7 sept 2018

Fragmento de la novela "Ojos de Esfinge, Ojos de Té"

CARTA DESDE ESTAMBUL

He vuelto a la nostalgia de Estambul.

Todo está en esta historia,
nuestra historia, aguijón del deseo y la ausencia, pared de lejanías, máquina del amor indecible.

Pasión imaginaria
que salta por encima de las olas del mar el obstáculo siempre fatal, mástil con velas de lejano gozo, blanco fácil para el olvido.

Toda una historia de pasión la nuestra,
es un tesoro oculto en la memoria.

No es imposible que sea falsa,
pero ¿no te he dedicado a ti, amor, el temblor de la voz?

Como obedeciendo a un programa genético
he vuelto a la nostalgia de Estambul…

Y ya lo ves,
la sed de ti no se me pasa ni en las vacaciones del invierno de Estambul: eres la única a quien puedo decir cómo el silencio de la memoria habla.

Después de tantos años,
aún pulsa la noche de ojos de hematita y deseo, lenta se retira, no visible, la sangre férrico-ferrosa del sexo…

Fuimos felices ¿no?
Puras nuestras manos…

Cuando conocí al que fue, por un tiempo, mi marido
el azul del cielo aún era tan hondo como la inmensidad que se oculta tras el horizonte; las hormigas se asombraban con el universo y el universo se asombraba con las hormigas;

el tiempo celeste era el tiempo de la infancia,
el dedo índice señalaba las cosas como para ahorrar palabras y las nubes eran el maquillaje del mar.

Era un tiempo
en el que la flor era aún piel espinosa y las noches tenían ojos de obsidiana; el viento era la mano invisible del aire y los besos tenían sabor a pera… y, un cuento era el socialismo.

Era un tiempo
en el que la geografía de mi cuerpo femenino era suave y dócil como los paisajes internos del sueño; la infinitud del tiempo tenía el tamaño del jardín…

un tiempo al pie de los años,
abierto con llave,

un tiempo de amores secretos.

                                                                  Johann R. Bach

Fragmento de la novela "Ojos de Esfinge, Ojos de Té"


EL OTOÑO FEMENINO


Cuando conocí a Pablito,
de toda su familia no había quedado sino una hermana veinte años mayor que él.

Aquella única hermana
había perdido el juicio cuando Pablito apenas si había alcanzado los diez años. Se imaginaba -y así se lo contaba a él- que la casa se había trasladado a un lugar cercano a Las Termópilas;

confundía la mitología,
la historia, y su vida privada, el pasado y el presente, el futuro no. Sólo su proyección de futuro tenía sentido: solía decir que su futuro estaba en el manicomio de Verdún.

Pablito era el pequeño
-pequeño es un decir porque según él se empezaba a envejecer a los veinticuatro años-, pero era el más pequeño de la familia y el único por cierto que sobrevivía como si su piel albergara, como una cáscara de almendra, un núcleo interno cargado de sodio; elemento químico que abunda en aquellas personas que parecen no envejecer: con voz atiplada, sin arrugas en la cara, con fuego en los ojos y una cierta sonrisa en los labios.

La Bego decía que Pablito
era una criatura maravillosa que veía en cada mujer tras su insinuante delantal, a una hechicera secreta en medio de la alquimia de las verduras, las carnes, las frutas, las espinas de pescado;

se las imaginaba
con sus enormes cucharas de madera profetizando por encima del vapor de las ollas, moldeando con el humo a una mujer delgada, sacrificada con pelo blanco en sienes hundidas

o barcos de tres palos
con gruesos cabos colgando.

Pablito debió con toda seguridad aprender,
desde muy joven, a leer en el movimiento de la nuez de los hombres sus sonidos emitidos en voz baja; y, oír por detrás de las puertas los secretos de la noche,

hasta caer en un sueño rojo
salpicado de chispas como soles lejanos en el que suena una música, a fin de cuentas, exquisita, angelical y organizada de los astros.

Con el paso de los años,
debió experimentar que no importa que el error no se borre; que basta el movimiento de la estrella un movimiento amable, perpetuo y pertinaz como un primero y último sentido

-ritmo; fuerza celestial y práctica a la vez
como la del antiguo telar y la del verso-

va y viene, va y viene,
la estrella se mueve entre los cipreses, lanzadera de oro en medio de largos hilos, ya ocultando, ya mostrando el error del mundo -diferente en cada cuerpo-, un error del destino…

Y, sin embargo, tempranamente,
aceptó la hermosura de las tardes del otoño femenino.