No son, precisamente, ángeles lo que falta;
están en todas partes y son multitud. Los hay que penden en racimo en los taludes de las autopistas y
al anochecer,
en los linderos de los bosques sagrados se pueden ver los centelleos de sus ojos acorralados a través del tupido follaje de plátanos y tilos.
El calor de los pueblos
que acogen en sus calles a antiguos cantantes de blues y bailarinas de swing descongela el barro de sus jardines,
dibuja poco a poco
con las huellas de los peatones la espina dorsal del antiguo centro urbano cargado de luces de neón.
A vista de pájaro,
podríamos observar, la amplitud ondulante de suelo en pendiente, blanqueada por la luz al reflejarse en las alas de los arcángeles en punta como si fueran pequeños charcos helados.
Esas criaturas han volado durante siglos
hacia estas latitudes suaves subtrópicas. Vinieron con la ilusión de poblar bosques vírgenes,
bosques en fuga bajo el viento
y hallaron bosques acosados por todas partes de resplandores de luces de colores y música de jazz,
de muros de hormigón
y ladrillos cocidos al sol
y, por un cielo vacío que ya no se sostiene
plagado de brasas de azul que se apagan, últimos resplandores del espacio, arcoíris de un caprichoso desdoblamiento de la luz
aves de eterna mañana.
Música de saxofones perdidos
entre los aires urbanos, clarividentes cuya razón de ser es demasiado antigua,
notas graves de contrabajo
como aves gigantes que golpean los finos cristales de las ventanas de los mundos cálidos de los habitáculos que cobijan al alcohol, al tabaco, al café y al sexo;
y, renegantes de dioses y ángeles,
quieren vivir.
La tierra les hincha el corazón
y borbolla tormentas en su estómago y en sus arterias.
Muy lejos de los cascos urbanos
el lamento de la trompa llama al fondo del bosque de estrellas y los ángeles refugiados en él no oyen nada más.
Sus alas se arrancan
con ruido de truenos sin ritmo ni contrapunto y, plantados sobre la tierra, por primera vez están borrachos no de alcohol, sino de vértigo.
Borrachos, pero aún bellos.
Borrachos sí, pero bellos como el día.
Nada de Auriga,
de llama recta sobre el carro, nada de esmalte, nada de Victoria de Samotracia.
Sólo la belleza envolvente de la luz:
ácido virgen
arrancador de orín y sombra. Belleza carnicera, artesana sobre carne y hueso, reveladora de entrañas;
y la materia rinde el alma
como el romero y la lavanda aportan olor al atardecer cuando el frescor labra los jardines.
Es la belleza que guardan,
a pesar de la desesperanza, miles de criaturas que fueron seducidas como ratas arrastradas por el Flautista de Hamelin;
belleza amplia que ilumina
el universo de una aurora más abierta, más chispeante de clústers paquetitos de luz convertidos en música euforizante de swing
juego de cintura para deslizarse
en la jungla de los malos presagios en pleno día, ardid para golpear a la propia luz,
por detrás ¡de un brinco!
El ritmo quema la grasa,
en lámparas hechas con las palmas de sus manos. Y es que una plaza sin música ni color es
insoportable como un lecho vacío.
Johann R. Bach