26 sept 2015

"En mi cabeza, bajo esta enorme bóveda craneal, vive un hombrecillo idéntico a mí:


LA VOZ AUTORITARIA DE TÍO ARTURO

Pasados los años, me pregunto asombrada cómo ha sido posible que recuerde algunas palabras que no podía comprender entonces, en aquella infancia aquejada de tanta soledad, y que creía olvidar en cuanto eran pronunciadas. Algunas de las extrañas "teorías de Tío Arturo" contradecían de lleno todo lo que me habían explicado en casa o en el colegio o lo que oía en los cuentos de la radio. Pero él, a su manera las llenaba de contenido (quizá sea más adecuada la palabra magia en lugar de contenido). Gracias a su simple pronunciamiento, gracias a su voz autoritaria -que me obligaba a escucharle- y a sus gestos, sin perder de vista que sus palabras tenían, en sí mismas, algo perteneciente a otro mundo.

Sólo para que os hagáis una idea, anoto aquí, algo de lo que recuerdo de aquellas tardes rojas como el fuego observando cómo se derrumbaba el sol:

"En mi cabeza, bajo esta enorme bóveda craneal, vive un hombrecillo idéntico a mí: tiene mis mismos rasgos, se viste igual que yo y se calza también con botas militares. Lo que hace él -aseguraba con énfasis Tío Arturo- lo hago yo también. Cuando el come, yo como. Cuando él duerme y sueña, yo duermo y sueño exactamente los mismos sueños que él. Cuando él mueve la mano derecha, la muevo también yo. Porque él es mi titiritero.

Pero la bóveda celeste no es sino el cráneo de un niño gigante, que también es idéntico a mí: tiene los mismos rasgos, se viste igual con un uniforme caqui como el mío. Lo que hago yo lo hace él. Cuando yo como su hipotálamo le exhorta a comer. Si yo duermo y sueño, sus lóbulos temporales se activan para que sueñe. Para que él mueva la mano derecha, basta con que yo le ordene hacerlo con un estímulo de mi cerebro izquierdo. Porque yo soy su titiritero.

El mundo de mi entorno es el mismo para mí y para él. Y a mi titiritero y a mi marioneta nos envuelve el mundo del Ápex. El tapón de cerveza -parecía de repente que Tío Arturo iba a cambiar de tema- que ves ahí en el suelo existe también en este pequeño rincón del Universo de mi titiritero, y, aún mucho más pequeño en el de mi marioneta. Porque no somos otra cosa que fractales de un Universo que poco a poco se deja conocer.

Pero en mi titiritero existe otra marioneta que está en el interior de su cráneo y que es idéntica a mí, y en su interior otra más pequeñas y así hasta el infinito. Y mi marioneta maneja otra marioneta que escribe en la mesa de otra marioneta mucho más grande, en cuyo cráneo vive, y que escribe a su vez en la mesa de de otra marioneta, y así hasta el infinito. Su mundo es igual al nuestro.

Ni siquiera yo misma sé qué lugar de esta serie de Fibonacci ocupo yo. En el momento en que os cuento todo esto -decía Tío Arturo suspirando-, un rosario infinito de marionetas y titiriteros hablan en sus mundos a un infinito rosario de niños, utilizando las mismas palabras que yo utilizo.

                                                              Johann R. Bach

No sé si me amas... porque quieres ser la muñeca de alguien...


Blues para Emilia 

(fragmento de la novela "El Origen de un Claro de Luna)

Cariño,
al leer tu carta siento algo extraño en mi corazón. Es algo contagioso de lo que me tengo que proteger.

Es algo parecido
a eso de despertarse con la boca seca; algo que me obliga a ponerme la mano sobre mi pecho.

No sé si me amas porque me necesitas…
porque necesitas un médico especial, individual, irrepetible… aunque sea viejo, sin poros en la piel y con los labios adelgazados; o,

porque quieres ser la muñeca de alguien
para tener siempre tu dosis de analgésicos, de antidepresivos, tu dosis de seguridad.

Das la impresión
–perdóname si soy descortés contigo- que quieres ser la muñeca de alguien para aliviar la angustia de tu pecho
siempre que me puedas presentar como un trofeo.
No importa como yo sea, ni siquiera si no soy más que un espejismo. Sólo te importa ser la muñeca de alguien…

para tener siempre tu dosis
de opiáceos y anodinos.

Lo de tu dosis de sexo
carece de importancia porque para ti la sexualidad no es más que la dosis de sexo que tu creas que, en último extremo necesito.

Cuando recibí tu carta
fui a una gitana para que leyera los surcos de mi mano mi futuro, y me dijo:

"Pobre poeta, eres un alma maldita, sin suerte"

Y tú diciéndome
que quieres ser la muñeca de alguien, para tener siempre tu dosis de opiáceos y anodinos, es decir,

para que tengas siempre mi dosis de amor,
dosis de amor que calme en el amanecer tu mal humor y por las noches te muestre como una princesa que me ha tocado en la lotería de Google.

Decididamente la gitana tenía razón:
Soy un alma maldita, sin suerte. Perdóname por el mal que te hice al no decirte que yo no soy más que un espejismo con los labios más delgados que la piel del mar. 

                                                Letra original de Johann R. Bach

Solamente en una ocasión vi en persona a Tía Emilia y poco oí hablar sobre ella y quisiera no juzgarla, pero tengo entendido que se casó con Ricardo porque fumaba cigarros puros y aquello le daba un aire de adinerado. La cruel realidad fue, según oí decir a mi madre, que era vago hasta para follar.


25 sept 2015

Buenos días amigo. Vas muy bien peinado esta mañana.


LA HOSPITALIZACIÓN DE TÍA ALICIA

Buenos días amigo.

Vas muy bien peinado esta mañana.
Ayer no pude salir a la calle y no tengo otra cosa que ofrecerte que esas fresas que están sobre la mesa.

No me encontraba bien
y me acosté temprano y si no es mucho pedir quisiera que me escuchases un par de minutos.

Quiero contarte un sueño,
un sueño que me tortura, que se repite demasiado últimamente; un sueño que me come los costados de mi cerebro y baja y me quema el sexo.

Estábamos los dos de pie,
junto a un farol alto y brillante, era de noche y hacía frío. Él no podía ver lo que yo veía.

Un horripilante demonio,
el repugnante y tétrico demonio, que con sus ojos, pero muertos idos de este planeta, me miraba, encaramado en el farol de aluminio.

Bajó y se dirigió a mí.
tuve que huir, todo se oscureció, calle y cielo y corrí durante una fracción de tiempo que me pareció un par de horas.

De mi grito salió su nombre,
lo llamé un poco más tarde, de madrugada y fue su voz fría, la voz de un hombre primario y desconocido, que me insultó y no quiso verme.

En el sueño,
en el horrible paraje lo busqué desesperada, babeante, todo me era hostil, la gente amiga suya le protegía, y yo no quería hacerle daño.

Los árboles sangraban
y tenían ojos con lágrimas que saltaban en chorros sobre mí.

De rodillas le grité: ¡Leonardo, Leonardo, resucita!

Pero pensé que la muerte llamaba también a mi puerta.
Una hiena enorme me devoraba, era amarilla con sombras grises horribles. Desperté.

Recuerdo que ese sueño
lo tuve por primera vez después de mi último internamiento. Temo amigo mío, temo el alucinante ensueño desde las entrañas hasta el alma.

¿Sabes amigo mío?

Vas muy bien peinado esta mañana.
Ayer no pude salir a la calle y no tengo otra cosa que ofrecerte que esas fresas que están sobre la mesa.

                                                              Johann R. Bach

23 sept 2015

He buscado desesperadamente al Hombre,


UN SENCILLO FINAL PARA UNA NOVELA



Hola Clara amor

Ya sabes que por fin vivo con pasión el amor masculino. Es placentero sí, como me decías siempre, pero me ha resultado todo lo contrario de lo imaginado por mi mente durante tantos y tantos años.

No te extrañe que te diga que desde que estoy con Victor ya no puedo escribir siquiera una página sin pensar en él, me duelen las piernas y los glúteos de los esfuerzos musculares y las vértebras crujen y parecen desencajarse en cada uno de sus abrazos. Me duelen los dedos, los oídos de escuchar sus suspiros y la piel de la cara irritada a causa de sus besos.

Después de flotar en esta atmósfera placentera ya sólo me queda pensar en cosas trascendentes: ¿Qué habrá, qué existirá allá arriba en el núcleo del Ápex? ¡Me gusta creer en todo aquello que brota de mi imaginación! Creer que allí se abrirá una vida nueva, que nuestra vida actual es larvaria, un compás de espera. Que el yo, puesto que existe, debe encontrar una forma de asegurar su permanencia como el aire en un claro de luna. Que me convertiré en otra cosa infinitamente más compleja. De lo contrario es absurdo y no encuentro espacio para lo absurdo en el proyecto del mundo el mejor de todos los conocidos.

Miles de millones de galaxias, campos imperceptibles, en fin, este universo que rodea mi cabeza como un aura no podría existir si yo no tuviera que conocerlo en su totalidad, poseerlo, ser él. Esta noche acurrucada junto a este amor que sosiega mi alma como nunca, bajo el edredón, he tenido una especie de visión:

Acababa de nacer de un vientre alargado, sangriento, indeciblemente obsceno, que me había expulsado con un movimiento rotatorio. A una velocidad próxima a la de la luz, dejando atrás restos de lágrimas, linfa y sangre, me adentraba en la oscuridad próxima a un lugar cercano a uno de esos monstruosos agujeros negros. Y de repente, en el borde de la noche, se planta ante mí un inmenso Rostro de Luz, tan gigante que no cabía en mis sentimientos ni en mi entendimiento. Me dirigía hacia su enorme pecho y los rasgos de su severo rostro escapaban hacia arriba y se combaban en el límite de mi campo visual.

Poco después no veía más que la gran luz amarilla de su pecho; lo he atravesado rodando y, tras una travesía infinita a través de su carne de fuego, he salido por su espalda. Al mirar atrás, mientras ascendía volando, he visto aquella colosal imagen derrumbarse boca abajo hacia la derecha. Ha ido disminuyendo poco a poco hasta desaparecer, yo me encontraba de nuevo sola en aquella noche sin límites. Al cabo de un tiempo imposible de calcular, en el margen de mi campo visual se eleva otra imagen enorme, idéntica a la primera, pero de aspecto más femenino. La he atravesado también y he seguido adentrándome en el vacío.

Luego, tras una eternidad, ha aparecido otra imagen La Tercera. La hilera de imágenes, al mirar hacia atrás iba en aumento. Eran cientos, luego miles, se derrumbaban postrados a veces en decúbito prono (boca abajo), a veces en decúbito lateral, alternativamente a izquierda y a derecha como si fueran los dientes de una gigantesca cremallera de fuego. La verdad, Clara, aquello me extrañó, pero seguí dando pábulo a mi sueño y al abrir la cremallera en mi vuelo, he desvelado el pecho del Hombre verdadero.

Al darme la vuelta, carbonizada por su luz, me he elevado tan alto por encima de Él, que me ha sido concedido poder verlo en su integridad. ¡Qué hermoso era! Su torso peludo, como de toro, extraordinariamente erótico, con senos de mujer. Su rostro era joven, casi barbilampiño, coronado por la llamarada de una melena peinada en miles de trenzas y adornada con cientos de pequeños animales marinos; las carenas, anchas, cobijaban su poderoso miembro viril.

Todo él, de la cabeza a los pies, era sólo luz. Tenía los ojos entreabiertos -esos que en mis escritos los denomino "ojos de té"-, sonreía de forma extática y con un punto de tristeza y justo a la altura del corazón, bajo el precioso y femenino seno izquierdo, asomaba una herida terrible. Entre los dedos de la mano derecha sujetaba, con un gesto indeciblemente gracioso, una rosa roja. Flotaba así, tumbado, en un espacio que se esforzaba por abarcarlo, pero que parecía absorbido, abarcado por él...

 Me he despertado con mis labios chorreando saliva sobre el pecho de mi amor, con un sollozo seco, casi senil. Dime Clara: ¿Que puede hacer una mujer que ha dedicado la mitad de su vida a desentrañar el misterio de la enfermedad y el amor? ¿Tengo que asumir todo eso como un hándicap y tener el valor de reconocerlo?. De ninguna manera. Que en mí, la enfermedad y el amor iban de la mano lo he sabido desde el principio, pero con la astucia de un animal acosado -tú lo sabes bien mi amor- he ocultado mi juego, mi postura, mi apuesta a todas las miradas excepto a la tuya.

He buscado desesperadamente al Hombre, incluso valiéndome de tu ayuda, a pesar del hecho de que todo parecía indicar que él no existía. Lo cierto es que sí que existía. Pero hay un rincón del Ápex donde lo imposible es posible, se trata de la ficción como posibilidad. Allí, en el mundo del Ápex las leyes del cálculo de probabilidades pueden ser infringidas, allí puede aparecer un hombre más poderoso que el azar. ¿Se trata de un personaje de primera magnitud? Quizá sí.

Pero entonces yo también soy un personaje de igual rango y aquí no puedo evitar mostrarme exultante de alegría. Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo sea "leído". Y aunque una mujer jamás consiga besar a su amado, la vestal pintada en una urna griega sabe al menos que se la va a contemplar eternamente. Esa es mi apuesta y mi esperanza. Espero con toda mi alma ser el personaje de un relato y, aunque ya he pasado el ecuador de mi vida, no morir nunca porque, de hecho, no he vivido más que de tu admiración por mi alma y por mi cuerpo. Gracias Clara. Quizá no viva dentro de una historia importante, quizá sea sólo un personaje secundario pero, para una mujer que afronta su madurez teñida de tercera juventud, cualquier perspectiva es preferible a la de desaparecer para siempre.

Tuya siempre
Aurembiaix

Postdata: "Mi Hombre" está deseando conocerte.
                                                           
                                                                                    Johann R. Bach 

21 sept 2015

"Buscaré otro cuerpo para ocuparlo y seguir amándote"


LA CRISIS DE TÍA ALICIA

No sé de dónde Tía Alicia podía  sacar aquella fuerza sobrehumana que la obligaba a hacer cosas tan extrañas e incoherentes, pero cierto día al volver del hospital entró en casa y no pudo evitar una sensación de que todo lo que la rodeaba no hacía sino aprisionarla con sus invisibles hilos. Fue –según me contó a mí (aún una niña)- directamente al dormitorio. Allí se encontró imperturbable a Leonardo con sus cabellos rizados y revueltos, dormido, ajeno a todo, ajeno al mundo, medio envuelto en las sábanas. Sus labios inflamados estaban enrojecidos de tanto besar.

Una furia inhumana –me decía como lamentándose- se volvió a apoderar de mi mente, desencajé la puerta del espejo del armario y la dejé caer. Un crujido ahogado me hizo saber que el espejo se había hecho añicos al estamparse boca abajo sobre el suelo, del que había retirado desde hacía una semana la alfombra. Esta se encontraba enrollada a lo ancho en el sofá, sobre los cojines estampados de cretona y de seda anaranjada. Arrastré el piano, que por suerte tenía ruedas, hasta el centro de la habitación y apoyé en él la alfombra persa.

Me imagino cómo -según me decía ella- Tía Alicia con un esfuerzo terrible, pudo poner el sofá en pie y apoyarlo también sobre el piano reluciente y cómo se ajustó a la perfección entre los candelabros de bronce soldados a la tapa del piano. Se me hacía fácil pensar en qué se detuvo para recobrar el aliento y pasarse las manos llenas de polvo por la camiseta amarilla que cubría sus pechos.

Mientras me relataba aquella historia se dirigió a la ventana. La calle brillaba por el barro húmedo aún de la lluvia de la tarde bajo un pesado ocaso de otoño. En el jardín las largas colas de la parra que ya llegaban hasta la veranda, temblaban mecidas por las suaves ráfagas de viento. En la terraza dormitaba un gato atigrado de rayas naranjas y otras de un rojo oscuro.

"Dejé la ventana abierta –me decía continuando su relato- pero corrí los cortinones de damasco púrpura. En la habitación se hizo una penumbra rojiza. Un rayo de luz que se colaba entre las cortinas, se estrellaba contra la esquina brillante de la librería, justo donde estaba el pequeño crucifijo metálico, que lanzó bruscamente un destello blanco. Empecé a sacar los libros de la librería y a colocarlos, tras pensármelo un poco, alrededor del piano y del sofá.

Saqué del cajón de la mesita de noche un poemario en el que, de su puño y letra, estaba escrita una dedicatoria. La tengo grabada en mi corazón: "A Alicia, con amor, para que recuerde que, bajo el abigarrado rococó obsceno de nuestro mundo y de nuestra carne, nuestros huesos son góticos y nuestro espíritu también lo es. Leonardo, febrero de 196...". hojeé por encima las páginas llenas de quimeras. Coloqué aquel maravilloso libro en el suelo, junto a los otros. Me entraron unas ganas locas de reír y lo hice bien a gusto.

La tal librería no constaba más que de dos cuerpos de ochenta centímetros de ancho cada uno lacados en blanco, así que, sin libros, me fue fácil moverla hacia el centro de la estancia. Pero aquello me fatigó y tuve que tomarme un largo respiro después de desplazar cada mueble. Menos mal que no había demasiados en aquella habitación. La lámpara del techo me pareció que había elevado más arriba sus centelleantes lágrimas de cristal. Después de empujar y arrastrar la librería, agarré el sillón tapizado en satén de flores rojas sobre un fondo crema, lo puse patas arriba y lo dejé caer sobre el sofá, apoyándolo en el extremo ligeramente doblado de la alfombra. Luego abrí de par en par las portezuelas del "secretair", en las que estaba pintada una escena renacentista sobre la que decía AMOR OMNIA VINCIT (nada detiene al amor). Las saqué de las bisagras y las dejé caer al suelo sin cuidado alguno.

Dentro, en los estantes que olían a sándalo, había incontables botellitas policromadas, transparentes topacio o mates, talladas en cristal reluciente o modeladas en cristal soplado maleable. Los líquidos amarillentos o verdosos como el veneno ondeaban suavemente las velas en su interior. Tomé uno de ellos. Leí la caligrafía sofisticada: "Soir de Paris". Me puse en pie y agarrándolo como si fuera una granada, lo arrojé bruscamente contra el suelo. El gracioso perfume estalló en cientos de añicos y dejó una mancha húmeda con gotas que se escurrían por todas partes. Un sensual aroma inundó la habitación. Uno tras otro todos los frascos fueron corriendo la misma suerte. Leía sus nombres, Sensation, Magie noire, Capri, La Toja y luego los lanzaba furibundamente contra el suelo, cubriéndome los ojos con el brazo izquierdo para evitar las esquirlas.

Decidí conservar tres frasquitos de colonia y el medio litro de alcohol vínico, que había encontrado en uno de los compartimentos, y no los rompí sino que vacié en cambio su contenido sobre los muebles amontonados en medio de la estancia, murmurando:

"Vierte en la alfombra perfumes raros,
trae rosas para cubrirte con ellas".

Y volví a reír con ganas.
Me dirigí a la ventana y la cerré, dejando las cortinas echadas. En la habitación el olor se había vuelto más real que los objetos, en el aire se sentía un humo denso, casi visible. Allí seguí pisando los charquitos de perfume francés, a aplastar con la suela de los topolinos los tarros de crema y los tubos de maquillaje. Un aturdimiento voluptuoso impregnaba mi cuerpo ya fatigado. Habría querido -te lo aseguro- acostarme en cualquier rincón como en un paraíso artificial, pero sabía que tendría, si el rumbo de las cosas no se torciera, tiempo suficiente para dormir.

Tras subirme a un taburete, comencé a descolgar de la pared, uno a uno, los maravillosos platos de cerámica de Purullena y de Manises, con sus mundos de granadas y cobaltos. La Virgen María se adormecía sobre un tapiz púrpura, custodiada por querubines de alas y nimbos dorados. Cada uno de los platos, una vez retirado de la pared, dejaba tras él un círculo pálido, sobre el que se agitaban unas finas telarañas. La madera de los marcos de los cuadros, podrida, estaba surcada por miles de agujeros de carcoma. Quité primero la fila superior de platos que durante años habían sido escogidos entre miles en las cuevas-tienda de Purullena o Guadix, luego la segunda, en total unos quince.

Bajé del taburete y a punto estuve de caerme porque las piernas empezaban a negarse a obedecer mi voluntad. El aire se iba haciendo difícil de respirar. Aunque no te lo creas, reía a lo tonto, con unos lagrimones que brotaban de mis ojos irritados por el éter. Tras permanecer un rato con la espalda apoyada en la pared, empecé a colocar los cuadros entre los libros, alrededor de los muebles. Todo empezaba a adquirir el aspecto deseado.

Quedaba todavía el armario. Tambaleándome, hundí los brazos, hasta los hombros, entre las baldas y comencé a sacar grandes brazadas de ropa interior, de blusitas, camisetas, faldas escocesas y otras de telas más variadas, combinaciones brillantes y crujientes, chalequitos para ir de fiesta, cajas enteras con maquillaje y calcetines amarillos, a rayas, rojizos, algunos nuevecitos, otros ya desgastados, vaporosos vestidos de gasa, pañuelos negros con lentejuelas brillantes. Lo coloqué todo, aplastándolo con las manos, sobre la tapa del piano hasta que éste, entre los otros muebles más altos, cobró el aspecto de un nido atractivo, polícromo de una calidez deliciosa.

A continuación, del otro compartimento del armario saqué perchas enteras con vestidos de noche, algunos antiguos, con bordados minuciosos, gruesos como brocados, otros de seda ligera, luego unas cuantas prendas más y gorros de piel y tres tabardos largos y acolchados con capucha. En la parte inferior no te puedes hacer una idea de los incontables pares de zapatos, naturalmente los más caros: minúsculos, de piel brillante, algunos con pequeño adornos de metal. Renuncié a arrastrar también la cómoda, no habría sido capaz con aquella infinita somnolencia en los huesos.

Todo estaba listo -me dije. La habitación estaba recogida para ser pintada. Rompí a reír a carcajadas histéricas, arrastrándome por las paredes desnudas y asombrándome del eco de mi risa en la habitación desbastada. Apenas me tenía en pie. Cogí el vestido amarillo, el más pesado y arrugado y me lo puse. Me abroché con desidia los cordones del cuello y de los puños. La falda me llegaba hasta los tobillos. Me pasé las manos por los pechos, por las caderas, me acaricié, con la mirada perdida en el vacio, el cabello que me caía en rizos hasta los hombros.

Me dirigí a la gran estufa de terracota y saqué el bidón que había escondido detrás de antemano. Regué a conciencia aquel montón de muebles y trapos y después, volviendo la cabeza para no inhalar los vapores del líquido amarillo-marrón. "Esto es todo" -grité. "¡Todo, todo!". Me entraron ganas de devolver y de hecho vomité algo en una esquina de la habitación. pero mi lucidez hizo que me derrumbara llorando y como si estuviera abrazada a su pecho desnudo le pregunté en voz alta, casi gritando: ¿Qué más, amor, qué más?

Ya medio dormida me pareció oírle decir: "Buscaré otro cuerpo para ocuparlo y seguir amándote". ¿Cómo te reconoceré -le contesté ya en mi sueño- y si eso sucederá pronto? Sus últimas palabras resonaron en mi cerebro como una liberación: "No más de siete meses y me reconocerás por mi anillo de plata".

Después de ese relato comprendí -a pesar de mi corta edad- cómo por unas simples palabras resonando en su cerebro se libró de morir espantosamente abrasada; y, las continuas salidas de Tia Alicia a la calle mirando hacia todas partes y sus miradas, poco discretas por cierto, hacia las manos de todo hombre que se le acercara.

                                                           Johann R. Bach