25 nov 2011

BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS (Cap. 4)

Capítulo 4

 

·         Para estabilizarse en una situación nueva

EJE CORTICO HIPOTALAMICO 7 CH

·         Fatiga y desánimo

CHINA 7 CH

HEMATITE 8 DH

 

La depresión de Sepia

 

El gas carbónico brota de sus ojos,

junto a los secos lagrimales,

escuece como el vinagre

sobre heridas que no cicatrizan.

Agotadas ya las lágrimas,

 

las sustituye, inútilmente

por otras artificiales.

Caen sus párpados

como su rictus ya de por sí triste

y la alegría desaparece de sus hombros.

 

Sin embargo sus fuertes manos

se aferran a un gran bolso negro

donde acumula objetos y penas.

Se esconde detrás de gafas oscuras

como la sepia en su propia tinta.

 

Todo es negro presagio.

La luz es, a sus ojos, médula de sombra

y le llama la atención ver morir

una pequeña mariposa

en las bujías del amanecer.

 

Tiene frío bajo un arco

que separa la existencia y la luz,

que separa cuanto han olvidado

sus amantes y la última luz.

En su recuerdo hay pocos clústers

 

de la luz que lamieron en la apariencia

de una eternidad de amor,

y casi todos sus depósitos

de alegrías están ya vacíos.

 

Esta sola entre dos negaciones

como huesos abandonados

de un cementerio ignorado

y entra el día por la mañana

en su habitación

calcinada como su pelo.

 

Otra vez ha sido inútil la sutura negra

de una corta noche de verano,

aunque arda –ya el único placer-

bañada en música rítmica,

en intensa luz de neón llena

de palabras incomprensibles.

 

Ahora su pasión es la indiferencia.

Escucha en la madera dientes invisibles          

                                         Elisa R. Bach

 

 

En la oficina de diseño donde me ubicaron finalmente después de pasar por todos los talleres donde me hice una idea de todo el proceso productivo, sólo un joven, Daniel, hijo de españoles, hablaba conmigo en español. Era un muchacho moreno, serio y atento, pero evitaba, no sé si por instinto, todo lo que podía, su conversación.

 

Otra cosa muy distinta era el trato con Yvette, una especie de delineante de unos sesenta años. De aspecto juvenil, era activa y sus movimientos se realizaban con una rapidez asombrosa. Su cabello corto, aunque algo gris le daba un aire juvenil. Estaba dotada de una gran inteligencia y su voz suave le daba el aire de una diosa. Me explicaba cómo debía de desarrollar mi trabajo (verificación de calidad) y como buena parisina hacía milagros hasta con el aire sucio.

 

Yvette me enseñó a seguir el rastro de cualquier muesca que surgiera en las piezas que debían de componer las gafas. Cada media hora los vigilantes de las máquinas de inyección ponían sobre mi mesa de trabajo dos muestras de piezas recién moldeadas. Si las muestras eran defectuosas yo debía de dar la orden de parar la máquina correspondiente y no dejar reanudar la producción hasta que no se reparara.

 

Yvette tenía un marido y dos hijas a las que adoraba a juzgar por las fotos que reposaban sobre su tablero de dibujo. La foto del marido no estaba presente y no me atreví a preguntarle por qué. Más tarde alguien en la oficina comentaba que estaba en trámite de separación. No le di más importancia al tema, pero la verdad es que los fines de semana que sus hijas debían estar con el padre Yvette se prestaba a acompañarme por las callejuelas de París, me invitaba a cenar en los restaurantes más recónditos. Reía a todas horas y su compañía llenaba de alegría mi estancia en París.

 

Yvette tenía una cultura excelente y a su lado cualquier rincón de París cobraba vida con alguna anécdota. Se "bebía las novelas de un trago" y escribía un diario personal del que decía escribir lo mismo que piensa todo el mundo, es decir sólo lo vulgarmente anecdótico. Era todo lo contrario de un escritor que quiere decir cosas interesantes e importantes. Decía que eso era como hacer una colección de cromos. Algún día te lo dejaré leer –decía.

 

Un sábado de finales de octubre, de aquellos que Yvette tenía a su cargo las niñas y ya empezaba a hacer un poco de frío fui a Montmartre; di un paseo corto por la Place du Tertre y finalmente entré en La Bohème. Tomé asiento y pedí una botella de Champagne. Mientras cantaba un cantante anciano, enjuto, del que todo el público se reía poco generosamente, se acercaron dos jóvenes de unos veinticinco años bien vestidos y me pidieron permiso para sentarse junto a mí alegando que no había más mesas libres.

 

Como es natural acabamos charlando. Eran de Dinan y estudiaban demografía en la Rue d'Assas. René no quería soltar el hilo de la conversación y hacía señas continuamente a su compañero para que le dejara hablar. Finalmente el compañero se disculpó y nos dejó solos. A pesar de que muchos hombres hacen gestos huecos y dicen palabras grandilocuentes me tranquilizó un poco saber el origen de René: medio rural, bien educado y adinerado quizá. Con el ambiente ya irrespirable por el humo del tabaco di por terminado el encuentro y me dispuse a ir al encuentro de la noche exterior.

 

Se ofreció para acompañarme a casa. El Champagne estaba haciendo sus efectos y abrazándome a su brazo le invité a abandonar el local. Me moría de ganas de tener una aventura y la ocasión parecía clara. Bajamos a pie hasta el Bd Rochechouart y allí tomamos un taxi. En la oscuridad del asiento trasero del coche puso una mano sobre mi pierna pero no avanzó más allá de darme besos en la mejilla.

 

Asida su mano a la mía, yo iba abriendo camino entre los gemidos de los peldaños de madera. Era uno de esos esperados momentos en que un hombre, silencioso y claro, se eleva majestuosamente ante ti. Es como un raro momento de fiesta, que esperas no olvidar nunca y te prometes tener para siempre un buen recuerdo de ese hombre. Es decir, te esfuerzas en trasladar a un dibujo, con las manos llenas de ternura, el esbozo de su personalidad, tal como lo percibiste en aquel instante.

 

Nos desnudamos nerviosamente y René me tumbó literalmente sobre el canapé sin darme tiempo a levantar la colcha. Sólo tenía la luz del escritorio encendida, pero suficiente para ver lo que pasaba. René empezó a masturbarse porque el alcohol le estaba jugando una mala pasada y no lograba tener una erección. Al cabo de un rato empezó a soltar improperios y maldecir los huesos de no sé quién, pero la erección no llegaba. Se vistió y enfadado se fue como si yo no esperase de él más que una penetración vulgar. Eso me dolió un poco, pero me dormí inmediatamente.

 

Por la mañana llamé a Yvette y le conté la aventura. Se echó a reír a carcajadas. Y es que en el argot francés que ella me enseñó, el acto de la masturbación suena aún más ridículo. "Taper la queue" significa literalmente sacudir la cola. Yvette me contestó en su lenguaje sexual barriobajero que eso es verdaderamente "balancer la purée". El caso es que sus risas le quitaron importancia al asunto y pasé sin más preocupación a concentrarme en la lectura de "Choses vues" de Victor Hugo. Me sentía satisfecha de la aventura a pesar del fatal resultado.

 

El lunes Yvette con una sonrisa que le llegaba hasta las orejas y con aire de complicidad me dijo sencillamente que la próxima aventura la correríamos juntas. El martes vino al trabajo con un diccionario de argot donde aprendí que el hombre era el "mec" y la mujer la "nana" y que las tetas se pronunciaban igual que en español si bien se escribía "tetaze". Mientras me enseñaba todo ese lenguaje reíamos como colegiales.

 

En otra ocasión, no podía dormir sin tener la ventana abierta. Los ruidos de los coches y el de alguna sirena estrepitosa de una ambulancia entraban por la ventana invadiendo toda la habitación. Oí como se abría una puerta y en algún lugar cayó un vidrio chasqueando. Oí la risa de los trozos grandes de cristal y la leve risilla de las esquirlas. Después, de pronto, un ruido sordo, ahogado, en la escalera. Era en el piso de abajo. Luego alguien subió por la escalera. Se acercó sin detenerse. Estuvo bastante tiempo ahí parado. Bajó otra vez haciendo crujir los peldaños de madera y su movimiento, alejándose, me tranquilizó. Respiré hondo y salí a la calle. Era un viernes y en la Rue de Bac los policías que vigilaban las embajadas transmitían seguridad.

 

Me metí en el primer taxi que pasó y le indiqué que me llevara a la Place Clichy. Necesitaba ver gente. Entré en el "Au Petit Poucet" (El Pulgarcito). Atravesé la terraza, que a pesar del frío, estaba abarrotada de gente tomando cerveza. Ya en la barra pedí un café crème. Absorta en mis pensamientos, -intentaba calentarme las manos abrazando la taza- sentí de pronto caer sobre mi rostro una mirada que yo había sentido antes.

 

Un hombre, desde el otro lado de la barra, solitario, con una copa de coñac en la mano me clavaba sus negros ojos fijamente. Salió del local mucho antes que yo. Cuando fui a pagar la cuenta el camarero me indicó que aquel individuo ya la había pagado. Ya en la calle se me acercó y con una educación exquisita me invitó a tomar otra copa en un local de al lado. Pude negarme pero no lo hice.

 

Cuando me desperté estaba sola en una habitación del Hotel Le Chat Noir en pleno Bd. De Clichy. Lo primero que pensé es que me había robado el bolso. Pero, todo estaba en su sitio, pero al regresar a casa lo primero que hice fue telefonear a Yvette y contárselo todo. Me dijo que pusiera un cartel en la puerta diciendo que me ausentaba por vacaciones, que hiciera la maleta como si de verdad me fuera y me invitó a dormir unos cuantos días en su apartamento de Boulogne.

 

Así fue como me instalé provisionalmente en el apartamento de auténtico lujo de Yvette. Los techos eran altísimos, dando un aire palaciego a todas las habitaciones. El suelo era de mármol con alfombras rojas por todos lados. La luz del día entraba por las ventanas a raudales. Conocí a las encantadoras hijas de Yvette. Eran dos niñas con una mirada tan limpia que parecían salidas de un cuadro de Sorolla.

 

Aquella semana Yvette y yo fuimos todos los días en coche al trabajo. Ella hablaba y hablaba durante el trayecto y en la oficina lo justo. Las dos esperábamos con ansia que acabara la jornada para seguir hablando. Bueno yo escuchaba más que hablaba.

 

Aquella semana fue de las más movidas. Con Yvette no hay una semana tranquila, pero aquella fue especial. Al mediodía Yvette comía en un restaurante frente a la empresa Prestil, con los compañeros de siempre y tenían ya estudiados los menús de toda la semana. Los jueves cuscús con verduras al curry y los viernes steack au point (carne roja al punto) con vino tinto de alta graduación.

 

Yo comía en otra mesa, sola, callada y entregada a mis pensamientos. Yvette tenía ya concertadas todas las comidas de la semana como si se tratara de una tradicional partida de cartas obligatoria. Yvette era para mí como una diosa y durante un tiempo tuve la sensación que yo era una carga para ella. Aquellas comidas en una mesa solitaria eran como estar en un oasis donde los ruidos de los vientos y de las aves estaban pegados al paisaje. En esas horas aprendí a ver.

 

No sé por qué, todo penetraba en mí, a la hora de la comida, más profundamente y pronto me apercibí que tenía un interior que ignoraba. Intentaba escribir cartas a gente conocida y me era imposible. En los pocos meses que llevaba en París, los acontecimientos parecían haberse disparado. Notaba que cambiaba mi forma de pensar, mi carácter y que cada vez me separaba más de los antiguos compañeros –incluidos Hervé y su compañera- y las cartas a Dominique eran más cortas y superficiales.

 

Yvette era como un torbellino, como una diosa con alas que me arrastraba a una vida intensa, nueva, satisfactoria y por ello cuando ocurrió aquel desdichado accidente todo tomó otro ritmo y recuperar un compás similar al rumbo al que me había acostumbrado me costó varios meses. Y durante todos esos meses mis prejuicios fueron cayendo, definitivamente, uno a uno por orden alfabético y no por fecha de caducidad.