4 feb 2012

BLUES Y RON

BLUES Y RON

 

Una vez más, esta noche

atraída por el blues del Barrio

entras en el Bar Terra

por la puerta de la calle Asturias

con la duda de si es útil

 

refugiarte del frío siberiano.

 

Atrás has dejado,

al hombre con turbante oriental

que pasea perros por las calles

al abrigo del portal retranqueado

junto al bazar chino,

 

arropado con una manta y por los canes.

 

Tomas asiento en la única mesa libre

junto a la puerta aunque dotada de un foco.

Estás de suerte. Nadie te conoce,

puedes leer los Apuntes de Malte de Rilque,

y, aunque con rezongona fatiga,

 

la camarera te sirve una gran copa.

 

No te gusta el ardor del alcohol,

pero puede ser una buena excusa

para todos los que pisan el bar;

quieres pasar desapercibida. Antes

del primer trago miras a tu alrededor;

 

el ron no pregunta qué te ha sucedido,

 

ya que él no es aún polvo ni saliva

ni se mezcla con el agua de la lluvia.

Haces un esfuerzo y bebes el primer sorbo,

el ardor empieza invadiendo tus labios

luego las encías y la lengua;

 

junto al dios del momento suben los decibelios.

 

Empiezas a notar cómo el invierno bebe,

después de la lágrimas falsas

de los que están en la barra;

cómo se les encorva de cifosis la espalda;

saben dónde viven aquellas que les amaron,

 

pero escogen la barra de bar antes que el hogar

 

Escribes tus notas al pie de una página

del libro del gran poeta, el segundo sorbo

te produce ardor en la garganta, te dices

a ti misma: "no habrá un tercero". Permaneces

sentada con un deseo tan lascivo y sin salida

 

que hasta el paisaje mojado te excita.

                                          Elisa R. Bach

31 ene 2012

EL MISTERIOSO MONT SAINT-MICHEL EN FEBRERO (Cap. 14 de Barcelona nació con los granados)

Capítulo 14         Amor sin medida

 

·         Las ostras sientan mal (diarrea)

Carácter fuerte más bien masculino

LYCOPODIUM 200 CH

·         Carácter pasivo y amoroso (llora fácilmente)

PULSATILLA 200 CH

Carácter compasivo (patológico) (llora fácilmente)

CAUSTICUM 200 CH

·         Carácter emotivo y contradictorio (llora y rie histéricamente)

IGNATIA 200 CH

 

Tu amor sin medida no morirá.

 

Si ya no te queda nada

y el mundo te parece

que no es más que una mirada

y un tiempo vivido de alegría,

 

una tristeza que avanza

y un dolor que no se confiesa,

entonces piensa en mí

y en el amor que te tenía,

 

en cómo me abracé a tu sombra.

 

Si ya no te queda nada

y el largo invierno impone

una caída muy lenta de nieve

sobre los tejados y árboles,

 

cuando el cólquico aún florece,

pero los rosales no gozan,

entonces piensa en mí

y en el amor que me dabas,

 

en cómo el grito era tu regalo.

 

Si ya no te queda nada,

ni el mar ni las estrellas

que en una noche de San Juan

indicaron la ruta a los marineros,

 

quizás aún te queden tus ojos

tan llenos de maravillas

que no necesitarás los sueños

para revivir otra vez lo gozado

 

de un amor sin medida que no morirá.             Elisa R. Bach

 

En los últimos años Yvette y yo recorrimos toda la geografía normanda y bretona, tomando notas del paisaje y sus habitantes, aprendimos a cocinar como auténticas bretonas y sus costumbres se nos pegaron a la piel, aunque su lengua no llegó a calar en nuestras alforjas.

 

Al final del estuario que va desde Dinan al mar se encuentra la presa que va desde Dinard a Saint Malo. Desde las almenas de Saint Malo se ve como las velas pasean sobre la piel de la presa. Ese es un lugar donde se puede avanzar lentamente con un velero, sin mar y sin cielo azul. Es un paisaje que lo puedes sumar a tu pecho.

 

Fueron los marineros de Saint Malo los que dieron el nombre a las Islas Malvinas (Îles Malouines) y que los ingleses las llaman Falkland. Se trata de una presa que se llena con la pleamar y se aprovecha el desnivel originado cuando el mar se retira para abrir compuertas y fabricar energía eléctrica. La marea también se emplea para hacer funcionar algunos molinos de agua antiguos lo que demuestra que trigos y mares siempre han ido de la mano.

 

Cada vez me sentía más a gusto en esa parte de la Francia rural y marítima. A menudo, al mirar por la ventana, entraba en un sueño. Las cosas, las escasas personas que pasaban por la calle y la luz ante mis ojos tomaban la maravillosa forma del sueño. Se cubrían de una niebla dorada y triste. Me gustaba, en esos momentos, volver la cabeza y ver que Yvette leía o dibujaba en su rincón preferido. Así me convencía que soñaba despierta y que no había diferencia entre lo que soñaba y lo que sentía.

 

Aquel silencio me rodeaba, me daba la sensación de estar deliciosamente presa de aquel contraluz y del viento que venían de un abismo desconocido.  ¿Querría alguien cubrir con una boca desesperada, con unos ojos vacíos el portal que da a la vigilia? ¿Querría, quién sabe quién, si yo se lo pido tiernamente, degollar el día? A medida que pasaban los días,

sentía en mi pecho cada vez más fuerte la necesidad de expresar todo aquello que me pasaba por la cabeza. Yvette me exhortaba a escribir, pero mis pensamientos se negaban a depositarse sobre un papel en forma de palabras.

 

Mi nivel de francés había alcanzado cotas muy altas, entraban los libros a través de mis ojos como agua fresca, los conceptos nuevos se grababan en mi mente como ideas abstractas y a su vez producían pensamientos que me asombraban a mí misma, pero todas aquellas informaciones no hacían de mi francés una lengua fluida: seguía traduciendo desde mi propia estructura gramatical y no como en una traducción simultánea. Yvette no tardó en darme la clave: Escribe –me dijo- en tu propia lengua.

 

Comencé a escribir un libro como el que construye un juguete, advirtiendo a imaginarios lectores que no leyeran todo aquello que yo ponía sobre un papel como memoria o nostalgia ante la infancia perdida. No es que reniegue de ella porque es lo que soy, pero ya no existe, va con mi alma en forma de esfuerzo o cómo un velero encantado. El mareo-delirio que me producía su doble rostro me obligaba, sin posibilidad de evasión, a contar historias, en mí vivas, observadas mientras miraba a través del cristal.

 

Empecé a mirar todo de otra forma. Sabía –me imponía el deber- que luego iba a escribir todo aquello que pasaba por el filtro de los sentidos y me hice con un cuaderno de notas donde además recogía mis impresiones. La primera historia que plasmé en el cuaderno fue la visión que me dio el Mont Saint Michel. Fue en febrero cuando las mareas allí son descomunales: el mar llega a retirarse hasta ocho kilómetros durante la marea baja y es capaz de subir hasta diez metros sobre la muralla de lo que fue una prisión en la pleamar. En total veintitrés metros de diferencia entre las dos mareas.

 

Con la marea baja quedaban al descubierto pequeñas lagunas sobre la arena en la que quedaban atrapadas miles de criaturas marinas que los turistas de fin de semana denominaban "fruits de mer". Aquel marisco pasaba directamente a las ollas en las que después de ser cocidas al vapor hacia las delicias de aquellos que, ávidos de la sal de la vida, devoraban sin límites todo lo que se moviera en aquellas charcas.

 

Yvette y yo paseamos sobre aquella fina arena, no lejos de la muralla, junto al rio Saint Michel que separa administrativamente Normandía de Bretaña. La marea había hecho retroceder el mar hasta el punto de perder de vista las olas. Un funcionario iba colocando unos carteles en los que se advertía que no se podía aparcar vehículos en aquellas playas porque se esperaba que la gran marea volviera a subir violentamente.

Leyendo aquellos carteles tuve la visión de que un hombre, mariscador aficionado, se había adentrado con exceso en una de esas lagunas y en su ambición por capturar las apreciadas "arañas de mar" y diminutas "crevettes" no se apercibía que poco a poco se iba hundiendo en la fina arena y cuando quiso retroceder aquella ciénaga ya se había apoderado de su capacidad de movimientos. Estaba atrapado. Angustiado el hombre empezó a pedir auxilio, pero las pocas personas que le podían haber prestado su ayuda corrían a ponerse a salvo: La marea estaba subiendo como un caballo al galope y el estruendo del mar rozando la arena aturdía todos los sentidos. Fue esa una visión espantosa de cómo se puede borrar de la faz de la tierra la vida de un hombre.

 

Subiendo por la única calle de Saint Michel, Yvette y yo nos deteníamos en cada tienda mirando cientos de postales y tocando ávidamente las cazuelas de cobre pulido y barnizado. Entramos en un restaurante abarrotado de turistas como nosotras y pedimos, como una excentricidad, un bisteck de caballo a la crema y nos bebimos entre las dos una botella de Côtes du Rhon. Con el tinto subido a la cabeza fuimos a nuestra habitación en el pequeño hotel de La Blanche. La tarde ya había entrado en una oscuridad en la que el ruido de las olas convertía el Mont Saint Michel en una fantasmagórica abadía que invitaba a no salir de la cama hasta el día siguiente.

 

Por la mañana, estando aún oscuro y encapotado el cielo llamé a Yvette a que mirara, junto a mí, por la ventana. Mira mi amor -le decía- no sé si ves lo mismo que yo. Mira ese gran pez oculto del Mar Normando, ha sido arrastrado por la marea y revolcado un centenar de veces por la arena. De nada le va a servir su espada; ya no podrá cortar las alas de los peces voladores. Mis ojos están ciegos –me contestó Yvette- y no veo nada, pero te oigo perfectamente y puedo ver a través de los tuyos todo lo que me cuentas, sentirlo como tú y tiritar de frío junto a ti. Al bajar a desayunar nos dijeron que la marea había arrastrado hasta la playa un pez espada.

 

Azules, verdes, ocres, rojas puertas y ventanas alegran la Rue du Port que va resbalando hacia el puerto en Cancale con casas cuya primera planta está elevada sobre su rasante de forma que algunos de sus escalones invaden la acera. Son escaleras de huellas estrechas y altas contrahuellas que dan acceso a viviendas temerosas de la pleamar. En Cancale bajamos al puerto y una señora ataviada con un gran gorro cilíndrico sobre su cabeza nos dio un cubo y unas botas altas de agua para que nosotras mismas escogiéramos las ostras que nos íbamos comer allí mismo añadiéndoles solamente limón.

 

Nos dimos un gran atracón de ostras recién cogidas. Por la tarde Yvette pagó cara su gula. Pilló una diarrea de órdago, en cambio a mí me sentaron de maravilla. Aquello me enseñó a que las mujeres con fuerte carácter masculino no pueden comer ostras, mientras que otras más "pasivas" como yo podemos comer cuantas queramos. Por la noche mi bajo vientre ardía; el deseo se me presentaba incontenible. Yvette estaba muy debilitada por la diarrea y sólo quería estar quieta. La abracé totalmente desnuda, le di todo el calor de mi alma y con su nalga entre mis piernas comprobé el efecto afrodisíaco de las ostras.

 

Yvette pasó, después de aquel atracón de ostras, dos días sin salir de casa y como en otras ocasiones me preguntó cosas de mi infancia que las tenía casi ocultas entre mis recuerdos como un libro lleno de polvo en un desván. Cualquier olor, cosa, palabra o color podía resucitar un episodio de mi infancia. En esos momentos Yvette llevaba puesto un jersey azul marino abrochado con botones sobre el hombro izquierdo. Era lo que los marineros de Normandía llaman "le vrai pull marin". La observé atentamente: sus grandes ojos completamente simétricos respecto al eje recto formado por su nariz me parecieron más hermosos que nunca y me recordaron la primera comunión de mi hermano.

 

En los tiempos de mi infancia los niños hacían la primera comunión vestidos de marinero, el primero de los tristes uniformes que deberían tener a lo largo de su vida. A los pocos años me llevaron durante unos cuantos sábados por la tarde a una cosa que le llamaban "catequesis". Allí nos explicaban la vida y milagros de un tal Jesucristo. Yo no entendía nada de nada, pero como tenía buena memoria, retenía con precisión las respuestas que debía de vomitar en cuanto me hicieran las preguntas correspondientes. A cada pregunta le correspondía una y sólo una respuesta como en una relación biunívoca matemática.

 

Como ejemplo de aquello, recuerdo que me preguntaban ¿Para qué vino Jesús al mundo? Mi respuesta debía ser automática: Para salvarnos. No entendía nada. La pregunta siguiente era, por si no había quedado claro el asunto: ¿Cómo nos salvó Jesús? La respuesta aún era más misteriosa. Yo debía contestar (y contestaba como la mejor pupila): Muriendo en la Cruz.

Aún lo entendía menos.

Cierto día Marta era la encargada de preguntarme todas la preguntas del catecismo para entrenarme a responder aquellas preguntas que se suponía que debíamos saber para poder llevar nuestro primer pomposo vestido blanco con cintas azules y zapatos de charol blancos con blancos calcetines. Le dije que no entendía nada de nada y me contestó que ella tampoco lo entendía. Sorprendida le dije que si no entendía ella aquellas preguntas cómo era posible que le dieran el cargo de ayudante de la catequista. Su respuesta fue más sorprendente que todo lo demás: porque ya tengo pelos en el sobaco. Yo reí porque Marta también reía, pero no entendía nada de nada.

 

A Yvette le gustaban aquellas historias de pueblos que, en aquella época, aún eran exóticos. Repuesta ya en parte planificamos un viaje a la Costa Brava con el fin de recorrer todos aquellos rincones que yo había vivido en mi infancia y en mi juventud. Preparando el viaje se la veía tan animada como cuando preparamos el de Armenia. A mí me halagaba saber que yo la hacía revivir continuamente y estaba contenta de haber descubierto lo placentero que es producir placer ajeno.