24 ago 2013

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                                                                 Johann R. Bach

PAUL LAFITTE (V)

   LOS COMPAÑEROS DE PAUL LAFITTE  (V)

 

LOS COMPAÑEROS DE PAUL LAFITTE

 

Los compañeros de Paul Lafitte

establecidos y organizados en Hof enviaron un mensaje indicándole que la guerra había dado un giro importante y que estuviera preparado para un posible golpe de mano en la zona.

 

Acostumbrado a las mentiras

de los partes de guerra y a las batallas de mensajes falsos cuya finalidad era la de dar moral a los combatientes, sonrió y se dispuso a escribir las sensaciones sobre las que nadar aunque no se vislumbrara la orilla.

 

Agnes le traía papel

que robaba en el instituto de Gera pues ya comenzaba a escasear. Su caminar erguido se distinguía desde lejos por sus anchos hombros como un libro abierto. De grandes ojos y tez blanca parecía hermana de Sofía y no su hija.

 

Verla al lado del camino

con su pelo de oro haciendo juego con el campo de alfalfa y caminando deprisa como si quisiera deshacerse lo antes posible del objeto robado era como un cuadro de Monet.

 

En efecto, los alemanes tienen tendencia

a considerar todo pequeño hurto como un crimen y toda liberalidad se convierte en una colaboración con el enemigo. Si era descubierta por satisfacer las ansias de escribir de un prisionero se exponía a graves consecuencias. 

 

De repente aquel idílico cuadro

de una muchacha atravesando un campo de alfalfa se vio inmerso en un auténtico infierno: las bombas caían aquí y allá abrasando los campos.

 

Paul corrió al encuentro de Agnes

y la arrastró literalmente hasta una pequeña hondonada, allí la cubrió con su propio cuerpo. El aire flotaba un negro fragor como negra era la inmovilidad. La brisa caliente olía a azufre y leña quemada y el terror se extendía cegando la tarde.

 

Cuando el bombardeo acabó

todo permanecía quieto como si fuera posible la repetición de aquellas oleadas de fuego. En medio del sonido de sirenas de alarma antiaérea Agnes conoció sus primeros besos y el sudor de una piel masculina: el cálido grito de la anémona quería sustituir el verdor de los campos.

 

Aquel bombardeo convenció a Paul

de que, en efecto, la guerra había dado un giro importante. Al amanecer vio a través del pequeño ventanuco del cobertizo cómo Dieter y su cuñado Hans se despedían con efusivos abrazos de Thomas –el abuelo- Monique y Sofía –sus esposas- y de su hija Agnés.

 

Paul era sólo un prisionero

del que ni remotamente pensaron que fuera un humano merecedor de una despedida. No importaba el tiempo que había estado arañando la tierra para arrancar algunos alimentos destinados a la familia. Se sintió dolido.

 

Poco después Thomas, cabizbajo

y sin mediar palabra, abrió la puerta del cobertizo y le dio una pala para reanudar el trabajo.

 

Durante más de diez días

no tuvo contacto más que con Thomas. En el ambiente se palpaba un endurecimiento en el trato de los prisioneros. Sus movimientos se redujeron al trabajo junto a Thomas y el resto del tiempo era encerrado en el cobertizo.

 

Por suerte tenía algunas octavillas

de papel en las que escribir. Con su diminuta letra Paul administraba el espacio del papel como los alimentos que le procuraban.

 

                                                                                     Johann R. Bach

 

 

 

PAUL LAFITTE (IV)

             LA EDAD DE LA LUZ  (IV)

 

A Paul Lafitte le parecía que la luz tenía edad:

nacía, maduraba, envejecía y moría en la noche escondida tras la propia sombra del planeta.

 

La espera excavaba en aquellas noches

un insomnio vertiginoso sobre los campos de alfalfa vigilados por escuadrones de valeriana. La combinación de ambas plantas daba vigor a sus músculos y tranquilidad a su alma.

 

Entretanto, en el cobertizo,

bajo la paja, se acumulaba poco a poco gasolina en espera de la deseada fuga. En el almacén de abonos de Hof conoció a un grupo de prisioneros que trabajaban allí desde hacía dos años.

 

Uno de ellos le dijo en voz baja

"si conocía Grenoble". Sus ojos se empequeñecieron para evitar el chorro de luz que estaba iluminando sus pupilas. Esa era la consigna del maquis provenzal.

 

Le contestó que "él no pero su hijo sí"

a modo de contraseña. En un momento dado Firmin le colocó en su bolsillo un papel doblado que no leería hasta llegar la noche. Simulando decirle algo sobre las ruedas, le indicó una pequeña cavidad entre las ballestas y le nombró la palabra correo.

 

La camioneta iba dos veces por semana a Hof

con lo que se estableció un correo regular entre todos los componentes del maquís en la zona. La información pasaba a través de la vía checa de la resistencia.

 

La actividad para una fuga

en toda regla había comenzado. El peligro de ser descubiertos también, pero saber que contaban con la ayuda de los sudetes les animaba como una aurora.

 

Durante tres semanas el correo funcionó

a las mil maravillas, luego quedó interrumpido sin saber por qué.

 

A las cinco de la mañana

el runruneo del motor de la camioneta despertó a Paul; pocos segundos después la puerta de su prisión se abrió y sorprendentemente era Monique, la mujer de Dieter, la que requería sus servicios.

 

Paul se sentó en la amplia cabina

junto a ella. A pesar de la oscuridad de aquel amanecer adivinaba su perfil: era hermosa, algo corpulenta y con cierto aire empático en sus movimientos.

 

La camioneta avanzaba lentamente

por aquel camino helado y lleno de socavones. Paul la notó excitada por su proximidad y no pudo evitar acariciarle la rodilla con suavidad.

 

Todo, absolutamente todo

se puso patas arriba. Lo que no habían conseguido los continuos bombardeos o el goteo de pérdidas humanas se despertó entre dos enemigos irreconciliables:

 

La madre, en casa,

la que puso tranquilamente los platos en la mesa para la cena durante tantos años se esfumaba bajo el calor de una amorosa mano.

 

La madre de palabras dulces,

inmaculados su gorra y traje que habían exhalado el olor sano de su persona, pasaba a pensar en las mariposas que revoloteaban en su vientre.

 

La figura del padre, Dieter, fuerte, arrogante,

viril en las formas, mezquino, colérico, injusto, con su golpe y palabra violentos, con su pacto estricto y sus añagazas se hundía ante una acaricia de la música de una viola de gamba entre las piernas.

 

Las costumbres, el lenguaje educado de los visitantes,

los muebles familiares… Todo, absolutamente todo se tambaleaba.

 

Sólo el efecto que no permite contradicción,

el sentimiento de lo que es real, la idea de que pueda al cabo no ser real como el corazón anhelante y amoroso, se mantenía en pie en aquel paisaje helado.

 

Las dudas del día y las dudas de la noche,

el sí y el cómo extraños de una pasión, dentro de una cabina de una camioneta varada al borde de un camino de una llanura llamada a convertirse en un infierno eran en su conjunto

 

destellos de lo que nunca

se debió haber modificado: hombres y mujeres apretujándose en rincones nunca pensados para ello en el instante, bellísimo, en que la luz comienza a nacer.

 

                                                                                         Johann R. Bach 

PAUL LAFITTE EN LA GRANJA

     EN LA GRANJA    (Johann R. Bach)   (III)    

     

Durante dos días le hicieron cambiar

cinco veces de tren. Sin comer nada durante el trayecto, el estómago se le retorcía como su rabia.

 

Pidió a los guardianes ir a orinar,

aquéllos, mofándose de él, lo sacaron al aire libre. Orinó ante las risas de sus captores en la plataforma formada por dos planchas de hierro entre los vagones de aquel tren que podría ser el último.

 

Pensó en saltar y escapar,

pero desconocía dónde se hallaba y a juzgar por la hora ya debían estar en suelo alemán. Por otra parte le habían quitado su documentación, y con la escasa ropa no resistiría mucho tiempo perdido. Prefirió esperar a que el Destino le diera otra oportunidad.  

 

Cuando Paul Lafitte bajó del tren

leyó "Hbf Gera" en un gran letrero. Desconocía el nombre del lugar y dónde se podría hallar. Su obsesión por los mapas cobró nuevos bríos.

En la misma estación fue entregado a tres hombres vestidos de paisano que a juzgar por su aspecto podrían ser abuelo, hijo y nieto.

 

Lo subieron a la parte trasera

de una camioneta, junto a unos postes de madera. El viaje duró unos veinte minutos. Su primera tarea de prisionero fue la de descargar la madera.

 

Oscurecía ya cuando le condujeron

a un pequeño cobertizo junto a una nave enorme donde mantenían a cientos de pequeños cerdos. En su interior había un montón de paja que le señalaron como sitio para dormir.

 

Le dieron dos mantas

y una marmita llena de patatas crudas con dos trozos de carne magra. Cuando la puerta se cerró tras él oyó como la llave chirriaba en la antigua cerradura y se lanzó desesperadamente sobre "aquellos manjares".

 

Paul Lafitte se encontraba al borde

de la desnutrición y se comió la primera patata a grandes mordiscos. Su estómago protestó por la acidez y pasó a devorar la carne. Buscó por todo el cobertizo algo que le pudiera ser de utilidad.

 

Mientras se calmaba algo su estómago

pensó que aquella tierra quizás recibiera las semillas con tristeza. Las semillas que tanto arriesgaban en medio de los campos arrasados por el fuego probablemente no se preguntarían si eran felices;

y, sin embargo, brotaban.

 

Desde el primer momento

que Paul Lafitte vio los campos de aquella granja le vino a la cabeza el concepto de maldición; una maldición que no se parecía a ninguna otra.

 

Aquella maldición azul parpadeba

con una especie de pereza como queriendo dar el aspecto de una naturaleza afable; los hilos de luz que se iban perdiendo en la noche ofrecían una cara de rasgos tranquilizadores.

 

Pero una vez acabado el fingimiento

surgían del amanecer el nervio y el malhumor de Dieter quien parecía ser el que mandaba sobre toda la familia.

 

Durante los siguientes días, Paul Lafitte

ayudó sin rechistar en todas las tareas de la granja y vio cómo su esfuerzo era compensado con arroz hervido, algún que otro muslo de pato, tres salchichas diarias y de vez en cuando un pie de cerdo extremadamente salado y que en realidad era de vaca.

 

De lejos veía a tres damas

de las que no podía apreciar ni su edad ni su aspecto. En realidad no podía quejarse: dormía sobre un lecho cubierto por una manta, estaba ganando peso y a pesar de estar vigilado todo el día, en su mente se iban encajando los datos para una posible fuga.

 

A veces, la silueta de un caballo joven

en el horizonte montado por un niño lejano avanzaba exploradora frente a sus ojos y la excitación, ante esa estampa de libertad, se desbordaba con lágrimas humanas. 

 

 

PAUL LAFITTE (II)

    EL NIÑO QUE SOÑABA CON CRECER  (II)

 

EL NIÑO QUE SOÑABA CON CRECER

 

El acento suave de las erres,

propio de los marselleses, disimulaba su origen ampurdanés.

 

Él ignoraba su destino

y sólo la banda azul en su brazo le distinguía de los demás. De momento se sentía a salvo comprimido entre los desnutridos cautivos. La ausencia de hombres viejos impregnaba de esperanza todo el vagón.

 

El traqueteo de las ruedas metálicas

al saltar las ranuras de dilatación entre vías no era precisamente un vals, pero si lo suficientemente monótono para adormecer a Paul Lafitte –el más despierto entre todos aquellos pechos y espaldas.

 

Entre sueño y sueño observó

que entre los prisioneros destacaba, a pesar de un andrajoso vestir, un joven rubio de ojos tan azules que hacían sospechar que era un alemán infiltrado.

 

Aquello le impulsó

a cruzar algunas palabras con los compañeros de infortunio al solo objeto de demostrar que él era un auténtico francés.

 

No le fue difícil adoptar

aquella nueva personalidad puesto que en su raigambre había también una tierra,  l'Empordá mediterráneo, un viento, la Tramontana, y, una lengua, el catalán.

 

Todo ello muy similar

al conjunto de adopción de la Provenza con su Mistral, cazador de nubes, y el francés sibilante de la Côte d'Azur.

 

Paul estaba convencido

de que en épocas de falsificación e hipnosis generalizadas hay que empecinarse en preservar la lucidez y mantener abierto un prudente diálogo acerca de las dimensiones esenciales de la condición humana:

 

libertad, justicia, amor, trabajo, creatividad…

 

Paul era uno de esos hombres

que habían derrochado generosidad en su juventud y eso era la causa de su ruina. Todos aquellos actos de liberalidad realizados al objeto de llevar una vida coherente eran los responsables de su situación.

 

Lo había perdido todo absolutamente:

amigos y compañeros abandonados en las cunetas de las carreteras o en los bajos bosques, amores desaparecidos en las continuas huidas y hasta su nombre desapareció en un asalto a una columna de invasores.

 

Aceptó la consumación del ciclo de la mercancía

y reconoció que nuestra civilización se había internado resueltamente en el ciclo del excremento, pero no quería renunciar a oponerse a un auténtico vendaval inhumano que quería reducir la Naturaleza a unos pocos parques naturales.

 

Nunca aceptaría –se decía a sí mismo-

que el hombre se convirtiera en jardinero de pequeñas parcelas verdes de un mundo arrasado.

 

Paul era, en efecto, un niño

que siempre soñó con crecer al mismo tiempo que los olivos: lentamente, sin prisa, pero sin pausa.

 

Dispuesto para el brote,

el porvenir le cedía todo el esplendor de la fe profunda. Su mirada llena de intención fundía la nieve y le protegía de toda destrucción:

 

la parte de la naturaleza

contenida en su pecho esperaba el momento oportuno para romper el cascarón como una nuez antes de convertirse en nogal.

 

Los crímenes que se estaban cometiendo

no hacían más que aumentar la rabiosa voluntad de enseñar a millones de almas a despreciar a los dioses fríos como el hierro que llenaban los uniformes de los soldados del ejército ocupante.

 

El porvenir parecía querer crear

otro ejército de pesimistas: en el curso de aquel viaje en el tren, los prisioneros veían cómo se realizaba el objeto de su recelo.

 

Sin embargo, el racimo que sigue a la siega,

por encima de su cepa, a pesar de la guerra, llegaba a concluir. Aquello también lo percibían los pesimistas.

 

Paul Lafitte, poco a poco investido

por su nueva personalidad, sabía que, a veces, lo real apaga la sed de la esperanza. Por eso es por lo que, contra toda espera, en su pecho sobrevivía la idea de un futuro mejor.

 

Aquél no era un tren

que fuera a ninguna parte: tenía un destino y un objeto.

 

                                                                          Johann R. Bach

 

 

PAUL LAFITTE (I)

        LA CANDELARIA DE PAUL LAFITTE   (I)

 

Toda la nieve del valle era insuficiente

para enfriar sus sesos. Tenía el infierno en la cabeza.

 

Con la primavera en la punta de los dedos

en el mismo instante en que La Candelaria reía, las verdosas andanadas de hierbas exuberantes cubrían las escasas parcelas de tierra enamorada. 

 

Como a todo lo demás,

animales de granja, escarabajos y muebles, le había temblado también el espíritu.

 

Con gran dolor se comió,

al mismo tiempo que su orgullo, las fotografías que aún conservaba en la cartera.

 

Eran auténticos documentos gráficos

de una actividad –la guerrillera- que comprometía su alma, incluso si aquélla hubiera estado dormida.

 

¿Cómo le pudo llegar a él la escritura? 

 

¿En qué podía pensar si no,

mientras el plumón de la niebla se estrellaba contra aquella ventana que no podía protegerle ni siquiera del frío del invierno?

 

Se levantaba de su lecho de paja,

iba y venía dando saltos de un lugar a otro, combatiendo con el ejercicio su entumecimiento.

 

Llegó a desear

que sus enemigos lo trasladaran lo antes posible a otro lugar soñando con el ligero calor del interior de un vagón de tren.

 

Siempre se había sentido orgulloso

de no haber nacido en una metrópoli. Creía que eso era una suerte porque le permitía ver a su país "desde fuera".

 

Comprendió que aquella guerra iba a prolongarse

 

"más allá de los armisticios platónicos",

pues los excrementos del nazismo se habían hundido en el fértil inconsciente de los hombres y la única forma de resistir era convertirse en un refractario.

 

Su propio aliento

era el único calor que llegaba a sus manos…

 

Dos soldados le registraron en el cobertizo.

al encontrar en su cartera un tríptico que le identificaba como Paul Lafitte, nacido en Aix-en-Provence,

 

le pusieron un brazalete azul en el brazo

y lo subieron a un vagón abarrotado de prisioneros.

 

El calor de aquel amasijo de desdichados,

con un mismo momentáneo destino, le devolvió la esperanza.

 

Vivió aquella noche

coloreada de herrumbre como la de un reo que ve cómo alguien misterioso le abre las rejas de todos los jardines.

 

Sobrevivió

porque para la mirada de la noche viva, el sueño no es a veces sino un liquen espectral dispuesto a hacerse realidad.

 

                                                                         Johann R. Bach

 

 

PORTADA DE PAUL LAFITTE

PAUL LAFITTE  (SUITE DEL MAQUÍS)

 

El sueño de un maquís prisionero: LA FUGA.

 

Siete poemas con un hilo conductor entre ellos para dar relieve al relato en tercera persona del maquís Paul Lafitte, de origen empordanés, que luchó con las armas en la mano durante veinte años,

 

y veinte más denunciando con su pluma las injusticias en el ámbito europeo. 

 

                                                                         Johann R. Bach
Fotograma de la película LA GRAN EVASIÓN

ORACIÓN

EL ORIGEN DE UNA NOCTURNA (Oración)     

  

Algo de tu poliédrica vida

dio origen a un lamento que poco a poco se convirtió en oración.

 

Tú eras lo que entonces,

padres y profesores deseaban: una muchacha callada algo dormilona, delicada de salud y –cosa extraña- a diferencia de tus compañeras nunca te quedabas demasiado tiempo mirando por la ventana.

 

De la escuela –más trabajadora que lista-,

obediente y con pocos problemas, sólo recuerdas algunos pocos castigos que siempre consideraste injustos. La falta de confianza en ti misma la suplías con una cierta constancia y tozudez.

 

Leías todo lo que caía en tus manos

y algunas de aquellas lecturas te proporcionaron informaciones misteriosas: con sólo ocho años de edad supiste que el día de Mercurio era aproximadamente igual a su año.

 

Eso te inclinó a observar

a menudo los cielos nocturnos y durante el día quedarte embelesada con las blancas nubes alargadas como naves extraterrestres detenidas a las puertas de un Purgatorio, indecisas. 

 

Entretanto te ibas formando

en ideas y convicciones éticas indoblegables como botones de gabardina y te dedicaste durante un corto periodo de tiempo a

 

llevar una vida viajera

imaginando que los autobuses o trenes te transportaban de un lugar a otro como alfombras voladoras: somnolienta, fascinada, torturada por la belleza del mundo.

 

Después intentaste llevar, como todas,

una vida corriente con algún grado ganado en unas oposiciones completamente limpias.

 

Madrugones, metro,

café antes de comenzar la jornada, trabajo de oficina –contratación de energía eléctrica-, otra vez metro de vuelta a casa, sueño saciado con una corta siesta, eran cosas cotidianas.

 

Tuviste suerte: los profesores

de la facultad eran en general buenos en sus materias y liberales en los social:

 

te consideraron

uno de los suyos debido a algunas de tus convicciones democráticas y espirituales.

 

Tardaste años en aprender a leer

esos otros lenguajes que te ayudan a comprender la radiografía de tu propio esqueleto, la música de las glándulas endocrinas,

 

la fotografía de unas gruesas cejas,

los carcomidos pabellones auditivos, los hoyuelos en mejillas y barbilla; la escrófula en los labios.

 

Esos lenguajes, en general,

no interesaban a nadie, pero gracias a ellos comprendiste muchas cosas, latentes o movidas, en tu interior y te ayudaron a ver en los ojos de los demás intenciones inconfesables.

 

Pocas veces viajaste al extranjero,

pero aún llegaste a conocer la Rusia de la Era Brezhnev, las playas y acantilados de Normandía, los robles de la Berliner Eichentor y los lagos de la pacífica Suiza.

 

Coleccionaste en lugar de recetas de cocina,

multitud de fichas de plantas medicinales descritas por Linneo y destacaste algo en el ajedrez, pero abandonaste esa afición por ser poco femenina-  En cierto modo, mientras aprendías idiomas, eras feliz.

 

Leíste algunos libros -entre cientos de ellos-

que te ayudaron a fijar en tu ADN algunos conceptos modernos que momentáneamente te fueron útiles para sobrevivir en los momentos difíciles,

 

pero tus lecturas preferidos eran

las que te permitían mirar en tu interior y ahondar en el conocimiento de las antiguas brasas del universo; estudiar el vuelo de las abejas o la increíble adaptación de los caracoles al entorno.

 

Excepto el placer de las matemáticas,

no sacaste ningún provecho del resto de libros "científicos". La literatura te alegró –tanto la poesía como la prosa- muchísimas tortuosas noches.

 

Algunos profesores te recomendaron

los clásicos griegos como textos que podrían cambiar tu vida. Los leíste. Nada te cambió, lo reconoces, pero te permitieron una mirada distinta sobre la vida.

 

Tal vez no vivías –sólo subsistías-

o tal vez aquellos tiempos no eran otra cosa que una fase necesaria –psicológicamente- antes de pasar a otra en la que se ha de superar la maternidad; y,

 

en espera de tiempos mejores,

arrojada contra tu voluntad hacía algo, como una sombra en la pared, trabajaste en hospitales y editoriales, para ganar algo de dinero fácil para pan y papel.

 

Cómo explicar a tus hijos

que dedicabas grandes esfuerzos para no sucumbir a insinuaciones malignas, a no cometer estupideces y a no confraternizar con el más fuerte.

 

Cómo podías explicarles

que al despertarte empapada en sudor y ver el silencioso techo amenazando con derrumbarse encima tuyo debías escribir con tu mano fatigada hasta los tuétanos un conjuro contra los espíritus y una oración para una noche más plácida para ellos.

 

Una noche sin ofertorio,

sin consagración ni comunión. Ingenuamente sin sacrificios, exenta de espanto. Sólo de tu maltratado pecho podía salir un lamento lanzado a esa noche:

 

      ORACIÓN  (Treno en la noche) de Johann R. Bach

 

¡Oh noche!

 

"No te ruego que deshagas la oscuridad

de mi corazón ni de mi conciencia sino en la medida en que eso sea justo para que pueda alabarte, y en la Negritud la forma de lo que debe ser bendecido y en lo maravilloso de mi propio espíritu que ya tengo el fuego que sólo Tú has de encender".

 

"No conozco el nombre

o la palabra que exprese mejor el mundo desde el cual a partir de ahora te contemplaré y te adoraré, sumida en la profundidad de un negrísimo mar cuyos abismos son yo misma convertida en mar".

 

¡Oh noche!

 

"Durante veinticinco años

viví las noches con la misma naturalidad con que un niño cuelga cerezas como guirnaldas en sus orejas; y, no te invoco con palabras de alegría porque no tengo el tesoro del que se extrae esa antorcha; sólo levanto hacia ti mis manos de ceniza prematura y el reflejo que mi opacidad pueda dar de tu oscura luminosidad".

 

¡Oh noche!

 

"Para mí, hasta la luz ha sido tiniebla

en tanto no sentí la llamada a correr por los campos, a humedecer mis labios con esas gotitas de agua de vida a reconocer mis propios suspiros antes del amanecer. Ayúdame a encontrar una oración, un pensamiento o una palabra que convierta mis recuerdos en sentimientos".
 
                                                                               Johann R. Bach