· Avidez de responsabilidades
· Alcoholismo y tabaquismo
NUX VOMICA 200 CH
· Depresión con ganas de huir
SEPIA 200 CH
· Avidez de responsabilidades
· Alcoholismo y tabaquismo
NUX VOMICA 200 CH
· Depresión con ganas de huir
SEPIA 200 CH
La justicia es la conveniencia de los poderosos (Platón)
La noche tiene ojos sin pupilas
y largas manos. ¡Qué buen tiempo hace! Es necesario gritar para no estar triste las horas danzan como las letras y las sílabas dentro de mi frente. Es necesario rugir para olvidar, para no morir cantando, para no enrojecer de vergüenza y de rabia.
¡Qué tiempo tan poco apacible!
Nada mejor que irse
tomar el bastón y caminar con el culo arrastrando. Cuando uno agota los nervios y se enfurece porque ha tomado demasiado café debe hacer un alto en el camino y mirar hacia atrás.
¡Qué tiempo tan poco alegre!
Las campanas repican
a modo de despedida y por gloria de ingenuos soldados, el cementerio es encantador, hay flores, nacidas de estornudos, coronas, inscripciones y cruces fabricadas por el hombre generoso gran filósofo que envió a muchos
al campo de batalla.
¡Qué tiempo tan apacible!
¿Qué se oye?
El sol toca el clarín y las flores caen severamente como árboles desarraigados.
¡Qué buen tiempo hace!
Aquí están los hombres
llevan corbatas rojas y diarios de todos los colores. Se detienen y juegan a cara y cruz o al dominó.
Cada vez el tiempo es más apacible.
Elisa R. Bach
Lago de Certascan, 2240 m. Al fondo el Pic dels Estanys, Pic de Sotllo i Pica d'Estats, 3143 m.
NOCHES CON CIEN BOMBILLAS
Curiosamente todo en aquella mañana
de un septiembre normalmente lluvioso estaba en paz, la tierra estaba esponjosa en toda la zona de Tavascán.
Los tres mil mineros
subían contentos a reanudar sus trabajos subterráneos después de haber tomado un gran café que no era otra cosa que agua caliente malta y azúcar.
Las mesetas chirriaban
sobre los carriles y las catenarias de los cables se tensaban encogiéndose por el esfuerzo como si comprendieran a aquellos hombres musculados que soportaban los peligros de los barrenos pero temían a la noche como caballos abandonados.
Durante el silencioso ascenso
aquellas plataformas con ruedas -las mesetas- atravesaban bosques de pinos y rincones repletos de rosa mosqueta junto a los primeras setas;
ponían al descubierto
ante aquellos ojos acostumbrados a las oscuridades de la mina un maravilloso paisaje invadido por el canto de los pájaros y entre parpadeos desafiaban una verdadera tormenta de luz.
Pero pronto las aguas
de aquel poco meditabundo rio que desaguaba el mayor lago del Pirineo –el Certascan- iba a ver adelgazar la población de truchas asalmonadas por las avenidas repentinas e impestuosas.
El lago estaba siendo perforado
en su punto más profundo; se le estaba colocando un desagüe –la mina- a modo de sonda como la del que ha sido sometido a una operación abdominal con válvulas incluidas.
Para compensar las pérdidas
de desoves de millones de criaturas que durante millones de años habían saltado alegres sobre el rio Cardós la compañía eléctrica "regaló" a cada pueblo de la zona cien bombillas para iluminar las noches. Eso era el progreso.
EL MIEDO, SIEMPRE EL MIEDO
Todo es silencio al mediodía.
Mi sangre acarrea letras como nunca dentro de mi cuerpo, bailan y están contentas.
Me invade una sensación extraña en la cabeza,
una sensación de olas reventando, de presa contenida, en cada crecida, tal como se describe en el Manual de la Soledad, como en un túnel de viento fresco.
No me siento más sola
que aquellas que tienen marido, pero mi miedo es el de todas. Pienso, para escapar de las trampas que me tiende el hipocampo para protegerme, que a mi lado hay un árbol que me esconde del sol,
y el campo es amarillo de trigo con pigmentos alegres de amapolas rojas.
Subida en el potro
he de imaginarme la lluvia, sin oírla, sin olerla, a través de varias miradas con los ojos cerrados; estoy preparada: todo es más bello si hay esperanza.
Después de una semana
en esta casi perfecta clínica me han prometido el resto de la cuarentena en la playa. Por las noches podré pasear por el pueblo, donde podré ver fachadas y calles no virtuales, podré ver de cerca sonrisas y caras preocupadas y aun así llenas de bellas promesas.
Hasta los contenedores de basura
solitarios como yo al amanecer me parecerán objetos bellos formando parte del paisaje.
Siento que soy un bosque
–siguiendo la regla 17 del Manual- que hay ríos dentro de mí, montañas, aire fresco, brisa de vientos contralisios acariciando los campos de romero y margaritas, y que, si abro la boca, provocaré un huracán con todo el viento que tengo contenido en los pulmones.
Me va persiguiendo un imaginario
bienestar como el presentimiento del poema próximo a nacer, naciendo como ahora, brotando de una tardía primavera al apretar el vientre con mis manos.
ORACIÓN DEL CANGREJO ERMITAÑO
¡Oh noche!
Libera de angustia
la orilla de mi lecho, ese extremo de tres palmos de los míos, donde acceder a las manos manchadas de plata, amor y olvido de los angostos pasadizos que conducen el alma al final de un tormentoso día en el que tiemblan épocas laicas en los libros oceanográficos.
Deja al descubierto espacios vegetales,
trozos de tubo acodados y aquella antigua soledad que cuando Cielo inquiere resbala entre las piedras húmedas donde beben las estrellas y las obras de los hombres.
¡Oh noche!
Insiste como hasta ahora
en facilitarnos las obras, las leves e ingentes, cinceladas o sucias, recovecos en las rocas y velas adheridas a los mástiles, hilvanadas con pespuntes largos.
Tráe quietud y sosiego a mis hermanos
en cada ocaso veraz e inacabado aunque muchos de ellos tengan un hogar; pon música de Arvo Pärt en mis sienes y entre nota y nota un silencio que arranque de las cuerdas de un piano formado por conchas marinas y se imponga como un relámpago de tentación y calma.
¡Oh noche!
Sabes que no tengo
con qué pagarte, que ni siquiera puedo ofrecer una lágrima para cada una de tus estrellas, pero si pudiera te regalaría todo el llanto que hay en los mares.
¡Oh noche!
Calma a esos océanos abiertos
que proponen tinieblas azules de venganza y hacen temblar el suelo, la carne del mínimo corazón y otras suturas:
el mar invita siempre a cataclismos
por el enfado de poseidones, sirenas y minúsculos cangrejos ermitaños como yo que ni siquiera poseen un lecho propio para descansar.
TRES DAMAS MIRANDO TRANVÍAS
Aquella mujer, apartada
a la fuerza de su país, caminaba sin rumbo fijo por la calle y su objetivo no era otro que el de distraer a sus dos hijas que , tomadas de la mano, miraban los tranvías amarillos.
Su corazón era como un volcán
de cráter semiextinto. Las palabras que les dirigía a las niñas recorrían su cabeza lentamente antes de perforar la letargia de la boca.
Esas palabras debían ser dulces,
cargadas de ternura y exentas del resentimiento que devoraba las dolorosas rodillas plenas de vitíligo.
Al mismo tiempo manaba
de aquellos seres sonrientes, uno de los cuales no pesaba mucho más que la cáscara de una estrella, un cansancio oscuro debido en parte a su desnutrición,
aunque de sus ojos
surgía un brillo como si fueran estrellas enanas blancas y de su pecho una esperanza cierta en que lo mejor de sus vidas aún estaba por llegar.
A ras de suelo
la mañana penetraba fría en sus carnes titubeantes, cuando de pronto cayó un paquete procedente de un obrero que en su carrera loca por subirse al tranvía en marcha prefirió dejar lastre antes que perder el empleo.
Aquella mujer aún joven
atrapó casi al vuelo aquel objeto, retiró su envoltorio bañado en oro, dividió en tres partes iguales aquel suculento almuerzo y dio gracias a la Providencia lamentando al mismo tiempo el hambre que sufriría aquel hombre que temía como a una vara verde llegar tarde a la fábrica.
El entusiasmo de las criaturas
crecía y crecía a medida de que iban llenando sus barriguitas con aquel bendito pan relleno de queso impregnado con delicioso y racionado aceite de oliva.
Los llamativos colores de los tranvías
continuaron pasando ante sus ojos como una forma más de aquel frágil universo lleno de poesía y esperanza.
EL RELOJERO
Su padre un hombre avaro en extremo,
egoísta y ególatra hasta la locura se suicidó a los setenta y nueve años de edad dejando prácticamente desamparada a su mujer extranjera con un niño de tres años y otro germinando en su vientre.
Imagino cómo pudo ser aquella noche fatídica.
Levanto la vista por encima de los respaldos de las butacas del avión y muevo inquieta mi mano. Escribo.
Murió llorando.
Comenzó a llorar al ver el líquido de veneno que se lo llevó. No tuvo una vida alegre, había estado enfermo. Padeció cargas familiares deprimentes.
Había tenido resentimientos.
Especialmente quisquilloso como los vegetarianos y profundamente egoísta a un tiempo, los pequeños problemas cotidianos lo llevaban a una extrema agitación.
Era su vivir
como si la existencia armada con un fusil de barro lo hubiera tiroteado sin descanso. No quería ni a su trabajo ni a su país y se sentía incapaz de encontrar otros que le hubieran podido gustar.
Aunque tuviera una opinión favorable
de sí mismo en el terreno absoluto de la mecánica en miniatura, no se ilusionaba sobre sus poderes relativos, pero había llegado a convencerse de que pese a todo eran los únicos útiles.
Su oficio era el de relojero.
Habría podido fabricar esos objetos de contenido abstracto con envoltura compleja que eran del gusto de la época.
Coleccionó los pocos relojes
o cajas de música que consideró una obra de arte, incluso llegó a hacer una exposición permanente en el antiguo barrio de San Nicolás de Berlín, mediante la apariencia de una tienda para turistas en la que a nadie se le ocurriría comprar ninguna de sus joyas.
En su mente construía objetos emocionales
de continente sencillo que no llamaban la atención de nadie. El no atraía a la multitud hacia ellos porque lo consideraba degradante. Los dos o tres amigos que le asignaban alguna importancia parecían hacerlo por razones extrañas al objeto mismo. Quizá ya estuvieran rondando a su mujer antes de su necesaria e inminente desaparición.
Tenía a pesar de todo la sensación
de que no estaba lejano el día en que las producciones del tipo de las suyas habrían de ser las únicas adecuadas a un universo muy al corriente de las realidades . Desgraciadamente él ya no estaría allí, frase parecida a la de Nerón cuando prendió fuego a Roma mientras exclamaba: ¡qué gran artista pierde el mundo! (Recuerdo: Mira Nero de Tarpeya a Roma como ardía…).
Lloraba al mirar el veneno líquido
que no tenía un color agradable, que no ofrecía nada reconfortante, que sólo era un líquido gris con olor irritante.
La habitación en la que estaba
no carecía ni de comodidad ni de cierto encanto. La había hecho él sin darse cuenta a base de tacañería. En realidad él lo había enviado todo al demonio desde hacía tiempo. Lloraba, siempre lloraba.
Lloraba, sin saber si era de miedo,
de tedio, de asco o de cansancio. Si hubiera tenido una vida agradable con aplausos, ocios, distracciones, tranquilidad, se decía a sí mismo que hoy quizá no hubiera acabado con un líquido molesto en un mundo molesto.
Eso llegaba despacio,
palada a palada como correspondía a un gran sepulcro. Si hubiera sabido que su mujer, una chica mulata jamaicana, estaba esperando un hijo suyo, las cosas no hubieran sido muy diferentes.
Su dieta vegetariana
le había dejado, desde hacía tiempo, sin fuerzas para expulsar el arsénico de sus venas.
Valentina Tereshkovavalentina‑tereshkova.jpg
LA MEDIANOCHE DE LA ASTRONAUTA
Me despertaré a medianoche,
sudando, con la boca seca, pastosa, angustiada por algún sueño horrible, me sentaré en el borde de la cama, miraré el reloj;
las suaves campanadas de un reloj digital
marcarán la señal del meridiano terrestre. Beberé un trago de agua salinizada levemente que me hará recordar los antiguos polvos del Dr. Lithinés,
iré al lavabo
con grandes ganas de orinar y pocas de defecar por lo que tendré que apretar mi frio vientre con mis propias manos, doblando el cuerpo hacia adelante, dejando sueltos los músculos de la cara y con los labios colgando notaré el fluir de mi saliva que no impediré por una extraña y agradable sensación.
Algo más calmada,
me miraré en el espejo, me costará verme (lo sé) como soy; reconocerme se me presentará duro pero, a pesar de todo, analizaré esa mueca de disgusto, escudriñaré con mis propios ojos el fondo de mis dilatadas pupilas.
Pulverizaré sobre mi cara agua fresca
como forma de lavarme. Me untaré el cuello cabelludo con un aceite elaborado a base de Rosa mosqueta y Citrus sinensis,
aspiraré, por medio de otro espray,
aceite esencial de Citrus aurantium para combatir mi ansiedad, haré las muecas aconsejadas por el Manual de la Soledad para recuperar la tonicidad de mis músculos faciales.
De vuelta otra vez a la cama
con mis cuatro gránulos de Lilium tigrinum 15 CH que me harán soportable la angustia, intentaré concentrarme en la lectura de “Las Estructuras del Cerebro”, me esforzaré por no enviarlo todo a freír espárragos
y al leer no leeré,
pensaré en momentos pasados, gozosos en el recuerdo y al tiempo que una mano cede por el peso del libro la otra jugará a los dados. Me relajaré lentamente y caeré en los brazos de Morfeo como otras tantas noches artificiales.
COMO EN UN COMA
No osaste abrir los ojos.
Oíste un sonido como cuando se cierra una puerta. No podías resistir la tentación: poco a poco fuiste abriendo los ojos y sin saber qué es lo que veías, la camilla temblaba y por un momento sentiste como la sangre afluía a tu cabeza.
La barbilla te temblaba.
El miedo se estaba apoderando de ti. Pensaste que habría sido mejor tomarte el café que te sirvieron aquellos malvados.
Toda tu preocupación se volcó
en averiguar en qué podías pensar para no tener un ataque de pánico. Te concentraste en los pies. Intentaste saber si los sentías y si sentías las correas. Aquello funcionó.
Tu ansiedad fue disminuyendo. Luego hiciste lo mismo pensando en las muñecas. Fuiste tranquilizándote por momentos.
Pensaste en escribir una novela
si salías de aquella trampa. Descartaste pintar un cuadro porque no eras buena dibujante y porque el arte no figurativo no te atraía.
Imaginaste un viaje
a una playa placentera. Pensaste en los libros que habías leído. Cuando se te acabaron las ideas de lo que podías hacer volvías a comenzar las ya aceptadas por tu mente aunque el miedo a que aquello podía ser el final no desaparecía.
El "viaje" o lo que te estuvieran
haciendo se te hizo larguísimo, pero insistías en vencer el miedo y los temblores desaparecieron. De vez en cuando unas lucecitas llegaban a tu retina, lo que te daba idea de que te estaban trasladando a un mundo de imposible retorno.
La camilla o lo que fuera aquello
que te sujetaba los tobillos y las muñecas vibraba suavemente debajo de tu espalda como si alguien estuviera empeñado en hacerte agradable el paso por aquel oscuro túnel. Tú querías mantenerte despierta porque ansiabas el regreso.
Para evitar el sueño
recordaste que de niña tus padres para hacerte dormir te paseaban en coche. Eso es lo que acababa de convencerte que la hipótesis más verosímil era la del traslado al mundo de las tinieblas.
Esa sospecha te mantenía lúcida,
recordaste que mover tus músculos abdominales voluntarios y apretaste las mandíbulas para cerciorarte que aún en el peor de los pronósticos era posible el retorno.
Como si Alguien hubiera leído tu mente
sentiste cómo te cogían la mano y el calor humano empezó, serpenteando por el brazo, a invadir tus sienes y volviste a oír una música como una nocturna de Chopin que se alejaba.
Oíste unos chillidos
de sorpresa y miedo como los que se producen bajo los efectos de un terremoto y abriste los ojos. Orfeo, atravesando un oscuro bosque, había logrado rescatarte del Inframundo.