17 sept 2015

Al alejarme de su atractivo mortalmente femenino, ya no soportaba pasear sola


MERCHE Y EL ESTIGMA DE LA BELLEZA FEMENINA



Escribir por fin,
que tras el enfado con Merche, tras aquella escena horrible del Jardín de la Sagrada Familia, no volvimos a hablar en tres semanas, puede que incluso en un mes entero. Fue para mí una época negra de la que ni siquiera hoy sé como salí. No podía leer ni estudiar, precisamente entonces, cuando se acercaba la reválida de bachillerato -aún sin su carácter obligatorio. Había perdido el norte, no sabía qué hacer para sobrevivir.

Acostumbrada a estar continuamente junto a ella, a soñar con ella, a admirar de cerca su belleza, su atractivo mortalmente femenino, ya no soportaba pasear sola por las calles de una Barcelona gris, como solía hacer antiguamente para remediar mi soledad; tampoco me gustaba ya jugar al ping-pong o sentarme en una butaca del cine de las Galerías Maldá a ver una película de una sesión matinal. Sólo Clara percibió mi llamada de ayuda y se esforzó por sacarme de aquella erotopatía.

Merche se iba volviendo más y más opaca ante mis ojos, como si, indescifrable, se revistiera de una coraza de nácar. Ya no me hacía el menor caso en la clase. Tras las primeras semanas del segundo trimestre, me cambié de pupitre y ella no mostró ninguna reacción en absoluto. Estaba muy cambiada, como si hubiera madurado de repente unos cuantos años. Su actitud había adquirido una especie de orgullo desafiante mientras yo iba comprendiendo poco a poco que ya no me necesitaba.

Merche empezó a mostrar que ya no titubeaba, que, por fin, sabía lo que quería, que era madura y fuerte (en tanto que yo no lograba abandonar la niñez a causa de mi extraña enfermedad hipoendocrínica). Ya no se hacía la melindrosa cuando hablaba con las compañeras de clase sino que, en todo lo que decía, mostraba una cierta suficiencia enunciativa -una señal de la experiencia, según su propia opinión-: Era una mujer, no tenía tiempo de hacerse preguntas, de meditar, ella ya sabía.

Debido a ese "estilo elevado" que se había arrogado, es posible que no viera en mí más que una niña prendada de ella la diosa. Merche creía en ese momento que había dado el salto y se situaba entre los fuertes, mientras que yo seguía boqueando perpleja en el agua estancada de aquella prolongada adolescencia. Si hubiera tenido más fuerza para soportarlo, es probable que, al finalizar el bachillerato y dejar de verla hubiera conseguido olvidarla, aunque no podía imaginar cómo iba a ser mi mundo sin Merche.

Desgraciadamente, no fui capaz de quedarme quietecita y una noche me senté y empecé a escribirle una carta. Le escribí dieciseis páginas y fui rápidamente a echar el sobre en el buzón de su casa en la Avenida Gaudí. No había vuelto a entrar en aquel portal de escalones de piedra blanca desde hacía un tiempo indecible. Nuestra ruta -la calle Asturias hasta la plaza de la Virreina por donde la acompañaba bajando por el Torrent de'n Vidalet y encauzar nuestros pasos por la Travessera de Gracia hasta su cas para luego continuar yo sola- me parecía una zona viva, psíquica, diferente al resto de calles de la telaraña del Barrio de Gracia.

Porque allí había estado al acecho la propia araña y los hilos conservaban aún la vibración de sus miembros peludos y el calor de su pálido y cálido vientre. Sé que hice una estupidez al escribirle, pero fue un gesto que nació de una lógica subliminal, afectiva y, por tanto, muy poderosa. Hice lo que se imponía en aquella situación. No era una carta lacrimógena; cierto que el tono era triste pero también era seco, contenido, cínico en ciertos pasajes.

Ya no recuerdo una sola línea de aquella carta, pero lo que sí que sé es que, a grandes rasgos, le señalaba lo mal que me sentía por no haber podido seguir siendo amigas y cuánto me habría gustado penetrar en su cerebro, en sus nervios, en sus venas, en todas las células de su cuerpo, para comprender por fin quién era ella, para poder comunicarme con ella, de un modo completo, de una vez por todas. Dos noches después, ya sería casi de madrugada, me llamó por teléfono. Se la oía muy emocionada. Me dijo que había leído mi "cartita de amor". "Si hubieras sabido como tratarme, si hubieras sabido jugar un poco conmigo... Yo te he querido mucho, pero no había nada qué hacer, tú no entendías nada... Pero ahora haría cualquier cosa por ti, pídeme CUALQUIER COSA... "

Le dije que no quería pedirle nada y que aquella carta no tenía nada que ver con ella, que tenía que ver sólo conmigo, ni siquiera llegó a interesarme -al escribirla- que la leyera. Comprobé, con cierta alarma, que estaba temblando mientras hablaba con ella, pero conseguí mostrarme fría porque ahora ya la conocía.

La conocía bien.

                                                          Johann R. Bach

15 sept 2015

CONVERSACIONES CON MI AMIGO EL LAGARTO


POESÍA EN UN ENTIERRO DE LAGARTOS

Aquellos ratitos de reposo al sol
junto a mi amigo el viejo lagarto en el jardín del hospital eran los mejores del día. Aquellos ojos saltones y estrábicos se habían convertido en algo cotidiano y familiarmente natural.

Un día que había llovido
tardó bastante en volver a aparecer aquella sabia criatura, pero llegó en el preciso momento en que ya había comenzado a mover mi silla de ruedas.

"Creía -le dije en tono quejumbroso-
que esta tarde ya no vendrías".

"He ido al entierro
-contestó pausadamente el lagarto- de la lagarta más vieja del jardín. Tenía buen corazón y siempre había ayudado en los partos de lagartijas jóvenes y juguetonas".

"Ha sido muy emocionante
-continuaba diciéndome mi sabio amigo- ver todo el séquito de lagartos cubriéndose de la lluvia con tiernas hojas de nenúfar. Es, ya sabes, una obviedad decir que nada es duradero excepto el cambio".

"Cada latido del corazón
nos causa una herida, microscópica, sí, pero herida al fin y al cabo: La vida sería un eterno desangrarse si no existiera la poesía,

pues ella nos concede
aquello que la naturaleza nos deniega:

una edad de platino
que no se oxida, una primavera que no se marchita, un cielo de felicidad sin nubes y una juventud eterna.

                                                                 Johann R. Bach

"Tú sabes escuchar, pero depende de que sepas también soñar"


EL OLOR A BOSQUE SAGRADO

Cierto día que estábamos de visita en casa de Tío Arturo, mi primo Arturito había vuelto de jugar un partido de fútbol con el equipo de los guardias y a pesar de que jugó de portero llegó más sucio que un gorrino y no se llevó una paliza porque estaba yo presente, pero la bronca fue mayúscula. Cuando se fue mi primo le dije a Tío Arturo que aquella noche tendría pesadillas porque no me había gustado oír aquellas palabras tan duras para un hijo.

Tio Arturo me miró con una ternura infinita, totalmente transformado y me sorprendió al decirme: "Tú sabes escuchar, pero depende de que sepas también soñar. Mira te regalo esta bola de cristal tallada icosaédricamente. Colócala debajo de la almohada y cuéntame cuando nos volvamos a ver qué has soñado esta noche".

Yo no atinaba a ver si Tío Arturo era un ángel o un demonio, pero aquella noche puse la bola de cristal bajo la almohada y aquella noche soñé con un bosque. Un bosque verde-ocre en el que el aire de después de la lluvia brillaba como el sol. Un bosque matinal, cargado de rocío, llenos de mosquitas doradas recién nacidas, con miles de hojas transparentes y temblonas.

Yo caminaba por aquel bosque que olía a leña rojiza, a taninos, a hongos, entre troncos jóvenes y largos, delgados, combados hacia el sol, tallos esmeraldas y dorados, ¡sin embargo, tan vivo! A través de las amplias cúpulas de las ramas se abrían ojos de cielo azul. De allí parecían brotar los silbidos de los pájaros que abolían el silencio... Por los cientos de senderos que atravesaban el bosque infinito se escurrían los erizos y correteaban las comadrejas. En los claros, las ortigas y las campanillas violetas daban sombra al bullicio de los escarabajos peloteros. El bosque me parecía a mí, una niña perdida en sus senderos arrastrando una extraña enfermedad hipoendocrínica, la única realidad posible. Intentaba, sin lograrlo, recordar alguna cosa más, pero tampoco me lamentaba estar perdida. Encantada con el color de las mariposas, con el sabor de las frambuesas que me habían embadurnado la cara, avanzaba feliz, saltando, tumbándome para beber el agua ligera de algún diminuto arroyo cristalino.

Aquel era mi mundo y deseaba no tener que abandonarlo jamás. Bajo una hoja manchada de barro encontré una criatura como yo: un caracol con el caparazón roto. Entre los árboles, una araña extendía su tela llena de gotitas de rocío. Una rama seca me arañó el brazo desnudo. No buscaba la salida, los caminos no eran caminos hacia algo, hacia otro sitio, sino la pura alegría de caminar a través de un milagro.

Cuando me desperté me alegré de haber aprendido a soñar. Deseé en aquel momento volver a Manresa para que mi primo Arturito me paseara en bicicleta.

                                                               Johann R. Bach

13 sept 2015

NUEVO POEMARIO ENTRANDO EN LA IMPRENTA

Se trata de una selección de poemas y fragmentos que describen UN PEQUEÑO RINCÓN DEL ÁPEX. Pronto podréis tenerlo en formato libro en papel

Saludos a tod@s

EN UN RINCÓN DEL ÁPEX


                                                              Johann R. Bach