29 dic 2012
EL RECUERDO DE LOS SERES QUERIDOS de la novela "Barcelona nació con los Granados"
LA FLOR DE TODOS LOS COLORES (web www.homeo-psycho.de)
LA FLOR DE TODOS LOS COLORES
¿Hace mucho mi amor, que no te digo
que eres la flor que suma todos los colores sobre mis ojos?
Desde las márgenes
de la luz de las estrellas -del negro al blanco- el marfil que araña la carne, ruedas –tú, mi compañera- por un manto de porosidades;
el crudo garfio antepuesto al sentir,
despreciado y brillante, como un ojo malherido y tendido en un puente de estertor, distinto a una pizca de grafito,
el marfil, el hálito blanco de tu carne,
acompaña al dardo solar, lengua de luz huidiza hacia las letras claras de mi vacío.
Como un recuerdo seco,
seco y lleno de los despojos fríos de la luna, en lo cotidiano de la necesidad tu nombre cede al ser, y
eres -mi amor- la piedra ardiente,
la cosmogonía de la llama, el balbuceo del origen, pulsión y anulación, la flor que suma todos los colores sobre mis ojos, la palabra que no tiene sílabas, la liturgia profunda de la carne más gustosa.
28 dic 2012
TORTICULIS. De la novela "La Chica de Kiefholzstrasse" (video cap 33 en la web www.homeo-psycho.de)
del fondo de tu alma toman la forma de un sueño"… (Sócrates)
ORACIÓN DE ARREPENTIMIENTO. Del libro "Poemas para el crepúsculo" (www.homeo-psycho.de)
ARREPENTIMIENTO
¡Oh noche!
Escalofrío que te deslizas sobre mi piel
como sangre la herida fresca y bajas corriendo su huella oscura, te extiendes en aquellas horas en que los campos se tintan de sombras,
momentos en que preparas la floración,
con tu escarcha, de las rosas de todos los jardines, escucha esta súplica;
acoge las soledades hechas de años
y de derrotas y ayúdame a expulsar las culpas de mi alma, a sobrevivir, precisamente cuando los sueños caen.
¡Oh noche!
A menudo me parece oírte decir:
¿Acaso no eras esa? ¡Ay, cómo te olvidabas de mí! ¿Era ésa tu imagen? ¿No eran acaso tu pregunta, tu palabra, tu luz celestial, cosas que con tanto orgullo poseías?
Estaba ebria de gozos:
mi palabra, mi luz celestial, antaño poseída, está ahora destruida, desperdiciada; y a quien le haya ocurrido como a mí, tiene que olvidarse de sí y mostrarse humildemente ante ti como lo hago yo, porque ya ni toca las viejas horas.
26 dic 2012
LAS TARDES DE UN ALFEREZ. PRÓLOGO
de Mallorca y en menor medida la de Menorca desde el primer momento en que supe que me habían destinado a la zona militar de las Islas.
Se abría ante mí un paréntesis
-el servicio militar- que no iba a hacer desaparecer de mi vida ese secreto que llevamos todos sobre nuestras espaldas y que lo vivimos tomándonos todo como una apariencia; y que las fuentes poco a poco se van perdiendo en el paisaje.
Mi frente acusaba con alguna sombra
el cansancio del final de carrera donde en el sprint final perdí la cola de mis cejas y parte de mi entusiasmo por la vida. Me sentía antiguo y un simple encefalograma hubiera demostrado que mi cerebro estaba arrugado e ilegible.
¡Qué pergamino sucio y viejo era mi piel!
El último campamento en Castillejos al que me sometí para conseguir la estrella de Alférez me había quemado la cara y los brazos y mis mucosas tomaron la senda de la deshidratación del paisaje.
Una pasión insana, insatisfecha,
de algún modo no colmada, como el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, me proyectaba e inquietaba a la busca de lo ignorado y del pezón que nos sustenta. Sentía en definitiva que la falta de libertad no desautorizaba el paisaje.
Iba a entrar en un mundo –horrible-
exclusivo de hombres cuando mis ojos deseaban ver, una por una, todas las hembras de todas las playas.
El deseo de estar junto a la alegría
Poema VIAJE HACIA MIKONOS
Mikonos
VIAJE HACIA MIKONOS
Sabes bien
que no has decepcionado del todo a aquella joven que fuiste:
muchos de sus sueños,
inquietudes, aspiraciones se convirtieron en excrementos para estercolar, pero del impulso inicial aún te quedan fuerzas.
De no ser así, no hubieras sobrevivido:
el aroma que vas dejando a tu paso
es aún fresco como el de una rosa y sigues transformando el mundo con ciertos hechos cotidianos como saludar con la sonrisa y amar con la mirada.
Tus sueños son como las jarcias
y las crines de los grifos1 dorados que se oyen lejanos en la oscuridad, al estar sola, entre remos y fanales… mientras flotas en el viento del puerto dispuesta a embarcar y partir para Mikonos.
Muchas veces esa triste nave de tus sueños
partió sin ti, con su espectacular monotonía; con sus bronces y sus juegos de agua llenos de música:
el brillante clamor
de un ritual de gracias escondidas y una sabiduría tan vieja como el mundo.
También alguna vez, hiciste el viaje
intentando convencerte a ti misma de que eras dichosa y te repetías a cada golpe de remo:
aquí termina el reino de mi cuerpo.
Y no lo hacías sin guardar rencor
sino con un deseo inhábil que no colman las acrobacias de la voluntad,
y cierta ingratitud no muy profunda.
Tenías demasiados críticos
acercándose a tu piel como si fueran trampolines. Demasiados cayendo de nuevo a la piscina de sí mismos.
Johann R. Bach
(1) Grifo: animal fabuloso, mezcla de león y águila
LA DESPEDIDA DE BARCELONA
Barcelona: Passeig del Born
Me tenía que presentar a fecha fija
en la calle Comercio (hoy Carrer del Comerç) en el popular barrio barcelonés del Born, sin más bagaje que la ropa puesta. Allí me entregaron un billete para embarcarme aquella misma noche y
una especie de salvo-conducto
en el que se exhortaba a las autoridades y funcionarios de todo tipo a facilitarme todo aquello que me fuera necesario para el desempeño de mi oficio;
un petate con dos trajes completos
dos gorras de plato los cordones y la estrella de mi rango, un mono blanco de faena, tres camisas caquis de algodón puro, dos camisetas blancas y una azul, tres pares de calcetines,
dos pares de botines,
unas zapatillas de deporte, tres calzoncillos, un pantalón de deporte y un bañador; un cinturón de "paseo" y otro de "combate" con cartuchera para pistola incluida; y, una especie de gabardina denominada tres cuartos.
Cuando salí de la oficina militar de farmacia
de la calle Comercio no sabía cómo emplear las horas que me quedaban de aquella larga tarde. Fui caminando hasta el portal del inmueble donde tenía el estudio.
Me dio pereza subir
hasta aquella buhardilla con el petate a cuestas y por otro lado ya me había despedido de Remei la compañera con la que compartí comedor, cocina y gastos generales aquel último curso en la facultad.
Así que seguí caminando
hacia la catedral, me metí en una librería y compré los libros "Temas Militares" y el "Anti Dühring ambos de F. Engels, los añadí a aquella pequeña biblioteca improvisada en el fondo del petate junto al repertorio de Kent y la materia médica de Vannier.
Bajé hasta la Plaça Sant Jaume,
me comí dos bocadillos de Frankfurt de aquellos que se hacían con los panecillos llonguets y mostaza recién llegada de Dijon, caminé por la calle Ferrán abajo hasta llegar a Les Rambles y luego hasta alcanzar el puerto.
Por suerte, abriéndome paso
entre la muchedumbre pude subir a bordo del "Ciudad de Mahón" un barco de la Transmediterránea a pesar de que aún faltaban varias horas para zarpar.
Poco a poco iban llegando reclutas
que acompañados de sus familiares se resistían a subir a bordo hasta el último momento. A mí nadie me despidió en los muelles. Sentía con fuerza el sentimiento de que yo no pertenecía al rebaño.
Estuve en cubierta observando
los movimientos de toda aquella gente que esperaban, no sé por qué razón, que les autorizaran a subir por la pasarela. Finalmente desistí de mirar aquel gentío porque me estaba mareando.
Busqué un sofá
donde poderme acomodar y olvidar el lento paso del tiempo: hasta el amanecer no veríamos la isla de Mallorca; hasta un par de horas más tarde, después de doblar el recodo de la Bahía de Palma no alcanzaríamos el puerto; después vendrían las maniobras para atracar.
No pegué ojo en toda la noche.
Varios grupos de reclutas hablaban y hablaban a voces y a veces con estridentes risas amagaban entre abundantes tragos de alcohol, su ansiedad que quizá no fuese muy diferente de la mía. Pero entre la suya y la mía se levantaba como un muro la imposibilidad de exteriorizarla.
Intenté leer algo,
Pero el movimiento del barco me mareaba y de vez en cuando me vi obligado a salir a cubierta a aspirar la brisa húmeda que llenaba mis labios, ya bastante secos, de agua salada.
Me consolaba saber que el Ciudad de Mahón
navegaba en la misma dirección de nuestro mundo: hacia el sol. Eso acortaría algo la puesta en escena del decorado marítimo. Así la Isla de Mallorca no tardó en aparecer en el horizonte aunque el rodearla para entrar en la Bahía se me hizo más largo que la propia travesía.
Para sorpresa mía
un capitán de Ingenieros me estaba esperando con su coche particular en el muelle de arribada. Era un hombre algo corpulento, alto y con unos ojos enormes, no saltones, en medio de una cara de luna.
Se esforzó por ser amable
a pesar de que me anunció que era Juez militar no togado (sin carrera de derecho) y licenciado en ciencias matemáticas por lo que tenía el rango de capitán de Estado Mayor.
Me llevó directamente
a la sala de curas del cuartel donde me dio las llaves de una taquilla metálica donde podría guardar mis cosas. Siento que te tengas que incorporar a tu trabajo –me dijo- tan bruscamente, pero tenemos que vacunar a tres mil reclutas en una semana.
Pasé toda la tarde
abriendo cajas de inyectables y agujas hipodérmicas. Me presentaron a Cavallos, también alférez médico, valenciano y a los ayudantes (los que tenían que poner las inyecciones). Le pregunté discretamente al capitán Garcés qué tipo de formación tenían aquellos ayudantes.
Una tremenda carcajada estalló
llenando la sala de curas de una onda expansiva que hizo tintinear algunas jeringuillas. Eran todos albañiles excepto Ferrán, un cuidador de cerdos de una famosa granja de Vic.
Cavallos y yo simpatizamos
desde el primer momento. Había estudiado medicina en Valencia, pero los dos últimos años los cursó en Zaragoza para evitar las represalias de las autoridades académicas. Consiguió que se olvidaran de él y llegó a obtener la graduación de alférez médico.
Era alto, corpulento
y su figura crecía usando unas gafas de pasta bastante gruesas que combinaban perfectamente con un exuberante bigote. Era una persona que leía mucho y estaba bastante al corriente de los acontecimientos políticos.
No era comunista,
pero simpatizaba con la pléyade de grupúsculos revolucionarios que en aquellos tiempos recorrían las universidades. Le fascinaba el lenguaje agresivo y las llamadas de aquellos grupos a la lucha armada.
Desde el primer momento
comprendí que aquella actitud no era más que una forma de evitar el acoso del Partido para que militara en sus filas.
Yo estaba vacunado
contra esa enfermedad descrita en una sola línea por Lenin: "El izquierdismo es la enfermedad infantil del comunismo". Por otro lado conocí a varios estudiantes de Ciencias Físicas pertenecientes a FUDE (Federación Universitaria Democrática de Estudiantes), todos ellos de tendencias Trotskistas.
Cuando se les preguntaba
por qué estudiaban físicas respondían que se estaban preparando para recibir a los extraterrestres. Eran simpáticos, pero como políticos, evidentemente, no tenían futuro. Y es que los trotskistas de la época no surgían de escisiones de organizaciones obreras o estudiantiles sino de la descomposición de los jesuitas.
Yo no destaqué demasiado
en las luchas estudiantiles, pero gané una cierta reputación al participar en el derribo de las puertas de la facultad y en la expulsión simbólica del catedrático Taure.
Con un poste de teléfonos
como ariete y cantando "La Internacional" una masa de estudiantes tomamos en volandas a aquel corrupto profesor de anatomía propietario de una librería en la que comprábamos "voluntariamente" sus apuntes.
Desde aquel día
los militantes del PSUC me consideraron como uno de los suyos, pero nunca estuve adscrito a ninguna disciplina de partido. Me invitaban a participar en sus foros y como otros muchos miles de estudiantes me convertí en un opositor político al Régimen…
Sorprendentemente Ferrán me demostró
durante aquella semana que era el "enfermero" más hábil de todos cuantos yo he conocido, poniendo inyecciones.
Tres pares de enfermeros
apostados en los flancos de una columna de reclutas se encargaban de limpiar con un algodón impregnado de yodo una pequeña región de ambos brazos, cerca de los hombros, y, en la espalda.
Otros tres pares de enfermeros
colocaban en las zonas señaladas las agujas de forma que cada recluta podía ver al compañero que le antecedía con una aguja clavada bajo la paletilla. Muchos de ellos se mareaban al ver las agujas clavadas en la espalda de los demás mientras esperaban a que otro equipo de seis pares les embragaran las jeringuillas cargadas con las vacunas.
Para evitar que al desmayarse
cayeran en redondo otro equipo de ocho ayudantes (no enfermeros) los vigilaba y cuando a alguien se le amarilleaba el rostro de forma hipocrática lo sujetaban y los extendían en el suelo hasta que se recuperaba.
Cada recluta llevaba colgada al cuello
una ficha con su nombre y grado cultural (Bachillerato, estudios primarios, universitario, etc.). Se escogían a unos cuantos entre los de mayor nivel de instrucción y se les enseñaba a tomar una gota de sangre para cada una de las fichas de aglutininas de cada individuo al objeto de saber su grupo sanguíneo.
Muchos de aquellos "vacunados"
pasaban las primeras noches con intensos procesos febriles y por la mañana se presentaban en el barracón que servía de sala de curas con los labios llenos de pupas y con fiebre alta. Sus ojos enrojecidos daban la sensación que no resistirían aquella situación.
Se les administraban
las famosas "pastillas blancas" que no eran otra cosa que sulfamidas (potentes antiinflamatorios que no tardaron en ser denostados y reemplazados por los antibióticos).
Las amigdalitis eran como una plaga,
pero mediante "toques" con un algodón empapado con una dilución de pastillas blancas la inflamación y el pus desaparecían durante meses.
Recuerdo que el miércoles
de aquella semana medio en broma, medio en serio, apartaron de la columna que se estaba vacunando a un recluta con intenso sudor en la frente y que al parecer estaba punto de padecer un colapso. Le dimos a beber un vaso de agua en el que se había diluido una gota de vinagre y se le abanicó hasta que se recuperó.
El capitán Garcés me dijo al oído
que se trataba de Pere Gimferrer poeta y prosista. No tuve ocasión de volverlo a ver. Su reemplazo fue el primero en cumplir sólo trece meses de servicio en lugar de los quince establecidos en aquella época
En los días siguientes,
debido al inicio de la instrucción militar, tuve que atender a cientos de aprendices de soldado a causa de la enormes llagas originadas por unas botas durísimas. Se les rebajaba de servicio y se les conminaba a usar las zapatillas de deporte durante unos días.
De todos esos aspectos
se encargaba el Sargento Watusi, apodado así por su gran estatura y delgadez. Era prácticamente analfabeto pero era metódico y ciertamente serio. Disfrutaba viendo a los reclutas pelearse por una taza de chocolate a las siete de la mañana. Ese era su deporte.
Todo aquel intenso trabajo
me hizo olvidar dónde estaba y despreocuparme de mis propios pensamientos durante un mes. A partir del cual en el cuartel entré en una especie de monotonía. Visitaba a algún que otro soldado con desarreglos intestinales o gripe.
A las doce del mediodía
ya había acabado mi jornada y el resto del día podía irme del cuartel y de esa forma ahorrarse (el cuartel) el dinero de mi comida. Tuve la oportunidad de ocupar una habitación en la Residencia de Oficiales.
El Capellán castrense
aspirante a ascender a Comandante, tenía allí su dormitorio y me acompañó a ver aquel "paraíso de la oficialía" y quiso convencerme de que era la mejor opción (por barato) para residir en la isla.
Evidentemente rechacé vivir
en aquel amasijo de hierros y mármol impregnado de un extraño tufo de tabaco y alcohol; sin ninguna mujer de la limpieza o de cocina. La ausencia del alma femenina (sin jarrones con flores o plantas) daba a todo el edificio la sensación de un inmenso y frío mausoleo.
Todo el servicio