle al hostal en el que él había tomado una habitación. Lo paseó por los campos…, por los lugares en que ella iba a pasear con las niñas y, junto a unos árboles de una presa detuvo el coche y en largo monólogo le explicó que aquel era el lugar donde había hecho el amor por primera vez con un muchacho y que no fue Leonardo… Casi con violencia lo besó, le tomó la mano y poniéndosela en contacto con sus bragas húmedas. ¡Mira cómo me he puesto hablándote de estas cosas! Él acarició con su mano plana aquel pubis impregnado del sagrado líquido viscoso, luego se abrió la bragueta y dejó que Luisa saciara su hambre.


Ya en la habitación del hostal
Hermes se desnudó y abrazó a Luisa, entró en la ducha dejándola con la duda de qué hacer… Se decidió a entrar en la ducha y jugar con el cuerpo enjabonado de un hombre como hacía tiempo que no lo hacía. En la cama acariciaba con sus tetas los genitales de Hermes creyendo que aquello le procuraba placer, pero la crucecita de oro que llevaba colgada en el cuello lastimaba la piel de aquel improvisado amante que fue capaz de darle la mejor noche de su vida.

Hermes volvió a casa
quince días después habiendo perdido cinco kilos, con la piel tostada por el sol, con un brillo especial en la mirada, con el espíritu del secreto triunfo en la sonrisa. 

                                                                               Johann R. Bach