El regreso
Tuve muchos amigos
que paulatinamente los dejé ir
y me asombró verlos tan confiados,
tan pronto como en el olvido,
tan justos, tan distintos a su fama.
Pero sólo tú, tú regresas; me rozas,
me rodeas y quieres darme algo
que quieres que guarde:
¿una cajita de plata tal vez
en la que otra diosa del amor,
Gudrun, depositó un único beso?
No me quites lo que aprendo lentamente.
Aunque sólo sea esta vez, yo tengo razón;
y tú te equivocas si, enternecida,
sientes nostalgia por alguna cosa.
No estás aquí
pues vivimos en mundos distintos,
pero aún más lejos te creí.
Y me desconcierta que seas justamente tú
quien yerra y viene
como una luna… llena de Arenys de Mar;
tú que me has transformado
más que cualquier otra mujer.
Creí que mi ausencia no te importaba,
y el que tu poderosa voluntad
nos interrumpiera oscuramente,
desgarrando hasta el más vacío de los espacios
no te quitaba el sueño:
sólo yo debería estar aterrado:
ese es nuestro asunto, y ordenarlo será
la labor que debemos hacer con todo.
Pero que tú misma te aterraras aún ahora
allí donde no tiene validez terror alguno1;
que de tus vastos territorios berlineses
pierdas algunos días, que vengas
a esta humilde Barcelona
nacida entre granados
donde todo son sueños. Que tú, dispersa,
dispersa y escindida por primera vez,
no hayas acogido el surgimiento
de otros mundos, infinitesimales quizá,
como los mediterráneos
te sientas arrastrada
por la silenciosa gravitación
de una inquietud cualquiera
me despierta a menudo por las noches
como el asalto de un loco noruego
disfrazado de policía.
Me gustaría creer que vienes
por generosidad y exuberancia,
porque estás tan segura de ti misma
como como el olivo de la vida;
pero no: tú suplicas.
Y eso me penetra hasta los huesos
atravesándome como el ruido de una sierra.
Si tú cual un fantasma,
me hicieras llegar algún reproche
que me atormentara
cuando de noche me recojo
a mis pulmones, a las entrañas,
o a la más débil aurícula de mi corazón,
tal reproche no sería tan cruel
como este ruego. ¿Tú qué pides?
Dime, ¿Debo viajar? ¿Has olvidado algo
como mis libros o mis medicinas
que sufren y me reclaman?
Sabes que me gustaba
el uso que hacías de las frutas plenas.
Las ponías frente a ti
y equilibrabas su peso con colores
y así como a las frutas
veías también a los niños.
Finalmente te viste a ti misma como fruta,
te arrancaste de tus vestidos, te pusiste
ante el espejo y te dejaste hundir en él,
hasta la mirada; ésta quedó asombrada;
pero no dijo: esto soy yo, sino: esto es.
Así deseo conservarte, así como tú te colocaste
en el sillón, con mi aliento
profundamente dentro de tu ambarino cuenco
y más allá de todo.
Pero, ¿por qué vienes ahora tan distinta?
¿De qué deseas retractarte?
Si vienes, hazlo a la luz de una vela.
No temo mirar a los ángeles ni a las diosas
en mitad de noches consteladas.
cuando vienen, ellas también tienen derecho,
como las otras cosas,
a permanecer en nuestros ojos.
Elisa R. bach