26 abr 2012

MIEDO A PERDER ALGO MUY VALIOSO . de la Novela BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS original de Elisa R. Bach (www.homeo-psycho.de)

     Barcelona nació con los granados

Barcelona nació con los granados,

entre alegres flores fucsias

como una granada de astros.

 

Corrían los tiempos que

caballos de madera y elefantes

ganaban batallas y  daban vida.

El delta del Llobregat procuraba

reposo, agua y terrazas sobre el mar

a familias púnicas enteras

resguardadas por murallas

de montañas inexpugnables.

 

En sus tierras fértiles crecían

sin dificultad las verduras,

los higos maduraban

como los versos y los campamentos

reían ajenos a la batalla de Cannas.

 

Los elefantes, verdaderos artífices

de las victorias cartaginesas también

descansaban a orillas de los ríos

prepirinaicos. Desarrollaban tareas

agrícolas, domésticas y pacíficas.

 

Gozaban como niños de baños diarios,

y juegos infantiles; se adormecían

con la música de las olas

y el olor a vino de los soldados.

 

Entre los fermentos

de sus enormes excrementos

usados como el mejor abono,

una semilla blanca

que en su origen tenía

el mismo color de sus flores,

surgió una planta extraordinaria

que viendo la luz del mar

decidió crear sus propias colonias. 

 

Ahora, después de más

de dos mil doscientos años

ninguna necesidad tiene el granado

que venga de tan lejos y me detenga

a contemplarlo en su milagro,

a que admire sus hermosas flores fucsias.

Nada es necesario para el granado

salvo la luz, la noche, el agua,

los fermentos, la brisa mediterránea

y el vuelo de las abejas.

La rotación incesante de la tierra.

 

Para ser, el granado no necesita que

me detenga a contemplarlo.

No mora el Punica granatum en mi palabra.

Mi palabra es lenta, sólo evoca

un granado que florecía en Cadaqués

junto al mediterráneo.

 

Existen

una avenida que va a Roma

y una ventana que da a la playa

para guardarlo, y en mi memoria

avenidas de diáfanos cristales

por donde llegó el granado

de Amilcar Barca que contemplo.

 

Barcelona nació con los granados,

entre alegres flores fucsias

como una granada de astros.                        Elisa R. Bach

 

Capítulo 1     Hermes. El abuelo.

 

·         Pérdida de un ser querido

              IGNATIA 200 CH

·         Pérdida de algo muy apreciado materialmente o

·         Miedo a perder algo considerado un capital

              VERATRUM ALBUM 200 CH

 

Como en la extraña mina de las almas,

estaño silencioso, iba avanzando

como vena por la oscuridad.

Entre raíces colgando,

puestas al descubierto por las picas,

brotaba la sangre que se escurre

hacia los hombres

con el aspecto pesado

del pórfido1 en la oscuridad.

Nada más allí, era rojo.

 

Allí había rocas

y bosques irreales

en excavaciones a cielo abierto.

Puentes sobre el vacío

y el gran lago gris, seco,

en el que estaba suspendido

sobre el propio fondo lejano,

como encima de un paisaje,

un cielo de lluvia.

 

Y entre praderas suaves,

llenas de paciencia,

apareció la pálida franja,

el único camino, extendido

como una larga lividez.

 

Por este único camino veníamos.

 

En cabeza,

el hombre esbelto con capa azul

y casco de minero,

que impaciente y mudo miraba ante él.

No masticaba tabaco ni otras hierbas,

pero su paso devoraba el camino

a grandes mordiscos. Las manos

le colgaban fuera de los pliegues

del manto, cerradas y pesadas,

sin ya saber nada de la cicatriz ligera

que llevaba enclavada

en la mano izquierda

como sarmiento de rosal

en un tronco de olivo.

 

Y sus sentidos estaban como partidos:

 

Por un lado, la mirada se adelantaba

corriendo como un perro pastor,

que se giraba, venía, y ya estaba de nuevo

esperándose lejano en la curva más cercana.

 

Por otra parte, como un olor,

el oído se quedaba atrás,

y le parecía a veces sentir

incluso el caminar de aquellos 

que también tenían que hacer

toda aquella penosa subida.

 

Después volvía a ser el eco

del propio ascenso y el viento

de su manto lo que llevaba detrás.

Pero él se decía a sí mismo

en voz alta que vendrían

y sentía como resonaban

en los oídos sus palabras.

 

Hermes, el abuelo, era experto

en interpretar los significados ocultos

conocía todo el mundo de los difuntos,

tranquilizaba a todos los que iban

a atravesar los límites de este mundo.

Su potente imaginación le permitía

entrar y salir del Inframundo sin problemas.

 

Hermes, el abuelo, nos enseñó

los símbolos del gallo y la tortuga

para el madrugador y tenaz caminante,

el zurrón para no ser capturado

ni envenenado en posadas,

las sandalias aladas indicativas

de la diligencia del mensajero,

el pétaso o casco precursor de moteros

y su caduceo o vara de heraldo.

 

Y los que veníamos detrás de él

a lo lejos, queríamos aprender

sus ciencias de la vida y

sus conocimientos sobre el Inframundo:

éramos muchos, pero caminábamos

con pasos suavísimos, callados.

                                                            Leo P. Hermes

*1) Pórfido. Roca compacta y dura formada por una sustancia amorfa y cristales de feldespato y cuarzo, generalmente de color rojo oscuro, muy apreciada para la decoración de edificios.

Fue en abril de 1.96… Me vi obligada a cambiar de alojamiento. El dueño de aquel enorme piso de la calle Joaquím Costa, a escasos 300 metros de la Facultad, había decidido vender el inmueble entero y nos echó a todas las que compartíamos aquella vivienda de techos altos y puertas hechas para gigantes.

Excepto a Dominique no volví a ver a ninguna de ellas. Dominique y yo habíamos compartido una de aquellas frías habitaciones. Ella, nacida en Dinan (Bretaña) estudiaba historia en la Facultad de Letras, era simpática y hasta llegó a presentarme a su hermano Hervé y a su hermana menor Gaëlle. Durante un tiempo nos seguimos viendo en el bar de la Universidad.

Gracias a Dominique encontré un estudio en arrendamiento en la calle Princesa a tan sólo 50 metros de la Vía Laietana. Realmente era un traspaso que me ofreció un amigo común de Pau Riba y de Dominique. El  estudio estaba en la última planta de un edificio antiguo, sin ascensor.

El alquiler era muy barato (aparte del traspaso que pagué no sin dificultades). Tenía una pequeña entrada desde la que se podía ver el gran comedor-cocina. En la parte derecha junto a la ventana había una pequeña escalera de madera que conducía a lo que fue mi habitación. La amplia cama estaba situada a la misma altura de una ventana que tenía vistas a los tejados vecinos.

Cansada de buscar habitación, acepté la situación: daba un dinero de entrada difícilmente recuperable si no era a base de encontrar a alguien, como yo, que aceptara aquellas condiciones. Por eso cuando ya estaba a punto de entregar el dinero Germán me habló de Giner, una especie de "mayordomo" que se traspasaba también con el estudio. Germán me quiso tranquilizar diciéndome que a él le habían transferido el estudio con Giner y que los anteriores ocupantes también habían tenido a Giner como compañero. Giner ocupaba una habitación frente a la mía sin luces ni ventilación.

Giner se ocupaba de todo lo que hiciera falta en el estudio, (limpieza, etc.) y nunca se mezclaba con los amigos de los inquilino; era discreto hasta el punto que era difícil de toparse con él en la escalera o en el propio estudio. Por fortuna mi habitación contaba con un pequeño lavabo y un wáter. Acepté a ese "mayordomo adherido" al estudio aún sin conocerlo. Abajo, en la calle Princesa había siempre gente hasta altas horas de la madrugada y atravesando la Vía Laietana, La Plaça Sant Jaume tenía un aspecto alegre.

En los primeros días, mi cuarto, me pareció bastante acogedor. Por la cocina "económica" de hierro forjado y por la ventana larga y estrecha en altura, rozando ya las tejas, de vidrios muy fraccionados, se podía adivinar la edad de la casa. Por aquella ventana podía ver como caía la lluvia sobre los tejados rojos y adormecerme con las últimas luces del día, bajo una gruesa y pesada manta de lana. También los primeros rayos de sol, reclinado como un globo ardiente sobre los tejados, entraban por esa ventana sin cortinas, inundándome los ojos de una claridad coincidente con los fuertes timbrazos de un viejo despertador como los sonidos de un timbre de bicicleta.

La escalera era empinada y los siete pisos costosos de subir, pero en pocos días me acostumbré y el estudio me parecía aún más acogedor cuando, jadeante por el ejercicio de escalar, escalón por escalón, aquella oscura y fría escalera alcanzaba el confort del viejo sofá. Era como trepar por un árbol huyendo de toda clase de alimañas y a veces me sentía como una niña luchando por alcanzar el desván. En una palabra, estaba contenta, sobre todo porque los vecinos parecían no existir y a veces lo único que subía por aquella escalera era la música de un organillo que parecía también se había afincado en el portal.

Desde entonces han pasado los años por el país. La época de la que hablo está para mí en las tinieblas del pasado, y los vivos colores de los sucesos se han vuelto pálidos y difusos. Tengo la sensación de estar hablando de cosas que no me ocurrieron a mí sino a otros, tal vez a Dominique. Por eso no he de tener miedo que el amor propio me induzca a mentir: Escribo con claridad y honradez y me atengo al hecho que el número 12 de la Calle Princesa y el número 36 de la calle Joaquím Costa todavía existen y que las personas que en aquella época íbamos al comedor no universitario más barato, en la misma calle Joaquím Costa, pueden dar fe del ambiente del barrio.

Paco, el camarero del bar de la Universidad, ha dado, durante más de cincuenta años, testimonio de todas las transformaciones del ambiente estudiantil y estuvo al corriente de nuestras vicisitudes con más comprensión que la de un hermano. Decenas de miles de estudiantes conocieron al gentil Paco.

En aquel entonces yo no pasaba mucho tiempo en casa. A las siete y media de la mañana iba camino de la Facultad y antes de las ocho aún me daba tiempo de tomar un café servido por Paco. Eran tiempos en que hasta los conserjes ganaban concursos como los de "Un millón (de pesetas) para el mejor" y los estudiantes quedábamos atónitos ante la erudición de aquellos "poco ilustrados" funcionarios. Y siempre que podía, pasaba las tardes en casa de mi novio.

Si, entonces yo estaba "prometida" (como se decía entonces). Ramón –voy a llamarlo así- era una joven promesa del mundo científico, amable y culto y –lo que más contaba para mis coetáneos- rico.

Ramón había nacido en el seno de una tradicional familia de comerciantes que mediante el trabajo y el ahorro llegó a tener una casa a la que también gustaba de ir la juventud masculina porque, pese a todo aquel refinamiento, reinaba en ella un ambiente alegre y abierto que no dejaba que entre las tazas de té se instalara el aburrimiento.

El hijo menor de la familia, Ramón, era por cierto el preferido de todos, porque a su cultura añadía una cierta amable frivolidad que convertía en interesante y agradable la conversación más anodina. Tenía más sensibilidad y más temperamento que sus hermanos mayores, era un carácter franco, alegre, y está fuera de duda que yo le quería y estaba orgullosa de él.

Puedo hablar abiertamente: más adelante, un año después de quedar disuelto nuestro compromiso, se casó con una muchacha de familia noble, pero murió tras haberle dado el primer hijo, una niñita rubia.

Yo solía quedarme en su casa, donde se reunía a diario un grupo bastante numeroso de personas, hasta las seis de la tarde; después daba mi paseo, iba al Capsa, (teatro situado entonces, en la Calle Aragón) y regresaba a casa sobre las diez de la noche para continuar con el mismo género de vida. Me aficioné a las matemáticas y otras ciencias para estar más cerca de él.

Por la mañana, cuando yo bajaba despacio mis siete pisos, me encontraba siempre en el portal  al portero, que fregaba las baldosas de mármol blanco de la entrada. Él saludaba e iniciaba una corta conversación. Así día tras día. Primero el tiempo, luego que si estaba contenta con mi estudio y cosas así.

Como el viejo nunca quería terminar, yo siempre le preguntaba por sus hijos, y entonces él suspiraba y murmuraba apretando los dientes "¡Eso sí que es una cruz! ¡Qué preocupado me tienen, chica!". Y aquello era el final. Una vez, era un martes, pregunté, sólo por decir algo, quién era aquel "mayordomo" que ocupaba una habitación en mi estudio. Contestó a la pregunta de la misma manera que yo: de pasada, sin pensar mucho. "Un pobre chico que apenas si gana para poder comer haciendo pequeños trabajos aquí y allá.

Había olvidado ya hacía semanas aquella información cuando llegó Giner jadeante, sudado y al mismo tiempo con la ropa totalmente empapada. La tormenta le había sorprendido ya cerca de casa. Era un domingo por la mañana. Yo había dormido más de lo habitual y me disponía a salir paraguas en mano, mientras que él, con un librito en la mano parecía que regresaba de la iglesia.

Su aspecto era mísero: entre los flacos hombros que se vislumbraban claramente porque la camisa mojada así lo permitía, destacaba en su cara una nariz larga y afilada y las mejillas hundidas. Los delgados labios, ligeramente entreabiertos, dejaban ver unos dientes poco limpios. La mandíbula era angulosa y prominente. En aquel rostro sólo llamaban la atención positivamente los ojos. No es que fueran bellos, pero sí grandes y muy negros, aunque carentes de alegría. Sólo sé que la impresión que me causó aquella criatura con el pelo totalmente mojado no fue grata en absoluto. Creo que él ni me miró. Por otra parte, apenas tuve tiempo para pensar en aquel encuentro banal, porque instintivamente cogí una toalla y se la ofrecí para que se secara el pelo y la cara.

Aquella noche tuvo lugar en casa de mi novio una velada perfecta donde se discutió amablemente sobre todos los temas de la época. Resultó perfecta y duró hasta muy avanzada la noche. Esa noche, precisamente, Ramón me pareció encantador. Una agradable sensación de contento saturaba mi pecho como un calor bienhechor.

De ahí que a las tres de la madrugada resultara aún difícil la despedida. Los pocos que marcharon a pie se dispersaron pronto en todas direcciones. Yo tenía un camino por delante de unos veinte minutos por lo que aceleré el paso, dado, además, que la noche de final de junio era brumosa y lloviznaba. Pensando en aquel aleteo de mariposas en mi bajo vientre, sin darme cuenta llegué a casa y entré.

Me estaba esperando. Apenas visible porque su cabeza tapaba la pequeña bombilla y su cara quedaba en la zona oscura. Sólo sus ojos se adivinaban. Hasta mí llegó un desagradable olor a sudor idéntico al que embargó mi olfato por la mañana. Estaba tan cohibida y asustada que no dije palabra, aunque tampoco me aparté. Sentía asco por aquella figura, pero no me aparté. Sentía sus ojos sobre sobre mis labios mucho antes de que me los besara. Cuando quise darme cuenta sus dedos corrían ya entre mis piernas. Como corrientes eléctricas las punzadas salían de mi vagina alcanzado los pezones en oleadas.

El olor de sudor, su piel pegajosa y sus labios sobre los míos me producían un profundo asco y al mismo tiempo un placer que nunca había experimentado antes. Me sentí como una diosa poseída por un diablo que conocía mi cuerpo mejor que yo misma. Me poseyó varias veces antes de que amaneciera. Finalmente caí exhausta en un profundo sueño. Me desperté a las cuatro de la tarde oliendo a demonios; me fui directamente a la ducha. Nunca me había sentido tan sucia. Afortunadamente él había salido.

En los días que siguieron a aquel encuentro todo pareció volver a la normalidad. Pero el sábado fui a casa de mi novio y para sorpresa mía toda la familia se había ido de viaje. El portero me dio un sobre con una nota. Una nota escueta que decía así: "Queda roto nuestro compromiso. Un tal Giner nos ha explicado con todo detalle la doble vida que llevas con él."

Salí huyendo con el pecho herido. Con la velocidad del rayo lo comprendí todo. Fui en busca de Dominique. Le expliqué todo lo ocurrido y le pedí ayuda. Me acompañó hasta la estación de Francia. Me pagó el billete hasta París y me dio algo de dinero para pasar unos días en casa de Hervé hasta que pensara en lo que debería hacer en aquel verano. Tardé tres años en volver de visita a Barcelona.
 
                                        Elisa R. Bach
                             www.homeo-psycho.de

25 abr 2012

UN POEMA de ELISA R. BACH la heroína galáctica de NIÑOS A LA DERIVA (leer en la web www.homeo-psycho.de)

LA LLUVIA EN NOIA

 

Elisa R. Bach, nuestra heroína galáctica

ya había llamado la atención

sobre la falta de lluvia en el espacio.

No se cansaba de decir

que si no fuera por la lluvia

 

apenas sí habría ruido alguno;

 

ni el tableteo de las gotas en el tejado

que se confunde con el latir

de nuestra propia sangre, ni el jadeo

que el aire crea dentro del árbol,

cuyo tronco poroso y protector filtra la lluvia

 

como una niebla hecha de gotas diminutas.

 

Cada vez que Elisa bajaba a nuestro planeta

como una Diosa del Amor buscando

a su Atlante bajo las nubes, quedaba perpleja

y sobrecogida ante la corriente de agua

del Rio San Xusto luchando contra la pleamar

 

queriendo desaguar, junto al Rio Tallara en Noya;

 

si no fuera por la lluvia eso sería imposible, y,

las ruedas de los taxis pasarían

como el viento por el asfalto y todo ese chapoteo

que excita a los amantes

al refrescarse con el agua

 

no sería más que una casta quietud;

 

El cielo sería privado de esos enormes,

testigos que cuelgan invisibles

hasta que nuestra necesidad de ver

los vuelve incandescentes formas,

que ante nosotros pasan.

 

Sin la lluvia, los eslabones de la vida quedarían

                                                                       sueltos,

 

a la deriva, como muchos niños,

un sueño hecho polvo.

Si no hubiera lluvia no tendríamos

la sensación de que alguien es testigo

desde los cristales de la ventana de

 

un amor terrenal sin límites, con código secreto.

                                                      Elisa R. Bach  
                                               www.homeo-psycho.de

MATERIALES ESPACIALES

Santi pregunta
 
Hola soy una seguidora de vuestra web www.homeo-psycho.de y mi nombre no corresponde a un hombre sino al de una mujer FUENSANTA, Nací en la región de Murcia y por allí es bastante corriente. Desde niña en el colegio me llamaban Santi y así se quedó. No me disgusta que me confundan con un hombre, pero me gusta poner orgullosamente mi sexo por delante.
 
He visto que en vuestra web se habla de componentes del grafito como material idóneo para las naves espaciales. ¿Es una invención novelística o tiene alguna relación con la realidad? Yo tengo entendido que el grafito es muy blando.
 
                                                                                                                                     SANTI
 
RESPUESTA:
 
Puedes buscar una respuesta bastante documentada buscando en Google la palabra "grafeno" ( información dada por otra seguidora de la web www.homeo-psycho.de : Mater amabilis)
 
                                                                               Leo P. Hermes

23 abr 2012

HOY UNA ROSA Y UN LIBRO para todos los lectores de www.homeo-psycho.de

16. La Última Rosa de Paracelso

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió  a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía, El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares, Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo, Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta, El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

 
El maestro fue el primero que habló. 


-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-, No recuerdo la tuya, ¿Quién eres y qué deseas de mí? 


-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-, Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes. 


Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó. 


Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

 
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo,

 
-El oro no me importa -respondió el otro-, Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra. 


Paracelso dijo con lentitud: 


-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta. 


El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta: 


-Pero, ¿hay una meta? 


Paracelso se rió. 


-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino,

 
Hubo un silencio, y dijo el otro: 


-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino, 


-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.

 
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.

 
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. 


El muchacho elevó en el aire la rosa. 


-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera. 


-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.

 
El otro insistió. 


-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.


Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

 
-Eres crédulo -dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

 
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo. 


-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? 


-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal. 


Paracelso se había puesto en pie. 


-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso? 


-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo. 


-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

 
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera? 


Paracelso le miró con tristeza. 


-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos. 


-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad. 


-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala. 


El discípulo dijo con frialdad: 


-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. 


No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo. 


Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo: 


-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa. 


El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo: 


-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio?

¿Qué has hecho para merecer semejante don? 


El otro replicó, tembloroso: 


-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

 
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro. 


Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza: 


-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

 
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas. 


Se arrodilló, y le dijo: 


-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa. 


Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

 
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.


Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
 

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HOY UNA ROSA Y UN LIBRO

16. La Última Rosa de Paracelso

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió  a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía, El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares, Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo, Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta, El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.

 
El maestro fue el primero que habló. 


-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-, No recuerdo la tuya, ¿Quién eres y qué deseas de mí? 


-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-, Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes. 


Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó. 


Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:

 
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo,

 
-El oro no me importa -respondió el otro-, Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra. 


Paracelso dijo con lentitud: 


-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta. 


El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta: 


-Pero, ¿hay una meta? 


Paracelso se rió. 


-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino,

 
Hubo un silencio, y dijo el otro: 


-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino, 


-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.

 
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.

 
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán. 


El muchacho elevó en el aire la rosa. 


-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera. 


-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.

 
El otro insistió. 


-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.


Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.

 
-Eres crédulo -dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?

 
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo. 


-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? 


-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal. 


Paracelso se había puesto en pie. 


-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso? 


-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo. 


-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.

 
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera? 


Paracelso le miró con tristeza. 


-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos. 


-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad. 


-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala. 


El discípulo dijo con frialdad: 


-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. 


No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo. 


Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo: 


-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa. 


El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo: 


-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio?

¿Qué has hecho para merecer semejante don? 


El otro replicó, tembloroso: 


-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.

 
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro. 


Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza: 


-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.

 
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas. 


Se arrodilló, y le dijo: 


-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa. 


Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?

 
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.


Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
 

                                                                                                                                              J. L. Borges

HOY UNA ROSA Y UN LIBRO

Elisa R. Bach

22 abr 2012

LA PROFE DE MATES COMENTA el cap. 48 de NIÑOS A LA DERIVA

  El "Regreso después de los estudios" del capítulo 48 de "Niños a la deriva"  es una imagen poética de la soledad y de los naufragios personales que me ha calado muy hondo. La vuelta a Galicia y el encuentro con las olas y las gaviotas de las playas de las Cíes y A Costa da Morte harían palpitar a cualquier emigrante de esta mágica tierra: los versos de Elisa tienen fuerza, contienen música, dejan oír el lamento de aquellos mensajes y promesas que un buen día olvidamos, igual que los rumores de viejas historias que, como la de Carmiña, ya sólo comentan los delfines. Gracias, Elisa, por este maravilloso poema.

       Mañana es el día del libro, ese amigo incondicional que siempre acompaña en silencio y... ¡cuánto dice!. Algunos sostienen que quien deja pasar un libro deja pasar una oportunidad. Pues comparto la misma opinión: si no hubiese leído el capítulo 48 de "Niños" hubiera perdido la ocasión de un regreso a mis raíces con "ojos intensamente humanos". He tenido suerte, voy a leer el 49
                                                                                                             LA PROFE DE MATES
 
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COMENTARIOS AL CAP. 49 DE NIÑOS A LA DERIVA original de Elisa R. Bach (www.homeo-psycho.de)

"...Así veo yo tambien algunas miradas, remotos hermanos".
                                                                      Palas Atenea

COMENTARIOS AL CAP. 49 DE NIÑOS A LA DERIVA

El poema és molt romàntic, ple d'imatges del pensament, llenguatge i comportament amorosos,  i el capítol és molt subtil, en el sentit que l'homeopatia pot distingir, discernir, comprendre l'origen i causa de les parpelles caigudes...i posar-hi remei. Llegir aquests diagnòstics subtils ens fa més subtils també com a lectors: gràcies, Elisa.
 
                                                    Una lectora agraïda
 
TRADUCCIÓN:
El poema es muy romántico, lleno de imágenes del pensamiento, lenguaje y comportamiento amorosos, y el capítulo es muy sutil, en el sentido de que la homeopatía puede distinguir, discernir, comprender el origen y causa de los párpados caídos ... y poner remedio. Leer estos diagnósticos sutiles nos hace más sutiles también como lectores: gracias, Elisa.

                                                     Una lectora agradecida
Leo P. Hermes