17 sept 2017

En esos feldespatos se concentraban las combinaciones no aleatorias, no como objetos vulgares incapaces de dar lugar a sentimientos extraordinarios, inútiles salvo para alimentar el orgullo de los coleccionistas, expertos en minero-gemología.


¡ALMA! ¡QUÉ PALABRA!

De la visita a una Feria de Alimentación
recuerdo el aliento fétido de un tipo que vendía plantas medicinales envasadas en latas de diversos tamaños y colores. Era su olor cadavérico sin duda el que me trajo el recuerdo de la etapa más sucia que recuerdo. Aquel aliento era la prolongación de un mundo borrado ya en esta parte del Planeta, en esta Isla y adormecido desde hace tiempo en mi mente.

Se trata de una época de mi vida
en la que todo parecía indicar que el nacer era un error de la naturaleza al igual que los biólogos actuales consideran la vida como una probabilidad estadística, como un error de accidental explicitado brillantemente por la Ley de Murphy.

Bastantes años más tarde comprendí
que era imposible que el nacer fuera un error. La prolongada astenia geológica, capa tras capa desde la formación de este planeta, indicaba una paciencia infinita y un plan preconcebido, pues los feldespatos no sólo son una maravilla de la técnica de cristalización sino también necesarios para la vida.

En esos feldespatos
se concentraban las combinaciones no aleatorias, no como objetos vulgares incapaces de dar lugar a sentimientos extraordinarios, inútiles salvo para alimentar el orgullo de los coleccionistas, expertos en minero-gemología.

En algunas de las paradas
de charcutería vegetal de aquella feria había personajillos con uniforme como alguaciles cenutrios que agitaban en el aire sus guantecillos blancos de conservadores inverosímiles para exaltar de aquel modo la falsa categoría de aquel emporio de la birria y de la baratija, compitiendo mediante un gesto policial, presuntuoso y despótico con El Louvre. Repetían constantemente como los funcionario del famoso museo ¡No se puede tocar! ¡No se puede tocar!

En aquellas cosas y restos de cosas
de vegetales liofilizados y envasados al vacío clavadas en la memoria gracias a aquel aliento fétido, no había ni poesía ni belleza, ni consuelo, ni bálsamo, ni catarsis, ni exorcismo, ni la parte negra del mundo. Todo aquello no era más que piltrafa estrictamente numerada con código de barras. Al contrario, me recordaban el día que me violaron siendo aún una niña y que, cuando en un pequeño arroyo intentaba lavarme vomité una especie de papilla verde de olor nauseabundo.

Sólo la apoteosis de la prosa y el astío
salían de mi boca. Sólo salía de mi estómago la glorificación de la hartura y el sopor como una celebración de lo intrascendente del mundo. Aquello no era la eternidad, sólo era mierda atesorada en latas de leche en polvo y queso amarillo restos de la última guerra con olor a carne humana enmohecida como los fermentos de un cadáver. Todo aquel cólico de lo material no era la eternidad.

Recuerdo sentir que era absolutamente apremiante
exprimir la urgencia del sexo, siendo el sexo el principio y el final de las mujeres de la época, lo más sincero, lo más negro, aquella cavidad revestida de platino virgen destinada a recoger chorros de libertad y calcando los hábitos de los dioses, metamorfoseándome en lluvia plateada, licuarme en forma de petróleo mezclado con polvos bóricos.

Era urgente absorber el mal aliento
con el beso estremecedor del Ángel Montserrat, como si mi capacidad potencial de amar estuviera presa dentro de aquella forma inmunda, la maravilla aprisionada por el hedor, porque después del beso en un lluvioso amanecer saldría el sol y borraría todas las cicatrices aún purulentas gracias a una insolación general.

En aquella violación
me hurgaron tanto en la vagina que casi me la arrancan. Para sobrevivir a la brutalidad natural de aquel mundo que yo rechazaba por no sentirlo como mío, no encontré mejor solución que desviarme hacia lo metafísico. Seguramente, quizá, muchos de los que lean mi relato se sientan muy orgullosos de no haber creído nunca en el Ángel Montserrat y se sientan también orgullosos de no haber necesitado nunca su bálsamo. Pero yo sí, yo sí necesitaba al Ángel Montserrat, yo sí necesitaba desviarme hacia lo metafísico. Porque la segunda opción era mejorar la barbarie. Sí. Pero eso quedaba fuera del campo de mis posibilidades. Lo real era un mundo nauseabundo más atento al óxido de las monedas que a la limpieza del alma… del ¡alma! ¡Qué palabra!

                                                                      Johann R. Bach