19 abr 2017

Me dijeron que había tenido una muerte digna: confesado, absuelto y estremauciado y que era indudable que tendría su plaza en el Paraíso de Ámbar Gris


PARAÍSO DE ÁMBAR GRIS

Cuando llegué al Albergue, desposeída ya de todos mis derechos, ya había aceptado mi nuevo empleo como una suerte de un Mundo Provisional de duración indefinida. Alejada de todo aquello que había significado una vida llena de proyectos que, aunque fueron fracasando paulatinamente uno a uno, gracias a ellos, había mantenido viva el alma.

La Directora del Centro de Acogida me presentó a Carla una monja de edad mediana diciéndole: "Petit Gris sustituirá a Dominique". Pero en voz baja añadió: "Antes dale algo de comer".

Me costó muchísimo aguantar la risa al saber mi nuevo apodo: llamarme Petit Gris1. Era un eufemismo pues mi estatura de un metro noventa, de esqueleto bien formado aunque mis músculos parecían cuerdas liadas a mis huesos debido al hambre padecida durante año y medio. La monja debió fijarse en mi cara soportada por unas enormes mandíbulas en la que sólo el hoyuelo de la hermosura le daba un aspecto humano. Debió adivinar al verla deslucida que, efectivamente, necesitaba comer algo. Su mirada se llenó de esa "piedad profesional y huidiza" que tanto me desagradaba.
Me hizo entrar en una sala con paredes llenas de estanterías abarrotadas de latas de sardinas, melocotón en almíbar, leche condensada, mejillones en salsa americana botellas de sidra, de vino y Calvados y cajitas de todos los colores de queso de Camembert. Sobre una amplia mesa reposaba en cesto lleno de panecillos redondos y de la nevera tomó la monja con aire de generosidad un plato de una especie de albóndigas en salsa picante.

Lo dispuso todo como si de un festín se tratara y adornándolo con una jarra de vidrio transparente en la que vertió un líquido que en un primer momento pensé que era agua sucia, pero que gracias a su color burdeos se me ocurrió pensar que era vino, aquella agua de vida que casi había olvidado. La monja abrió su boca como disparando una frase y me dijo: "Come hasta quedar satisfecha" y me dejó sola.

Tuve la sensación de haber muerto y comenzar una nueva vida en un Paraíso de Ámbar Gris (de ahí mi apodo de Gris) en el que abundaban los manjares, el vino y la miel. Tengo que decir que en mi Estancia Anterior tuve siempre la sensación de que estaba atrapada en el Purgatorio, Por eso la alegría que me iba invadiendo el cuerpo a medida que aquel líquido rojo disminuía su nivel en la botella.

Naturalmente acabaron los panecillos y las albóndigas en mi estómago… y el vino subido entre las sienes. Me sentía eufórica y pensé que en el cielo se debían alimentar así. Y calmada en gran parte el hambre una duda empezó a surgir en mi mente con gran inquietud: si el trabajo habría de ser tan duro como para necesitar tamaña alimentación.

La monja entró de nuevo en la sala y vi cómo por su rostro se reflejaba algo parecido a una sonrisa, si es que era posible que un trozo de tea vieja pudiera sonreír. "Ten", me dijo ofreciéndome un paquete de ropa gris: "aquí tienes tu uniforme". Casi ni me la miré. ¿Qué importancia tenía el color de la ropa? Solamente el color sepia me hubiera alterado como un mal presagio.


Le pregunté a la monja si habitualmente tendría aquella comida y aquel vino. Ella contestó: "Sí y dos veces al día; incluso en los días de abstinencia el vino no te ha de faltar". Aquí el corazón ha de estar fuerte para servir sin reparos a todo lo que los clientes nos pidan… a todo lo que nos pidan".

Yo estaba fascinada, estupefacta.
¡Aquellos manjares dos veces al día!

Ni el último rey de Francia debió tener esa dieta le dije. La monja me miró asombrada y me preguntó si había hecho alguna vez aquel trabajo. ¡Y además dos jarras de vino con tres cuartos de litro cada una! Sentía dentro de mí una fuerza monstruosa que se acoplaba perfectamente con mi cuerpo "masculinizado". Esa euforia me hacía pensar que cualquier tarea la podría hacer de buen grado. La monja Carla me dio un frasquito en el que había un líquido aromático y me aconsejó que lo llevara siempre conmigo para combatir los malos olores de algún cliente "raro". Me acompañó a la cocina y por la ventanilla me indicó una mesa en la que se habían instalado cuatro damas y me dijo: "Anda ve a servirlas en todo lo que te pidan… en todo lo que te pidan"

Me puse rápidamente mi uniforme de ámbar gris y fui hacia la mesa en cuestión. Anoté en un pequeño bloc "la comande": cuatro raciones de cuscús pues era el plato preferido de los jueves, dos raciones de una docena cada una de mejillones a la crema, cuatro raciones de pomme mousseline3, cuatro raciones de crevettes2 con limón y cuatro chevalines4 a la crema. De postre la de más edad y la más joven pidieron ananas5 en almíbar y las otras dos damas dos raciones de Munster6. De bebida las cuatro pidieron Côtes du Rhône7 y para poder digerir todo ese banquete cuatro copas de Trou Normande8.

En el transcurso de aquella Grande Bouffe9 tuve ocasión de observarlas con detalle: la de más edad tenía una cara estrecha como la de un caballo, los ojos redondos, y de negro azabache, el pelo gris peinado a ambos lados de la cabeza partida por una línea central.

Tenía aire de intelectual y sus movimientos eran lentos, pero tan precisos que al cortar la carne parecía un cirujano con su bisturí. Las otras dos damas de mediana edad hablaban poco y comían a dos carrillos sin levantar la vista del plato, una de ellas llevaba el pelo corto, casi rapado mientras que la otra lucía una hermosa cola de caballo adornada con una beta roja.

La más joven, una chica de unos quince años, aunque provista de unas grandes gafas se parecía a la más mayor por lo que deduje que podría ser su nieta. Aburrida por la conversación de las mayores, miraba hacia todos lados, probablemente para distraerse. En un par de ocasiones sus ojos se toparon con los míos y asombrada por mi insistente mirar los mantuvo mirando los míos. Sus labios eran gruesos y su tez rosada con pecas diminutas bajo los ojos y dispuestas en grupos simétricos respecto del eje de la nariz. Comía poco, dejando la mayor parte de la comida en el plato rechazando totalmente el vino.

Al acabar la comida, recogí los platos, botellas, servilletas y vasos y con el mantel haciendo bolsa todos los restos de comida. Lo estaba depositando todo en la cocina cuando Margot la mayor de las cuatro entró y me dijo si no le haría un masaje pues le dolía la espalda. La monja que estaba fregando los platos me miró y me hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza. Fui tras ella y entré en su habitación despistada totalmente en cuanto qué hacer.

La Dama Mayor se desnudó de forma rápida, me dio un frasco de aceite con aroma de canela y se tendió de espaldas en una camilla que parecía una tabla de planchar. Percibí sobre el alto canapé, bajo la lámpara roja, pesada y vulgar, enferma, soñolienta, paseando sus alocados y lascivos ojos sobre mi pecho, a una vieja mujer que ya no se reconocía con la escritora que de otro tiempo.

Estuve masajeándole los huesos de los hombros y de la espalda hasta que se giró colocándose en posición de decúbito supino.

Las costillas sin tetas eran como las de un barco desguazado boca abajo, en el pubis destacaban dos quillas de chalupa varadas en mitad de una playa. En el pubis apenas quedaban cuatro pelillos blancos. Vestida y rociada con colonia era como una presencia disfrazada, pero desnuda y de cerca exhalaba de su cuerpo un fuerte olor cadavérico, nada atractivo por cierto.

La Dama Mayor abrió las piernas y me dijo autoritariamente: ¡Venga! ¡Remata la faena! ¡Con la lengua! Sorprendida y a punto de vomitar saqué del bolsillo el frasquito que me había dado Carla y puse una gota extendida sobre mi labio superior. Pude acabar la faena a duras penas, pero lo hice.

Cuando salí de la habitación fui a sentarme en un banco del jardín trasero y mis ojos buscaban el horizonte cuando un carillón marcaba los cuartos anunciando una hora. Respiraba profundamente cuando las campanadas me recordaban a Proust cuando se veía bajo el cielo de "los campanarios de Martinville" en los que el sonido de las campanas era dorado traducción musical del encanto del sol al atardecer; y toda su existencia futura ya quedaba afectada…; como la mía…

Bajo mis pies notaba la hierba fresca y dejé que mi espalda se apoyara totalmente en el respaldo de madera y aún desorientada con la conciencia perdida de las cosas y de mi misma. Estuve pensativa durante un buen rato, me sentía agobiada, deslomada, consumida, hasta que una voz dulce como la miel me dijo sacándome de mi ensimismamiento:

"Buenas tardes. ¿Puedo sentarme un rato con usted?

Naturalmente le contesté. Aquella presencia llena de vida me hizo sentir un cosquilleo en mi estómago parecido al del deseo de vino. Me contó que ella había venido al Albergue a la fuerza y que se sentía muy desgraciada. Después de la muerte del abuelo, las tías y la abuela habían decidido venir todas juntas a este Albergue.

Me dijeron que había tenido una muerte digna: confesado, absuelto y estremauciado y que era indudable que tendría su plaza en el Paraíso de Ámbar Gris, y que seguramente le presentarían algunas entre la que escoger.

Aspirando con fuerza llegó hasta mi cerebro el aroma de rosas procedente de su piel rosada. De repente la chica empezó a llorar y se abrazó a mí como el náufrago a su tabla. Aquello me hizo bien. Comenzaba a sentir el orgullo de mi oficio: un oficio que me permitía comer hasta hartarme, beber vino todos los días y besar de vez en cuando a alguna jovencita perdida en el paisaje de este Paraíso de Ámbar Gris… aunque hay clientes y clientes…

Estaba ya en mi dormitorio, metida en la cama cuando oí unos golpecitos en la puerta. Al abrirla me encontré con la chica que ruborizada me pedía si podía dormir conmigo. ¿Cómo iba a negarme? Se metió directamente en la cama como niña asustada y nos pasamos casi toda la noche hablando. Fue una experiencia maravillosa el haber encontrado una hija. Aquello era realmente el Paraíso de Ámbar Gris:

mi antigua vida se había perdido
para siempre entre las estrellas…
Lejos han quedado las tardes
de Venus en el cielo y su susurro
inclinada sobre Adonis moribundo.

                                                            JOHANN R. BACH


(1)      Nombre popular del caracol "Helix aspersa" bastante más pequeño que el famoso Helix pomatia o Caracol de Bourgogne.
(2)      Crevettes. Pequeñas gambas.
(3)      Pomme mouseline. Puré de patatas.
(4)      Chevalinnes. Carne de caballo en láminas cortadas perpendicularmente a la fibra.
(5)      Ananas. Piña.
(6)      Munster. Queso que no puede, siéndolo, tener la apelación de origen de Camembert.
(7)      Côtes du Rhône. Vino tinto bastante suave de graduación alcohólica inferior a 13 º
(8)      Trou Normande. sorbete de calvados, leche, crema de leche y azúcar fino de repostería.
(9)      Grande Bouffe. Título de la película de 1973 donde se comía hasta reventar. Comilona