27 ene 2018

Sin nadie a quien poder ofrecer el sol del murmullo vesicular,


UNA PIEZA MÁS DEL DECORADO

En todo Mas Rampinyo
no había un lugar mejor donde leer tranquilamente más que junto a la Avenida de Catalunya. Aunque la gente no me miraba cuando me sentaba a leer en la minúscula plaza de Salvador Espriu, cerca del Casinet yo me sentía como una pieza más del decorado en un mundo gigantesco y caótico.

Las páginas de los libros
reflejaban el color siempre cambiante de los vastos cielos sobre las vías del tren, del dorado del mediodía en verano al rojo oscuro, plomizo, de las tardes nubladas en la profundidad del invierno. Absorbida por la lectura no me daba cuenta de cuando oscurecía por completo. Luego me iba paseando lentamente hasta la estación y esperaba hasta ver detenerse otro tren, regresaba a mi habitación y sumergida en la oscuridad, cuando la página y la letra tenían prácticamente el mismo color y ya no leía, sino que soñaba que seguía avanzando en el relato y lo deformaba según las leyes del sueño.

Por la mañana me espabilaba,
antes de que el día despuntara, me estiraba, me levantaba de la cama e, invariablemente, me acercaba al gran ventanal desde donde se veía la estación y los obreros que iban camino del polígono industrial. A las seis de la mañana ya estaba haciendo la limpieza en la Caja de Ahorros y, luego a las ocho, quitaba el polvo a centenares de frascos en la farmacia de la Sra. Eulalia. De diez a doce hacía las camas de la pensión Ventura. Lo hacia todo de buen grado pues ello me permitía pagarme el alojamiento y algo de comida. El resto de mis ingresos se convertía en literatura.

A veces, durante el día en verano,
salía a pasear en medio de un verano interminable, vagaba por las calles desconocidas del centro del pueblo, me encontraba de repente en barrios extraños, me perdía entre casas extrañas como setas diseminadas en un bosque de otro planeta, luego regresaba a la pensión, dejaba que el agua caliente sobrepasara la loseta de seguridad y que llegara cerca del borde de la bañera de porcelana de forma que al meterme pudiera cubrir mi cuerpo por completo. Me sumergía por completo en el bendito líquido. Me quedaba así tumbada en el fondo de la bañera, una adolescente delgada con las costillas patéticamente visibles a través de la piel, con los ojos abiertos de par en par, casi del tamaño de las mandarinas pegadas en el pecho, contemplando los juegos de luz de la superficie del agua. Aquello, comparado con la falta de higiene del Mundo Rural, era verdaderamente un lujo asiático.

Me arrojé a mi nueva vida como una demente, pero

¡qué sola estaba
y qué desafortunada me sentía!

Sin nadie a quien poder ofrecer
el sol del murmullo vesicular,
el bazo limpio de envidias
y la granada boquiabierta.

                                                                         Ermessenda


21 ene 2018

Tampoco tuve tiempo para la melancolía


UN TIEMPO PARA LLENAR LA NADA

Debo decir, aún a riesgo de hacerme pesada,
Que mis batallas no ocurrieron en Las Termópilas, sino precisamente en el miedo paralizante.

Tampoco mis descubrimientos
estaban relacionados con el de américa o el de la pólvora sino que se enlazaban a una fuerza interior que nunca me abandonó: la esperanza de que un mundo mejor era posible.

Al llegar a aquella humilde estación de Montcada
mi vida tomó bruscamente otro derrotero, de forma casi providencial como cuando cambian las agujas de las vías del tren.

Durante siete años se me olvidó respirar,
toser, vomitar, estornudar, ver, oír, llorar, producir leucocitos después de la regla, apretar las piernas para sentir el orgasmo; se me olvidó protegerme del frío o del calor, que mi cabello iba creciendo y que mi lengua, con sus papilas, tenía que saborear la comida. Se me olvidó pensar sobre mi destino en la tierra…, buscar a alguien a quien amar…

Tirada en la cama de una sencilla habitación
como un estatua románica en su sarcófago amarilleando las sábanas con mi sudor, leí casi hasta la ceguera y la esquizofrenia libros y libros periódicos y periódicos…

Durante aquellos siete años
en mi mente no hubo espacio para los cielos reflejados en los charcos en primavera ni para detenerme a observar los humos de las fábricas ascendiendo detrás de la montaña cercenada por el hambre de cemento del Mundo Industrial.

Tampoco tuve tiempo
para la melancolía delicada de la lluvia: en la lengua se me pegaban las citas de mis autores preferidos; cuando levantaba los ojos de la página, -en la habitación sumergida en el ocre-rojizo de los atardeceres- veía las letras tatuadas en las paredes: había poemas en el techo (apenas alcanzaba los dos metros de altura), en el espejo de la puerta del armario, en las hojas de los geranios que vegetaban en los tiestos de la ventana…

Yo misma escribí mi poema: el poema.

Era ese solo objeto de un tiempo
para llenar la nada.

                                          Ermessenda