18 ene 2012

Mujeres que se encienden rápidamente. Cap 12 de "Barcelona nació con los granados"

Capítulo 12                  Viaje a Armenia

 

             Mujeres que se encienden rápidamente

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Nacer en Cadaqués

 

Cuando naciste no partías de cero.

Cuando naciste tus hermanos

ya hablaban, andaban y jugaban

en la arena, justo enfrente de casa,

remojándose los pies en agua de mar.

 

Tu hermano ya hablaba dos lenguas,

tu hermana sólo una.

Aún no iba a la escuela, acompañaba

a tu madre en los quehaceres

y cuidaba de ti peinándote

el cabello de tantas formas

como caras tiene un poliedro.

 

Tu punto de partida no era cero;

el humilde refugio de pescadores

era la casa donde se estrellaba

la tramontana y el mar acababa

siempre acariciando

hasta el dintel de la puerta

como si buscase lavarte los pies.

 

El mar, ese inmenso depósito

hilvanado con fuertes rocas

y con suaves arenas, lleno 

de luz, agua y sal de vida,

sabía que tenías alma de princesa;

 

te respetaba, calmando a Neptuno,

cuando cogida de la mano de tus hermanos

aprendías a caminar entre sargos,

percas y rojo-amarillentos serranos

con las primeras palabras de la sirenas.

 

Junto a conchas sonrosadas,

granadas y membrillos,

con los primeros y alegres estremecimientos,

tíos y primos

vaciaban el aceite en enormes tinajas

y en un suelo cubierto con el mantel de viñas,

tapaban con tomillo y romero

los humos de cordero asado.

 

Esa luz y ese olor del universo mediterráneo,

que sueñas como bueno

es la mayor de las herencias deseables.

Cuando naciste no partías de cero.

                                                       Elisa R. Bach

 

El vuelo desde París a Moscú duró algo más de tres horas. Un taxi nos llevó desde el aeropuerto al hotel Ukraïna. Bajamos al comedor y los camareros nos "acomodaron" en una mesa en la que estaba cenando un personaje yugoeslavo y nos trajeron una degustación de caviar rosa –de salmón- con pan blanco y caviar negro -de esturión- con pan moreno. Pedimos una sopa de verduras porque aún teníamos en el estómago la comida que nos dispensaron en el avión.

 

Nos sentimos vigiladas y aquello nos cohibía. No era para menos. Aquellos camareros hacían de todo; desde espiarnos hasta vendernos los manjares de la cocina rusa de forma irregular. Nos ofrecieron una lata de un kilo de caviar negro por una cantidad irrisoria, pero Yvette, ducha en esas lides rechazó cualquier compra o transacción irregular por temor a que nos tendieran alguna trampa. El yugoeslavo, compañero de mesa, se interesó por el producto y estuvo estudiando aquella lata redonda y pesado contenido.

Al cabo de unos veinte minutos un camarero reclamó el caviar y para sorpresa nuestra la lata había desaparecido. Avisaron a la policía –eso dijeron- y dos individuos subieron con nosotras a la habitación. Nuestra habitación a excepción de la cama y un aparato receptor de radio, estaba huérfana de muebles y juegos de cama y la calefacción eran unos simples tubos cromados que los utilizamos para secar la ropa.

 

Digo bien cuando me refiero al aparato receptor de radio porque no se podía sintonizar con otras emisoras y durante las 24 horas del día no echaban más que discursos políticos ¡en ruso! En el minucioso registro de la habitación, naturalmente, no encontraron nada más que las bragas secándose sobre los tubos. ¿Fue una trampa que nos habían tendido los vigilantes del sistema? Aquel suceso demostró que cuando se viaja a lugares "poco conocidos" hay que ir con mucho cuidado.

 

A pesar de todo en Moscú lo pasamos bien observando un mundo muy diferente al nuestro aunque en algunos detalles aquellos paladines del comunismo querían imitar el lujo de New York plasmado en las películas. Estuvimos alojadas en una habitación de la planta 16 y para hacer broma Yvette me dijo. Dile a la ascensorista el número del piso a donde vamos en catalán ya verás cómo te entienden. Le seguí el juego y le dije al robotizada dama rubia que íbamos a la planta dieciséis en catalán ("anem a la planta setze") y sorprendentemente me entendió y apretó el botón de la planta 16. Yvette reía. Me explicó para sacarme de mi asombro que en ruso el dieciséis suena a algo parecido a "sestnast".

 

 

Después de un día de visita por la Avenida Kalinina nos dirigimos al aeropuerto en un taxi y tomamos el avión que nos llevó a Ararat, el corazón de Armenia. A bordo de la nave, en diferentes idiomas, un voz metálica saliendo del techo nos explicaba los territorios por los que pasábamos aprovechando que el día era muy claro. Todo lo que oía me sonaba extraño y los nombres de las regiones me parecían nombres de mujer.

 

Desde el primer día Yvette me demostró que no hay nada más instructivo y gozoso que sumergirse en una sociedad formada por gente de una raza completamente diferente de la tuya, que respetas, por la que sientes simpatía, de la que te enorgullece ser un visitante foráneo. En efecto, desde el primer día me sentí en un "país teñido de incendios encendidos".

Una estancia en Armenia podría ser, fácilmente, una estancia en un país sabático. Hasta me atrevería a decir que el pueblo de Armenia no vive regido por los relojes de las estaciones de tren y de las oficinas, sino por relojes de sol como los de la poesía.

 

Armenia es un país que se parece a las dos caras de una moneda, formando un paquete compacto entre versos y prosa poética. Es como un poema con dos miradas sobre la misma realidad y una concepción común sobre su pasado: es una prosa que tiende hacia la poesía; y, por otra parte Armenia es también un poema (sin rima) que avanza hacia la prosa, hacia el ritmo de un discurso hablado, a media voz, sin prisas.

 

El viaje a Armenia no fue sólo un viaje a un país sino que fue también un viaje en el tiempo. Todo lo que vimos estaba encuadrado en la cultura universal y nada era hipótesis sino historia en estado puro, reducida a tan sólo los siete colores del Arco Iris. Las piñas de las coníferas recuerdan la arquitectura, el nivel del lago de Sevan, el de mayor altitud del mundo, había descendido cuarenta y cinco metros en tan sólo treinta años y sus diferentes marcas sobre sus costas hablaban efusivamente de la sed humana de agua dulce.

 

A los tres días de estar en Armenia me convencí de que la lengua armenia era inasequible al desgaste, como la hebilla de un cinturón. Eso lo comprendí rápidamente porque en Cataluña (también en el País Vasco y Galicia) teníamos también una situación parecida: en la escuela nos obligaban a hablar en la lengua oficial, es decir la lengua de los vencedores de la guerra.

 

En Armenia experimenté la alegría de pronunciar sonidos prohibidos para los labios rusos; sonidos secretos y repudiados. Yvette, por su parte, disfrutaba como una loca diciendo tacos, reniegos y palabras groseras imitando a los habitantes de los lugares por los que pasábamos y a cada palabra nuestro guía estallaba en carcajadas porque él si entendía el sentido de cada una de ellas.

 

De los lugares que visitamos me gustó mucho Aixtarak – un pueblo rico y de tierras fértiles-, mucho más antiguo que muchas ciudades europeas. Tiene una gran reputación por sus fiestas dedicadas a la siega y por sus cantos aixug ("rapsodas"). Los hombres expertos en viñedos suelen ser amantes de las faldas, comunicativos, burlescos, y amigos del "dolce fare niente". Nuestro guía nos advirtió sobre alguna aventura amorosa con ellos porque "agredían sexualmente en manada" cuando se trataba de mujeres "blancas".

 

En Aixtarak nos explicaron cómo explicaban las historias en Armenia: del cielo caían tres manzanas: la primera para el que había contado la historia, la segunda para los que la habían escuchado y la tercera, la más jugosa, para los que la habían entendido. Es en aquella zona donde reside el granero folklórico de Armenia.

 

En la península de Sevan se conservan dos –de tres- dignísimos monumentos arquitectónicos del siglo IX. Allí disfrutamos de las tranquilas aguas del lago donde alegres truchas saltaban como si alguien les hubiera tirado, a puñados, bicarbonato. El magnífico viento de agua dulce irrumpía silbando en nuestros pulmones. La velocidad de las nubes aumentaba minuto a minuto y la resaca, como un linotipista antiguo, corría a imprimir en media hora un denso Quijote –auténtico azote de Guttemberg-  bajo la pesadez del cielo enfurruñado.

 

Un setenta por ciento de la población, según las cifras oficiales, era menor de dieciocho años. Aquellos ingenuos muchachos subían como animales por las tumbas de los monjes, bombardeaban una pacífica raíz, habiendo tomado sus espasmos helados bajo el agua por las convulsiones de una serpiente marina, extraían de las espesuras húmedas sapos aburguesados y culebras de elegantes cabecitas femeninas, o perseguían arriba y abajo un carnero enloquecido que no entendía de ninguna manera a quién le podía estorbar su pobre cuerpo.

 

Durante nuestra estancia en la Península –antigua isla- de Sevan, en Armenia, paseando entre la hierba crecida acariciando nuestros cuerpos hasta la cintura, pude admirar la hoguera escandalosa de las amapolas. Falsos distintivos de cotillón, brillantes hasta el punto de provocar dolor quirúrgico, aquellas mariposas incandescentes de boca vacía, grandes, demasiado grandes para nuestro planeta, crecían por encima de groseros tallos peludos.

 

Me encendí como aquellas flores, me senté asida de la mano de Yvette en la frondosa hierba y el guía se detuvo junto a nosotras. En un arrebato de descaro acaricié su pierna por detrás buscando sus genitales sin alcanzarlos. Se sentó junto a nosotras y mientras Yvette le besaba la boca yo le bajaba los pantalones hasta las rodillas y sacié mi sed de sexo masculino. En aquellos momentos envidié a los niños, que salían, ligeros, a cazar alas de amapola entre la hierba.

 

Al volver a París, todo parecía irreal: las calles abarrotadas de gente caminando, con prisas, a paso atlético, casi corriendo, de un lugar a otro como huyendo del tiempo cual si fuera un fantasma; montones de automóviles asaltando las aceras, devorando espacio urbano, el aire impregnado de gasolina, irrespirable…

 

La fascinación por las formas, por la gente, por los gestos, por una arquitectura conservada contra viento y marea, por la lengua, por el erotismo de sus gentes mezclado con una fiel religiosidad –reprimida en gran medida- y por la constatación de la tragedia de un pueblo amenazado de extinción, he logrado –creo- desarrollar un sexto sentido arariano: el sentido de atracción por la montaña y ahora, me lleve donde me lleve el destino, añadiré a mi amor por el mar, la admiración por los Pirineos y sus ramificaciones.