11 ene 2014

Las carcajadas vuelven a los labios de los estudiantes

MARTA GUILLAMON Y LOS NEUTRINOS

 

Marta Guillamon solía ir a muchas de las conferencias

que daba su ahijado Miquel Estany en la Universidad de Bellaterra. Le divertían aquellas historias del Universo.

 

En medio de un público

de estudiantes de Física Teórica interesados por la vida de las partículas se levantaba y soltaba estruendosamente dos palabras. Reían.

 

Al rato volvía a ponerse en pie

e interrumpía de nuevo el discurso. Los estudiantes reían las ocurrencias de Marta pues era un punto de color entre tanta ciencia.

 

Recuerdo las palabras de Miquel

describiendo al neutrino como una partícula que gozaba de una cualidad interesante:

 

"apenas interactúa con nada

y se mueve a la velocidad del rayo".

 

"Esa cualidad junto con otras muchas

hace de él un gran solitario. No quiere saber nada de las otras partículas y ellas apenas saben que él existe".

 

¡Ponle Miguel! ¡Sí sí: Miguel!

Estallaban las carcajadas al oír retumbar la voz de Marta en medio de aquella multitud sin entender demasiado bien las intenciones de aquellas exclamaciones.

 

"Lleva una vida silenciosa

–continuaba Miquel Estany con su descripción del neutrino-, cruzando continuamente, el espacio siendo ignorado por todos".

 

"Puede viajar dentro de grandes masas

-de materia inerte o viva- sin inmutarse ni hacerse perceptible. En consecuencia, el neutrino es el mensajero perfecto".

 

¡Ponle Miguel! ¡Sí sí: Miguel!

Reían de nuevo ante aquella interrupción de Marta.

 

"Lleva su información

–seguía diciendo su ahijado el conferenciante- sin dejarse desviar por nada, es muy rápido y, al parecer, viene de muy lejos".

 

"Ha logrado atravesar

el magma atómico inicial, limpiamente, gracias a su discreción".

 

¡Ponle Miguel! ¡Sí sí Miguel!

Las carcajadas vuelven a los labios de los estudiantes. Uno de ellos viendo que la conferencia peligraba si no se le permitía a Marta explicarse

 

le dijo: ¡Sáquenos de dudas señora!

¿a qué se refiere con eso de ponle Miguel? A lo que Marta contestó: ¡Oh!, no es por nada, pero es que en mis tiempos

 

cuando alguien tenía esas cualidades

no le llamábamos neutrino: lo bautizábamos con el sobrenombre de Miguel Strogoff.

 

                                                              Johann R. Bach

10 ene 2014

Para dar de beber al universo los ángeles firmaron el acuerdo esperado

          EL UNIVERSO TIENE SED

 

Un profesor de fisiología, con ánimo burlesco,

le preguntó a Marta Guillamón, por qué había tanta agua en el mundo. Marta sonrió y tomando un cierto aire de ingenuidad respondió:

 

porque el Universo tiene sed.

 

A continuación su sonrisa se acrecentó.

No se le ocurra –dijo Marta- suspenderme por lo breve de mi exposición porque si lo hace demostrará que Usted no sabe nada de las peripecias que debieron pasar el hidrógeno y el oxígeno

 

para llegar a un mínimo acuerdo.

 

El hidrógeno y el oxígeno se abrazaron

bajo los membrillos solares como dos amantes; sus electrones resbalaban sobre la piel de sus átomos como dedos húmedos.

 

De esas caricias nació un enlace covalente,

ligero, que originó millones de moléculas de agua que se expandieron por el universo con la misión de calmar la sed de un Cosmos ávido de aventuras.

 

El hidrógeno mismo

tuvo grandes dificultades en su nacimiento: ayudada de unos fórceps una Diosa del Amor, con maestría, lo arrancó del caldo de neutrones, protones, neutrinos, quarks, positrones… del verdadero Mar Solar;

 

se demoró por años en las montañas

deslumbrándose con las luciérnagas de litio para superar su soledad, convivió penosamente con los átomos de berilio y boro;

 

se embadurnó el rostro con carbón

y esperó con paciencia a que el nitrógeno arrastrara al oxígeno hasta la playa primigenia golpeada con gigantescas mareas de metano.

 

En esa playa –donde el hombre

echaría anclas millones de años más tarde- los relámpagos alumbraron el cielo durante unos pocos segundos y los rayos clavaron sus vestigios y el principio de un futuro.

 

Sí, sí. ¡No me mire con esa cara!

Sé que me va a objetar que el mar enfermó y que en la medida que envejece se va intoxicando con los minerales.

 

Eso es verdad,

pero durante millones de años los delfines y las alas de las gaviotas lo desgarraron y la energía del sodio cristalizada con el cauterizador cloro –unidos ambos con la fuerza ciclópea del enlace iónico-, cicatrizó sus heridas día a día.

 

Si no me cree, coja una caracola,

escuche cómo salen de su interior los suspiros del Viejo Mar y dicen: "Yo soy vuestra vida; tal vez no sea nadie, pero puedo volverme lo que queráis".

 

Por fin para dar de beber al universo

los ángeles firmaron el acuerdo esperado: por un precio módico se encargaron de sublimar los hielos de las altas cordilleras,

 

evaporar continuamente la piel de los mares,

de forma que hubiera agua dulce para todas las criaturas de cualquier planeta,

 

fundir los hielos en primavera

y mantener en equilibrio -a cuatro grados centígrados- los tres estados del agua: sólido, líquido y gaseoso.

 

El universo tiene sed.

Por eso hay tanta agua en el Cosmos.

 

Cada pléyade de estrellas

de lejanas galaxias se niegan a cerrar los ojos en busca del encuentro secreto de las aguas bajo el hielo -la sonrisa del mar- de los cometas; exploran nuevos planetas y abandonan los pozos clausurados;

 

tantean con sus hilos de luz

las venas; ayudan con ellos a mantener su elasticidad allí donde acaban los nenúfares y el hombre que camina ciego sobre la nieve del silencio.

 

El Universo tiene sed.

                                                                  Johann R. Bach  

 

8 ene 2014

Tal vez esta noche acabe no siendo noche sino otra cosa...

CUALQUIER COSA CON LUNA

 

Recuerdo aquella noche tibia

en La Barceloneta. Sensación placentera. Los sones abstractos de las vías de la Estación de Francia colmaban sus oídos eufóricos.

 

Pensaba en Los Baños de San Sebastián

a los que yo acudía con frecuencia… playa de colores impresionistas y hombres sucios de brazos mojados y brillosos y vello crecido y húmedo.

 

Hombres impasibles a la lejanía maravillosa,

al cielo entre los chiringuitos que cargados de marisco, al paisaje de conjunto, a los bazares

 

atiborrados de relojes de lugares remotos

como pedazos de mundo

en el melancólico corazón de un mar…

 

Sí. Me hundí aquella noche

paseando sobre el rompeolas cargado de coches en cuyo interior decenas de parejas hacían el amor porque no disponían de un rincón propio.

 

Caminar, caminar… Sí. Sola.

Siempre sola. Lenta, muy lentamente.

 

El aire estaba enrarecido aquella noche,

era ya un aire cosmopolita y en el suelo lleno de papeles de cigarrillos que algún día habían existido, blancos y hermosos.

 

Yo no fumaba,

pero las calles exentas de papeleras me mostraban los paquetes de cigarrillos extranjeros cuyos colores me hacían soñar con lugares lejanos donde los sueños pudieran hacerse realidad.

 

Sí. Seguí caminando,

hundiéndome en la oscuridad de aquella noche.

 

Sí. Y una estrella dio color

al ancla de plata que me ataba a aquel puerto. Levé el ancla. Sí. Muy junto a ese barco gigante de rayas rojas y amarillas… irse, irse y no volver.

 

Y, sin embargo, he vuelto y escribo

diciéndome a mí misma que el cielo es celeste desteñido mientras en mi sien late mil veces tu nombre.

 

¡Podría ser tan feliz esta noche!

Aún quedan sueños rezagados y sombras en las que palpar mientras se oyen pasos y música en casa de los vecinos.

 

Hay algo que rompe la piel,

una furia ciega que corre por mis venas. ¡Tantas luces! ¡Y mis pocos años! ¿Por qué no?

 

¡Podría ser tan feliz esta noche!

La muerte está lejana. No me mira y… ¡hay tantos libros por escribir!

 

Tal vez esta noche acabe

no siendo noche sino otra cosa…

cualquier otra cosa con luna.

 

                                                           Johann R. Bach

Labios plegado sobre dientes -prestados- que ríen... comienza la lid cromática

EL CREPÚSCULO DE AÑO NUEVO

 

Aunque no lo quise,

en cada uno de mis actos estaban presentes tus ojos. Tras los manzanos sentía tus reproches y aquel tú y yo al que nos aferrábamos como si en el mundo no hubiera otros trenes que tomar.

 

Durante todo el año no pude impedir

que en cada una de mis palabras brotase un pequeño siseo de ti. Cuando el sol se derrumbaba no podía hablar sin que tú estuvieses presente como el horizonte detrás de la viña... como la estela de tus barcos sobre el mar.

 

Mil pasos arrastraron pacientes

mis suelas maduras en rocas distintas.

 

Tal vez una lágrima gima

deseando la antigua espesura en tardes más libres que ésta –balbuceante de colorido impuro, de sol inhibido, de sarmientos cobrizos de cepas recién podadas impotentes… por el momento-

 

Sombras persistentes,

imágenes constantes que obligan a las retinas a cargarlas alegremente en frágiles capilares. Montañas vibrantes de cercanía solar, de lluvia acechante,

 

de flores invisibles esperando

crear bajo tanto cielo, tanto fuego cromático, tanta conjetura de lugar.

 

Mis dedos se aferran a los puños gemelos

mientras el runruneo de la moto contribuye con sus ruidos a aumentar los fondos de la música natural del paisaje.

 

Atrás quedan las voces de un año

-el undécimo múltiplo de siete- queriendo matizar las aspiraciones de soledad que obligan los espacios.

 

Fue para mí todo un reto

alcanzar la suma de los ocho primeros números primos (77 = 2 + 3 + 5 + 7 + 11 + 13 + 17 + 19) que fueron como cánticos pujantes de fragancia primaveral cayendo sorpresivamente en la niebla.

 

Alguien dijo que los poetas chinos,

esos casi ancianos poetas chinos, se emborrachan y miran hacia lo alto, donde las gaviotas arrastran tras de sí la tristeza del invierno del invierno;

 

contemplan la superficie del agua,

su propia imagen en ella, y pincelan versos sobre una ramita de ciruelo en flor. Sin embargo,

 

los labios espesan las notas

mientras miro el horizonte del próximo año. Labios cerrados por arrugas hábilmente conseguidas.

 

Labios plegados sobre dientes –prestados-

que ríen bajo la opresión tensa del ungido manto de varios tonos: comienza la lid cromática del año.

 

El rojo invade no sólo los labios,

también los pabellones auditivos, las narinas, los ojos … y el corazón.

 

                                                                    Johann R. Bach

 

6 ene 2014

No hablamos de nosotros...

AMOR SIN PALABRAS

 

Nos volvimos a encontrar

y no hablamos de nada especial.

 

Nos limitamos a sentarnos

uno frente al otro y… mirarnos.

 

La primavera era un espacio mortecino

comparado con el verano que justo comenzaba.

 

No hablamos de nosotros.

 

La madurez de nuestras miradas

estaba ya llena de palabras.

 

                              Johann R. Bach

Sobre una tabla con siete cuerdas depositaste tus lagrimitas ya disecadas...

           MÚLTIPLOS  DE  SIETE

 

Siete años tardaste en aprender

a hacer el lazo de los zapatos heredados de tu hermano. Los cordones ya desgastados por el uso resbalaban fácilmente sobre los calcetines y su forma de ocho horizontal crecía y crecía como el espacio.

 

Hasta los catorce no te fue necesario

dibujar ese signo y otros sobre un cuaderno de hojas con fondo cuadriculado llenas de ecuaciones de segundo grado. En esos momentos crecías y crecías como las hojas de un guisante germinando.

 

Las chapucillas con cilindros

y cónicas y las reflexiones sobre los péndulos de compensación para medir exactamente el transcurrir de los minutos, formaban parte de una sed inextinguible de conocimientos. Tu imaginación despertaba a impulsos de intensidad irregular, pero imparable.  

 

A los veintiuno descubriste la noche

y la Banda de Moebius que completó tu colección de figuras construidas con delicada papiroflexia. Empezaste a frotarte las manos porque las piezas del puzle de la vida empezaban a encajar.

 

Entretanto el amor llamaba

a tu ventana como la zarpa del helor de un crudo invierno. A partir de rombos, triángulos y pirámides construiste un jardín inteligente a falta de un diamantino edén en el que hasta los insectos pudieran acudir al festín de la miel.  

 

A los veintiocho te atreviste

a decir tímidamente para tus adentros: ¡Eureka!. Creíste haber encontrado la piedra filosofal, pero no querías parecer ridículo y no comentabas públicamente las locuras filosóficas que se te ocurrían;

 

las otras, las de la especie,

ya no estabas a tiempo de ocultarlas: ya te habías convertido en padre y habías inventado la palabra ser –palabra dura e incolora.

 

A los treinta y cinco sólo

los cambios de domicilio te salvaban de la hoguera que los vecinos preparaban pacientemente.

 

No les gustaba tu forma

de apartar las hojas cálidas con manos vivas y cómo pisoteabas las estampas que ellos consideraban sagradas.

 

Los viajes

y el perfeccionamiento de varios idiomas a la vez te ocupaban horas y horas. Te cultivaste como si fueras a vivir toda la vida. Aún te costaba romper a llorar y diluir en tus propias lágrimas el espacio y al igual que el tiempo, no detendrías tu enloquecida carrera.

 

A los cuarenta y dos años

no viste amor en sus ojos. Empezaste a sentir aquella lluvia de reproches sobre tus hombros como la humedad de la niebla. Tus versos, tus besos, tu sueldo eran insuficientes.

 

La atracción newtoniana

ya no funcionaba como cuando erais unos perfectos desconocidos. Tuviste que tomar la decisión de ganar dinero como la imitación de un proceso que conduce al suicidio.

 

Tus cabellos te iban abandonando,

eran cada vez menos abundantes en la cabeza mientras el vello brotaba en todos los poros de tu pecho. La sensibilidad de tu piel quería evitar el vacío a tu alrededor que era cada vez más fuerte.

 

En esos años

ya no confiabas en tus cinco sentidos: el mundo podría quedar reducido al tamaño de una avellana mientras que pequeños planetas cegados por su propia sangre podrían crecer y dar paso al nacimiento de un sol.

 

A los cuarenta y nueve el exilio

te salvó el pellejo, la modestia volvió a tu corazón, empezaste la larga travesía del ecuador de tu vida y a saber lo que querías. El listón quedó fijado en los ochenta y cuatro por los cálculos de Quetelet.

 

A los cincuenta y seis comprendiste

a tu padre y a tus hijos; supiste de sus limitaciones y los reconociste como seres humanos que sufrieron lo suyo.

 

Y en cuanto a tu madre

pensaste que ella nunca cambió:

 

esperó siempre vuestro regreso

vestida con su blusa blanca moteada de lunares azules y sus ojos grises en el umbral de todas las puertas, con la sonrisa haciendo juego con las perlas de su collar.

 

Comenzaste a recordar

que le gustaba el café, la tranquilidad y las películas de Humphrey Bogart; y, como si los estuvieras viendo, sus movimientos de cabeza desaprobando tus primeros versos.

 

A los sesenta y tres escribías

sin parar con la locura del que cree que no va tener tiempo suficiente en los veintiún años restantes para amar y al mismo tiempo explicar cómo la primera parte de tu vida te pareció huérfana de caricias.

 

A los setenta… ¡Por fin la luz!

A partir de átomos, puntos de coordenadas que se doblan en los espacios, cabelleras de cometas que se peinan una vez cada setenta y cinco años, púlsares que presumen de medir el tiempo,…

 

puedes construir la infinitud

y entregarte de lleno al amor y erigir puertos y cabañas rodeadas de naranjos y viñas, de frágil duración, lugares donde el tomar el café entre sonrisas amables permite ver la vida desde un ángulo desconocido.

 

A los setenta y siete te pudiste

permitir el lujo de renunciar a la fama y concentrarte en escribir, durante los siguientes siete últimos años –que no es poco-, todo aquello que los demás no pudieron o no quisieron ver.

 

Sobre una tabla con siete cuerdas

depositaste tus lagrimitas ya disecadas y con tu rígido puño de rebelión y temblorosa caligrafía sobre papel inmaculado en una noche fría estuviste escribiendo

 

tu amarillo y ridículo testamento ológrafo.

Secreto, aún sin fecha, pero con la rúbrica extendida al margen de cada hoja, lo guardaste en un cajón de la cocina. Abogados y jueces se desvivirán por desentrañar su validez. ¡La voluntad sobre todo! (la Willenstheorie de Descartes). ¡Faltaría más!

 

¡Ah! ¡Ese listón de los ochenta y cuatro!

Tan duro de pasar, pero qué suerte haber llegado entero.

                                           Johann R. Bach
 

COMENTARIO (Leo P. Hermes)

 

Tres ciclos del cuarto múltiplo de sietedeterminan en nuestra vida, por orden, lo dulce, lo salado y lo amargo. Lo prohibido es el factor común a todos ellos.

 

El cuarto múltiplo de siete o ciclo de la luna

se compone de veintiocho ciclos circadianos o de veinticuatro horas -la noche y  el día-

 

El ciclo de las semanas,

de siete días, corresponde a cada fase de la luna. El Universo nos mete todo en paquetitos (clústers), con cintas de colores (los siete del Arco Iris) donde se ha grabado en cada una de ellas música con siete tonos (las notas musicales).

 

Y por último

los tres ciclos del cuarto múltiplo de siete componen una resultante de doce ciclos de siete años –en total ochenta y cuatro años- debido a que el número mágico es el de las constelaciones (el doce).

 

Así los dioses nos conceden

una vida corporal, de libertad erótica, por absurdo que parezca. Las semillas cosechadas, almacenadas en la infancia estallan con las primeras gotas de lluvia y concluyen hasta que se seca la última fruta.
 

Todo muere en el cristal del niño errante en el atroz Universo

PONT DE LA CONCORDE

 

Era ya muy tarde

cuando cruzando el Pont de La Concorde me pareció ver sobre el Quai de La Rive Gauche un tejido delicado con el que un alma femenina podría enredarse como un pez.

 

En una de sus puntas

estaba el mismísimo diablo

 

que tras lanzar una larga red de encaje

(cargada de piedras preciosas) la arrastraba hasta la orilla y contaba su contenido:

 

Allí estaban todas las almas de las mujeres

como metidas en un saco, ¡una pesca milagrosa, en verdad preciosa! Pero antes de que pudiera echársela a la espalda todas se escaparon a través de la malla.

 

Acabé de pasar aquel ostentoso puente

y vi el espejo del cielo caer en tierra con fulgor de agua y una claridad fría me detuvo.

 

Miré hacia atrás.

 

Al pie del muro transparente

que miraba a un cielo vacío, al pie de la iluminación de los esmaltes del puente me creí perdido en un jardín,

 

tuve miedo

y un letargo de fuego-frío cubrió mi cuerpo y

 

lo que yo ya no era soñó

 

un campo sin límites de arena blanca

y en él dos ejércitos que habían luchado encarnizadamente, las manos se estrechaban en el puente de Solferino porque milagrosamente no habían sucumbido a lo largo del incendio de mi sueño.

 

Y me pareció que ya no soñaba

y era libre frente al muro radiante.

 

Lo toqué, rocé su maravilla

y allá donde imaginé su centro equilibrio entre el Norte y el Sur de París me pareció que en aquel jardín

 

surgía un Sol de oro

que abría las altas nieblas y claridades; el agua oscura del cielo; y al llegar al muro lo quebró y de su grieta surgió un avellano y vi

 

UN PÁJARO

torrente de mi inocencia hasta el Verbo Maduro, hendir el muro y no ser Sol, sino un temblor de plumas de agua.

 

UN COLOR

hiriente de la memoria, sombra en la sombra en ciudades abarrotadas de personas solas.

 

UN SONIDO

relámpago-pavor de ruidos humillador de selvas sin Sol. El sonido en todo el resplandor de vibraciones del paquete de cuerdas elásticas que sostienen el muro.

 

UN SILENCIO

del vacío donde una máquina de vacío, vacía los espacios donde no hay nada.

 

Y es que todo muere

en el cristal del niño errante en el atroz Universo. Todo muere-renace en el fuego y un puente de cenizas nos ha de conducir a la ciudad de la vida.

 

                                                        Johann R. Bach