20 oct 2012

TARDES DE PRIMAVERA. Original de Elisa R. Bach www.homeo-psycho.de

         TARDES DE PRIMAVERA


¿Te acuerdas de aquellas tardes

a mediados de mayo de 198…? Cerezas rojas robadas como todos los años, olas furtivas de la playa de Cadaqués, el ardor de un domingo por la noche el día que tu madre aún respiraba belleza.


La poesía, los recuerdos sucios y los limpios,

el aburrimiento, el último ron quemado, hablando de Wagner o lanzando sarcasmos, creaban un momento ya conflictivo y literario.

Pero al hacerse de día ya querías más:


Era tarde. La luz invadía las paredes blancas como tu piel y la sonrisa y el enamoramiento en tus ojos brillantes te sorprendía como al día: con el adorno de una angustia rosada en la voz y en las mejillas. Te hacían más poeta.



Era como interpretar un nocturno

bajo los focos de 100 corazones llenos de literatura. Muchas mañanas, la romántica luz de esos encuentros retiraba las sombras de un escenario barrido por la brisa, las flores de los cerezos ya habían dado paso al soñado fruto rojo y, ya los pacientes pájaros podían picotear a placer las cerezas.



Bajo el cielo indeciso, purificado,

el gesto se recuperaba: cierta insistente caricia, una palabra, el olor de los árboles bañados por la brisa marina, los trozos de versos
removiéndose en tu cabeza como cerezas infantiles colgadas en las orejas dudando para escoger la forma de salir a respirar.



El resto era previsible como los sueños:

amantes, surrealismo, versos libres y el duro trabajo de ir elaborando la promesa inconsistente de rendirte, buscar la pureza de la rebelde buena, el dulce calor arterial de ser traviesa y diferente.


                                                                                        Elisa R. Bach
                                                                               www.homeo-psycho.de

LA SOLEDAD DE LA ZARINA

                         La soledad de la Zarina

 

Corrían los tiempos en que el ferrocarril

prometía milagros y los astros se conjuraban contra esa soberbia humana que no ceja en su empeño: escalar en el aire para derribar la luna y bombardear a los humildes con excrementos.

 

De origen alemán fuiste escogida,

enviada, según un oráculo de inmensos beneficios para tu familia, a los misteriosos palacios rusos con una única misión: dar un heredero al Gran Zar de las Rusias.

 

La ansiedad y el nerviosismo

jugaban una partida con dados trucados: una cierta incapacidad para retener el semen en tu interior y los fuertes espasmos uterinos malograban tus esperanzas de ser madre. Sólo tu tozudez germánica  acabó dándote un momentáneo triunfo.

 

En una loca noche de luna llena

las concubinas te habían rociado la espalda con romero y lavanda traídos desde Crimea; y, tu lengua con café mezclado con vodka. Aun así tuvieron que asistir en su penetración al Gran Zar de las Rusias con tintura de cantárida.

 

Durante tres días soñaste

que te habías quedado en cinta, que la alegría asomaba a tus ojos, levantando tus párpados y tus labios y una sensación de tranquilidad se estableció en tu plexo solar.

 

El calor en tus hombros

te obligaba a apagar la luz de gas de la cabecera de tu cama, abandonaste las cenas opíparas y desapareció la necesidad de tomar bicarbonato; y, tus sueños fueron por primera vez los de una reina.

 

El maleficio

se convirtió en un beneficio: el embarazo. Aunque ello significó el principio de tus males. Apartaron a la criatura de tus manos, impidieron al entregarlo a las nodrizas la impronta de tu amor de madre y el chico creció débil y delicado la carne le producía vómitos y diarreas:

 

la herencia y la alimentación vegetariana

lo llevó a una hemofilia de mal presagio. El Gran Zar rodeado de abrumadores problemas de Estado y acuciado por la guerra se refugiaba en masajes de vapor, hacia oídos sordos a las llamadas de amor de una princesa aún enamorada.

 

Tus nervios se fueron transformando

ora en histeria, ora en melancolía. Cada vez con más frecuencia los ataques de soledad se sucedían hasta el punto de pedir ayuda a aquel mugriento barbudo que lanzaba su aliento sobre tu boca mientras con dos dedos introducidos en tus entrañas te llamaba una y otra vez a romper el cielo.

 

Poco a poco fuiste

perdiendo generosidad. Ya sólo buscabas placer y soledad como una extraña simbiosis.

                                                                                          Elisa R. Bach
                                                                                  www.homeo-psycho.de

19 oct 2012

EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA

                    Treptower Park
 
LA CHICA DE KIEFHOLZSTRASSE
 

Capítulo 1

 

             El despertar de la conciencia:

             ALUMINA C15

             La pérdida de un ser querido:

             IGNATIA C30

 

Me desperté sudando a medianoche;

mi hermano mayor me decía: despierta que te tienes que vestir. Oía voces en la casa que cuchicheaban, Al parecer la casa estaba incomprensiblemente llena de gente para ser medianoche.

Estaba entre aturdida y mareada;

entró en la habitación una tía mía que me cogió en brazos y me tapó con una manta y, en pijama, me llevó a casa de una vecina, dos pisos más arriba.

 

La vecina me había preparado

una cama enorme; me metió en ella, me dio a beber un zumo con un gusto extraño y me dijo que siguiera durmiendo. Por la mañana me desperté y pedí ir al colegio, pero me dijeron que estaba enferma y que debía permanecer en cama.

 

Mi hermano no se separaba de mí

y la vecina me preparó una rebanada de pan con mantequilla y un poco de leche caliente que me tomé con gusto, pero a los diez minutos la vomité. Fui al baño, mi hermano me sujetaba la frente mientras yo sufría unas arcadas que presagiaban más vómito.

 

Me vi en el espejo,

con la vista nublada; mi cara estaba pálida y a punto de marearme. La debilidad hacía que me flaquearan las piernas. Volví a la cama y volví a caer en los brazos de Morfeo...

 

Durante varios días

o semanas permanecí en cama y todo intento de levantarme era inútil pues al menor intento de ponerme en pie se me nublaba la vista y el desmayo se producía inmediatamente. Me sentía muy débil y me resigné a depender totalmente de los demás.

 

No podría decir cuántas semanas

permanecí en esa situación porque mi idea del transcurso del tiempo en aquellos días era aún muy tierna. Por otra parte si en aquellos momentos me hubieran preguntado qué quería no hubiera sabido qué contestar.

 

Realmente la sensación

que yo tenía de la situación era la de la recién llegada: no sabía lo que quería. Esa situación empezó a cambiar en una mañana fría, pero con un sol radiante en medio de un cielo despejado.

 

El paisaje abigarrado

por los árboles cargados de nieve, cedía bajo mis pies. La blanca reverberación de la luz del sol al atravesar el techo del bosque destacaba con el colorido de un carrito con un parasol.

 

Misteriosamente, en mitad de la nada

había un hombre vendiendo flores en el comienzo de la Kiefholzstrasse. Ese punto de color producía tristeza en lugar de alegría. El silencio del bosque nevado, la soledad del vendedor de flores y el aire frío de la mañana me entristeció.

 

Al llegar a casa le pregunté

a mi hermano porqué en ese lugar había un vendedor de flores. La lógica respuesta de que vendía flores para depositar en el lecho de las personas queridas en el cementerio me hizo comprender lo que había pasado:

 

mi madre habría muerto aquella noche

que me trasladaron a casa de la vecina...

 

Todo encajaba;

me habían ocultado la muerte de mi madre para evitarme mayores sufrimientos porque era pequeña y estaba muy enferma.

 

El vacío dejado por mi madre

fue inevitable aunque me ocultaran su muerte: yo la necesitaba y la llamaba constantemente tanto despierta como en sueños.

                                                                                 Elisa R. Bach
                                                                        www.homeo-psycho.de

18 oct 2012

INVIERNO DEL 62

                       INVIERNO DEL 62

 

Volvía a llover

detrás de la ventana mientras seguías golpeando las teclas –con todos los dedos- de la máquina de escribir. Afuera la temperatura era de 12ºC. Demasiado alta para aquel octubre del 62.

 

En la radio oíste

que aquel invierno bajarían más las temperaturas que de costumbre, hasta el punto que las heladas ya serían constantes. Y la nieve anunciada lo cubriría todo.

 

Las bajas temperaturas

agrietarían la tierra y el humus que da origen a la vida haría que las abejas volvieran a rondar las corolas. Todo sería igual y al mismo tiempo muy diferente del año anterior.

 

Sí. Al igual que la poesía de Rilke

del siglo pasado, la nieve cubriría a muchos grandes autores de Catalunya. Pero en el mes de abril saldrían como las rojas amapolas en los campos de trigo.

 

La noche de Navidad, en efecto,

a hora convenida por los dioses – 00.00 h. GMT- empezaba a caer lo que sería al día siguiente, la mayor nevada del siglo: tranvías y coches quedaron sepultados por un enorme manto blanco que tardó una semana en deshacerse.

 

En casa estábamos acostumbrados

a las restricciones eléctricas por lo que aquella noche los quinqués mostraron la parte más agradable de su función. Desde el comedor te vimos cómo quitabas la nieve de la terraza.

 

Todos quedaron sorprendidos

de ver la alegría con la que manejabas la pala –lo mismo que la pluma- mientras unas pequeñas nubes del vaho de tu boca nos indicaban que no tenías frío.

 

Luego al poner tus manos

alrededor del vidrio, ahumado en parte, supiste que junto al olor del petróleo estaba el de la familia. Y viste en el techo y en las paredes las inmensas sombras de todos. No querían ir a dormir.

 

Aquel quinqué os reunía a todos,

entre silencio y silencio se escapaban algunas caricias y nadie quería moverse de su silla para apagar las velas del pasillo. Estuviste comiendo ¿recuerdas? turrón de almendra y de mazapán acompañado con un poco de pan mojado en vino.

 

Después de aquella Navidad

pasaron los años (¿cómo pasaron? –no te diste cuenta-), y tú, siempre al margen de los acontecimientos, no querías vivir tantas y tantas vidas y la tuya una sola vez. Quizá por eso soñabas casi todas las noches cosas bonitas.

 

Una sola vez viviste

algo como realmente tuyo. Fue precisamente aquel mismo invierno. Como una humillación propia sufriste el castigo que le impusieron a tu hermana mayor. Fue castigada porque le pillaron una carta de amor escrita por un primo vuestro, a permanecer encerrada -sin salir y sin comer- en su habitación.

 

Le llevaste a escondidas

un plátano, agua, un poco de pan y una novela rosa. Te hizo feliz poder preocuparte de alguien, que alguien te necesitara.

 

Te gustaba el misterio

de aquel amor rebelde de tu hermana, lo oculto como excitante y el apasionante peligro. Te pillaron en la puerta. Te castigaron a ti también, pero ella te dejó leer otra carta de amor que no había sido interceptada. Te gustó como si te la hubieran escrito a ti.

 

Te pareció comprender entonces

que sólo los castigados tenían tiempo y forma de pensar. Sólo los castigados crecen correctamente –aunque no lo parezca- conservando hasta el final todos los estadios de su desarrollo.

 

                                                                                        Elisa R. Bach
                                                                                   www.homeo-psycho.de

  

17 oct 2012

UNA ORACIÓN DEL CREPÚSCULO

                         El Triunfo de Galatea

 

¡Oh noche!

 

Sé que me llamas

al claro del bosque junto a rocas de oro y jacintos, pero aún no he encontrado el hilo de Ariadna que me conduzca a la salida de este laberinto.

 

Sé que me llamas

Para conducirme junto a Acis desde el ámbito en que la claridad es un diamante, pero aún no puedo oírte desde la sangre.

 

¡Oh noche!

 

No ignoro

que me llamas a la verdad sobre tu espacio ciego de crisol, pero me cuesta oírte desde el carbón. Camino y no veo mi propia sombra ni cómo mi sangre forma un rio; la luz de las estrellas se me muestra confusa entre tantos negros nubarrones.

 

Sin luna sólo veo piedras,

no la idea en que la eternidad podría abrirse ante mí y limitar mi pena y que todo lo que te imita es pura conminación de la intención.

 

¡Oh noche!

 

Sí, sí. Oigo tu llamada

a despedirme del Monasterio, a abandonar el sendero de su rosada bruma en el que he vivido con luz inexistente y que tantas veces soñé con ello.

 

Sí, sí. Oigo tu llamada

a abandonar la confusión que me aproximaba al tormento rojo, entre lamentos roncos y reflejos, pasión de soledad desolada. Sí. Bendigo tu paciente llamada desde las puertas abiertas ardiendo que me abres al otro lado de los muros del Monasterio.

                                                                                           Sylvia M. Folch
                                                                                     www.homeo-psycho.de

 

16 oct 2012

EL POEMA COMO MEDICINA DEL CUERPO Y DEL ALMA

       POEMA VIS MEDICATRIX  (La fuerza medicatriz del poema)

 

El poema

como único motivo de vivir para muchas criaturas, y tú os tocáis. ¿Con qué? Con el roce de las alas, con el roce de vuestra propia lejanía.

 

De joven te parecía

que las heridas siempre cicatrizarían rápidamente y la fuerza de tu cuerpo no sólo no reconocía límites sino que creías que crecería constantemente. Aún desconocías la inercia y las fuerzas que la frenan hasta anularla.

 

A cada problema surgía

otra felicidad vista y curada la peligrosa sequía, el rigor de la luz no socarraba más las flores. Refrescado el ambiente por la lluvia susurraban los valles centelleantes coronados de vegetación, los arroyos se hinchaban como tus venas y todas las alas plegadas se aventuraban de nuevo en el espacio del canto.

 

Pero a medida que pasaban los años

observabas que cada vez las afrentas tardaban más y más en encontrar el camino del olvido y que el resentimiento contra todo y contra todos crecía y crecía hasta amenazarte con la parálisis total.

 

A una edad

en que todo proyecto se te mostraba fútil, pero aún el aire estaba lleno de criaturas alegres; la ciudad y el bosque rebosaban de trinos renovados; y, sin embargo los que te rodeaban parecían entender que de ti ya no podía esperarse nada,

 

un pequeño

haz de luz azul de una estrella fugaz atravesó la noche. ¿Crees que los dioses habrían abierto las ventanas de la bóveda celeste y alegrado el camino de ese hilo de luz fino como el de una araña para nada?

 

De repente sentiste

cómo la ansiedad desapareció de tu pecho. En aquel momento te dijiste a ti misma: "cincuenta febreros, una montaña. He tenido los ojos cerrados ante lo más viejo del mundo: La poesía. Esa fuerza medicatriz para el alma y el cuerpo que lleva en sus alforjas la musa del amor.  

 

Un simple rayo de luz

descendiendo desde una estrella cura una herida en décimas de segundo como una de tus sílabas es capaz de llenar el mundo de esperanza y hacer que te niegues a tirar la toalla prematuramente.

 

Esos poéticos rayos de luz

han atravesado millones de kilómetros para posarse sobre tus retinas y con su mínima chispa han encendido en ti el fuego necesario para saborear la noche y llenar tu alma de dicha.

 

Tan viejo como las piedras y el mar

el poema revoloteando como las abejas alrededor del roble, es capaz de cicatrizar las quemaduras de la piel y las grietas del alma.

 

Deja a un lado tu orgullo,

llora, detente, estrecha a tu amigo el poema, escucha las palabras que te curaron con arte celestial tus penas de amor y vuelve tus ojos a los versos que atravesando el viento de la noche supieron esperar.

 

                                                                           Elisa R. Bach
                                                                    www.homeo-psycho.de

14 oct 2012

EL SUEÑO DE SÓCRATES

EL SUEÑO DE SÓCRATES
        Elisa R. Bach

EL SUEÑO DE SÓCRATES

                        EL SUEÑO DE SÓCRATES

 

A medianoche te dormiste

con el sueño alterado. El acre lagrimeo de los ojos circulaba por los largos surcos grabados, durante largos años en tu rostro al tiempo que brotaban tus prematuras canas.

 

La valentía que mostraste

durante aquel precursor día ante tus pupilos se transformó en inevitable pesadilla al poco de hilvanar, sobre las sábanas, el sueño. Tuviste gran somnolencia durante la jornada y su mal presagio no se equivocaba:

 

"Me habían prendido los guardianes

-relatabas- de la ciencia oficial; me golpearon los hombros, me ataron sentado a un grueso castaño y con la cabeza sujetada con la sábana de mi propio lecho acercaron a mi boca dos garfios con la intención de obligarme a sacar la lengua y proceder a cortármela. Lancé al cielo el mayor de mis gritos".

 

"Desperté angustiado

con gusto mercurial en la boca. Un nudo en la boca del estómago me impedía el movimiento y los pies helados se negaban a obedecerme. El semen derramado -al unísono de los espasmos del pavor como los de un ahorcado- sobre mis ropas era pegajoso como la tintura de la cicuta."

 

Cuatro lustros antes

del año 400 de nuestra era tuviste ese sueño premonitorio y luego tú, que te negabas a dejar tus palabras escritas, en la oscuridad de la noche pegaste con tu saliva en la piedra de las paredes de tu celda tus lamentos:

 

"Ya he olvidado mis versos de amor,

cuyas alas sensuales no visitan mi vano lecho de desdichado, sino de la amarga pena que consume mi pecho."

 

"En esta celda,

tan sólo tengo el manto de la nieve, el vendaval sombrío y la soledad más absoluta de mis ideas. Postrado estoy por un "rigor mortis" inevitable, condenado por el cruel destino de haber nacido tres mil años antes de hora."

 

"Y al igual que en mis sueños

la parálisis sube lentamente por los piernas para agravar así mi profunda tristeza."

Pasado ya el ecuador de tu tiempo

quisiste renunciar al nomadismo, a los años en vilo dando tumbos por la mano crispada de la vida, a aquel rodar de puerta en puerta pidiendo asilo para tus ideas, pero aquel peregrinar fue inútil.

 

Dijiste adiós a tus prisas juveniles

abandonaste las esquinas soleadas y comenzaron los turnos de la luna, apagando con ellos la lámpara de la filosofía, pero aún te dio tiempo de transmitir –a través de tu mejor pupilo Platón- un rayo de esperanza:   

 

"Pero aunque mi musa es perezosa

en estas tierras, tarde o temprano brotarán los dolientes versos que,

a pesar de los pesares se transformarán en caléndulas y hallarán mejores días. Y el leerlos será inevitable".

                                                                                  Elisa R. Bach
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