LA MARCHA DE LA LICENCIADA
A punto de amanecer
el cielo está encapotado y ella no tiene sueño. Sale al jardín y se sienta en el viejo banco de piedra.
A cierta distancia
unos ojos de cuero observan con indulgencia y cierta tristeza. Parece –piensa la abuela-
una virgen del siglo XIII,
altiva y sola; en todo el pueblo no hay ninguna como ella.
Por el prado descienden
las flores esmaltadas, las hojas de los árboles tintinean contentas porque se aproxima la lluvia y
el rojo de las amapolas,
extraño como un incendio compite con el del aluminio de la mesa redonda grabada con extrañas marcas como de arañas.
La luz del amanecer
empieza a lanzar sus hilos y acarician su rostro más luminoso que el paisaje.
A su izquierda hay un tejo
y sobre una de sus ramas está situado un halcón que anuncia que el alma está lista para emprender el vuelo.
Al fondo se ven las lucecitas del pueblo.
Aunque el autobús aún no habrá salido de su hangar su motor estará calentándose con su "run-run".
La abuela reemprende su tarea de ganchillo.
Los gestos necesarios para hacer puntillas para sábanas resultan cada vez más difíciles por la artrosis en sus largos dedos agudos.
Éstas de arañas –se dice a ella misma
mirando sus industriosas manos- son las que tantas y tantas riquezas han creado.
La abuela siempre pensó
que su hijo había muerto por la picada de una araña, pero realmente, la causa de que abandonara el trabajo en la mina fue una endocarditis aguda.
El médico de la mina
se lo había dicho varias veces: el corazón de su nenín se fue haciendo grande, grande… de forma que ya no cabía en la caja.
Fue por la miseria.
Ella y su hija ya viuda
traían brazadas de habas a la cocina para deshacerlas allí y con ellas venían las arañas. Todo era trabajar y trabajar.
No todo era triste:
una preciosa niña de grandes ojos de pájaro desarbolado, frente despejada y sonrisa ajena a las penurias ensayaba con su redonda caligrafía el dibujo de su nombre.
La universidad acabó
y la dulce niña –ya licenciada- ha de emigrar a una isla grande y con muchos empleos.
Sentada ahí en el jardín
parece una virgen del siglo XIII y no es de extrañar que su madre, premonitoriamente, le pusiera el nombre de Victoria.
Las casas vecinas apagadas están huecas,
muerden estopa y acuclilladas esperan el retorno -incierto- de sus hijos o nietos.
En el caso de la abuela
de los ojos de cuero la fatiga y el gozo, suspende la condena semejante a las otras casas porque
piensa en lo más profundo de su pecho
que si hubiera una vida en la que ser dichosos sería allí.
Johann R. Bach