22 ene 2016

19 ene 2016

Clara anudaba sus brazos tras su cabello negro con mechas blancas,


ÚLTIMO VERANO EN CASA DE TIA CINTA

Así como en otoño, en el cielo brillante,
aparece la cadera redonda y fresca de la luna
y las estrellas palidecen envidiosas
y sus diamantinos fuegos no tienen ya valor;

Así has aparecido en mi vida,
de repente, con todo su poder,
haciendo que no pueda respirar,
que enferme de amor.

                                    Johann R. Bach

Aquel verano en casa de Tía Cinta,
con la alegre compañía de mi primo Fernando y con la incondicional Clara conseguí olvidarme por completo de mis dolencias. A ello contribuyeron sin duda aquellas noches en las que la luna arañaba en la dulce plata de las corrientes de suaves brisas el camino hacia la playa.

Los vecinos y turistas
permanecían hasta altas horas de la madrugada arremolinados en las terrazas con una leve música de acordeón de un bohemio que se divertía al tiempo que hacía de ello un modo de vida. Sólo la policía municipal estaba ausente de la fiesta cotidiana nocturna.

Antes de que Clara –al objeto de complacerme- me obedeciera y se quitara los zapatos, yo le entreabría la camisa. Sus dos pequeños senos, altos, eran tan redondos que, más que parte integrante de su cuerpo, parecían haber madurado en él como dos mandarinas; y su vientre (disimulando el lugar que en el hombre se afea como con el soporte que queda fijo en una estatua desalojada de su sitio) se cerraba, en la unión de los muslos, con dos valvas de una curva tan suave, tan serena, tan claustral como la del horizonte cuando se ha puesto el sol. Se quitaba los zapatos, se acostaba junto a mí, entregándome su dulzura como si yo fuera para ella una diosa.

Clara anudaba sus brazos
tras su cabello negro con mechas blancas, alzada la cadera, caída la pierna en una inflexión de cuello de cisne que se alarga y se curva para volver sobre sí mismo. Cuando estaba completamente de lado, había cierto aspecto de su rostro (tan bueno y tan bello de frente) que yo no podía soportar, ganchuda como ciertas caricaturas de Leonardo, pareciendo revelar la maldad, la codicia, la bellaquería de una espía cuya presencia en mi apartamento de Bruselas me hubiera horrorizado y que, sin embargo en casa de Tía Cinta, parecía desenmascarada por aquellos perfiles. Me apresuraba a tomar en mis manos la cara de Clara y suavemente la volvía a poner de frente.

Cierta noche acababa de dormirme junto a ella,
la habitación se había enfriado y nos obligaba a taparnos con una manta. Para pedírsela a Carlota –la asistenta de Tía Cinta- yo intentaba encontrar el timbre a mi espalda, no lo conseguía, palpando todos los barrotes de cobre del cabezal y le decía a Clara que se había bajado de la cama para que Carlota no nos viera juntas:

-¡No! –le dije a Clara-,
vuelve a subir un momento, pues no encuentro el timbre.

Instantes dulces, alegres,
inocentes en apariencia y en los que se acumula, sin embargo, la posibilidad insospechada del desastre: lo que hace la vida amorosa, la más contradictoria de todas, aquella en la que la imprevisible lluvia de azufre y pez cae después de los momentos más gozosos y en la que enseguida, sin tener el valor de sacar la lección de la desgracia, volvemos a construir inmediatamente en las laderas del cráter del que no podrá salir más que la catástrofe. Yo tenía la despreocupación de los que creen duradera su felicidad aún a pesar de la ausencia en mi cuerpo del orgasmo. Precisamente porque la dulzura que me procuraba Clara me hacía olvidar todos aquellos dolores debidos a mi insuficiencia endocrina.

                                                              Johann R. Bach

18 ene 2016

Los años de vacas gordas no eran más que un espejismo de la fiebre,


VIGÉSIMO OCTAVO DÍA DE INVIERNO. 
Lunes. (18 de enero)

CUANDO SEA POSIBLE AMAD


Recoged las uvas del mar
y escribid mientras sea posible. Cuando sea posible amad… en silencio.

                                                                 Johann R. Bach

al salir de una sauna me miraba desnuda en el espejo


UNA MANCHA LLAMADA DESEO (fragmento)

Le conté a Clara las relaciones amorosas con Florián
un funcionario de la embajada francesa en Bruselas. Durante una semana estuvo viniendo a mi apartamento en Brujas. Como de costumbre no sentía nada especial; es decir no sentía nada como era habitual en mí. Pero más allá de mis sentimientos me importaban más los suyos. ¿Cómo saber si me amaba o si simplemente yo era un objeto más de las correrías de Florián?

Mira… –se dispuso Clara a explicarme sus experiencias-
durante las primeras semanas de una relación amorosa lo normal es gritar al alcanzar el orgasmo, son gritos que pretenden cegar y ensordecer los sentidos. Pasado algún tiempo, ya se grita menos, pero entonces ya es el alma la que sigue ciega de amor y no ve nada. Solamente la ausencia del amante permite al cerebro pensar con claridad.

En cierta ocasión después de una aventura
parecida a la tuya, con un hombre casado, al salir de una sauna me miraba desnuda en el espejo. Miraba mi pubis mientras pensaba en la escena amorosa acaecida tan sólo una hora antes. Lo que de ella recordaba no era ninguna cosa especial de él. Francamente me siento incapaz de describirlo, posiblemente no me fijé demasiado en su aspecto cuando estaba desnudo.

De lo que me acordaba (mientras, excitada, me miraba en el espejo) era de mi propio cuerpo; de mi pubis, cubierto de rizos como la piel de astracán y de la mancha redonda –que dicen se debe a un deseo de la madre durante el parto- situada inmediatamente debajo del ombligo. Aquella mancha redonda que hasta entonces había pasado desapercibida, perdida en la geografía de mi piel como un simple accidente prosaico cutáneo, se me grabó en la mente. Deseaba volver a verla una y otra vez en aquella proximidad del miembro erecto de un extraño.

Sí sí. Lo que deseaba no era ver el sexo de un extraño. Quería ver mi pubis en compañía de un miembro viril extraño. No deseaba el cuerpo de un amante. Deseaba mi propio cuerpo, repentinamente descubierto, el más próximo y el más extraño y el más excitante.

Observaba mi cuerpo lleno de gotitas de agua restos de la reciente ducha y pensaba en cuando aquel hombre acercaría su miembro viril a mi sedoso pubis. Deseaba que acudiera a mí, que tumbado junto a mí de costado intentara tomarme por detrás y poder ver solamente su verga y mi mancha redonda.

Quise, en alguna ocasión,
hacer el amor con él de forma normal, mirando su rostro, pero no conseguí ver más que unos ojos escudriñadores y una lengua de la que me apartaba porque apestaba a tabaco y alcohol. En el momento en el que nace el amor una mujer no puede resistirse a la voz del hombre cuya alma es sensible y la mezcla de salivas no sólo es necesaria sino también agradable.

                                                                    Johann R. Bach

17 ene 2016

Clara y yo nos abrazamos fuertemente…


VIGÉSIMO SÉPTIMO DÍA DE INVIERNO. 
Domingo. (17 de enero)

EL ABRAZO



Escribo cosas sobre sus cloacas…


LA VÁLVULA DEL OMBLIGO DE LOS OBISPOS

-Buenos días amigo lagarto.
Hoy el viento remueve los cielos y el sol campea por sus anchas.

-Buenos días amiga.
Veo que hoy te has bajado un libro y por ello deduzco que te dispones a leer un buen rato.

-Así es amigo.
Es un libro de filosofía para aficionados. ¿Te gusta también a ti reflexionar sobre el Mundo?

-Sí. Pienso a menudo
sobre diferentes cosas aunque a veces me pongo de muy mal humor cuando la deriva filosófica me lleva a los aspectos sociales.

Me pongo muy nervioso
cuando veo cómo la ciencia oficial difunde a rienda suelta obviedades como si fueran descubrimientos mientras ignora que la luna rueda lentamente por encima de los Jardines iluminando las granadas y los olivos.

Me molesta muchísimo –y no puedo evitarlo-
Que, amparados en la "Ciencia Oficial", esos "científicos de pacotilla" se burlen de millones de criaturas haciéndoles creer que el nivel del mar subirá en pocos años un metro y las mareas arrasarán la mayoría de las ciudades marítimas, mientras que por otro lado lanzan a lomos de las ondas hertzianas preguntas inquietantes, preguntando, cínicamente: ¿Dónde está el silencio de los bosques, el olor del romero, la lavanda y la hierbabuena de las auroras en el campo?

Yo me consuelo escribiendo notas críticas fustigándoles.
Escribo, por ejemplo, que el cielo se ha puesto el magnífico uniforme azul marino constelado de oro del jefe de la policía municipal,

Escribo cosas sobre sus cloacas…
pues los imbornales de las calles se atascan y no pueden engullir millones de versos… que las alcantarillas se destapan las bocas a golpe de grandes tragos de nuevos pensamientos filosóficos que se esparcen en las plazas aunque sea bajo un conglomerado de rancia orina solidificada.

En algunas ocasiones
me permito el lujo de decir que me desternillo de risa al ver a miles de personas –consumidores compulsivos de langostas y pescadito frito-, tocados con coronas de perejil, cómo llenan las calles exigiendo un uso más razonable del agua de mar.

En otros momentos
dejo el tema social aparcado y la emprendo con los mecánicos dentistas encargados de sellar pasaportes para el Mundo del Dolor. Sonrío mientras ellos saquean la colección de botones gemelos que forma parte del Tesoro de la Humanidad.

Pero cuando reviento a carcajadas
es cuando oigo por la radio las declaraciones de los obispos -como el de Valencia-, que tan pronto acaban de posar para sus retratos ecuestres bajan al Circo del Mundo y dan el pistoletazo de salida para el próximo préstamo. Entonces recuerdo que, según palabras de Tío Arturo, después de cada cena se desatornillan, a escondidas, la válvula del ombligo.  

                                                             Johann R. Bach