3 ago 2012

LAS PUERTAS DEL MONASTERIO. Cap. 1. Elisa R. Bach ( www.homeo-psycho.de )

               Elisa R. Bach

LAS PUERTAS DEL MONASTERIO. C Elisa R. Bach ( homeo-psycho.de )

LAS PUERTAS DEL MONASTERIO

 

Todo estaba ocurriendo sin ruido,

tus suspiros subían hasta el techo del mundo,

sin cansancio que suprimiera tu inquietud.

Tan pronto como sentiste como las puertas

del monasterio se cerraban a tu espalda

 

apareció el gozo de estar libre y sola

 

en la noche donde uno puede esconderse.

París ya flotaba en tu mente

como un mar brillante y sus bulevares

como arterias por las que circula

la voluntad de algunas mujeres tenaces.

 

Sentías que deberías dar pasos largos

 

para atravesar ese desierto de conceptos,

para imitar otra música, pues la Superiora

solía decirte que se puede ir más rápido

cuando se está rodeada de indiferencia:

Entonces una debe encontrar su camino

 

en medio de extraños rostros en los que la

                                                   mirada se ahoga.

 

Una nube mojaba con sus gotitas tu cara

y tus manos flotaban en el aire;

las lucecitas ya lejanas del Monasterio

te tranquilizaban: conocías bien que en su interior

todas dormían como si todo fuera

 

un sueño pesado que se abre hueco en la tierra.

 

Poco a poco notabas que el aire se volvía más ligero

y el ruido del motor de un automóvil a lo lejos

te sonaba como el fluir de un arroyo.

En él venían tu hermana y su compañero

a rescatarte, inútilmente de la noche.

 

El campanario invisible ya, empezó a dar la hora.

 

La puerta del Monasterio se cerraba para siempre.

Tal vez el mundo resucitará. Las doctas cigüeñas

especialistas en repartir paz entre los campanarios

podrían volver a vigilar las tardes.

Detrás de la lluvia podría haber otro cielo

donde unas voces más dulces subieran

 

un recuerdo en vez de una oración.             Sylvia M. Folch

                                           

                          LAS PUERTAS DEL MONASTERIO

 

Miré hacia atrás para ver por última vez el hogar que me había acogido durante los últimos veinticinco años. En aquellos momentos sentí pena por todas las hermanas que dejaba allí. Aún no me atrevía a considerar aquel lugar como una cárcel. Mi hermana me esperaba en un renault de alquiler. Su compañero apenas me saludó; consideraba que todo lo que estaba viviendo era como un fastidio sin pausas. Cuando subí al coche llevaba sólo una bolsa con ruedas con todo lo que eran mis pertenencias: ropa para no parecer una harapienta, una gramática, un diccionario, un tratado de geometría y un montón de notas grabadas en mi memoria. Eso era todo mi capital.

 

Como el compañero de mi hermana parecía no estar de buen humor preferí hundirme en el silencio del asiento trasero y  en esa oscuridad me lancé a soñar otra vida y a olvidar el olor de las hojas de col marchita y de la nieve mezclada con trocitos de remolacha, col agria u hojas de té hervidas como fórmula con la que se limpian las alfombras. Mi hermana parecía comprenderme y se limitaba a preguntarme de vez en cuando si dormía. La cara del que se suponía que era mi cuñado carecía de sonrisa y no aguantaba que mi hermana le hablara mientras conducía: era precisamente lo contrario de la sonrisa etrusca; esa sonrisa que nos devuelve lo que de verdad importa: el amor, la entrega, la pasión…

 

Tampoco su palabra toña dejaba lugar a dudas: su comportamiento era el mismo del sastre que no ha cobrado. Su expresión era como la de la hermana Luisa, la ecónoma, pero no me gustaba hacer comparaciones con las hermanas por si lo hacía, mi alma no lograría nunca atravesar las puertas del Monasterio. Así que decidí buscarle a mi cuñado un parecido animal. Descubrí que tenía la misma cara que un perro pachón. Sonreí.

 

En el aeropuerto de Stuttgart, con el tiempo justo para devolver el auto y tomar a la carrera el vuelo a París no tuve tiempo de tomar conciencia del gran cambio que me esperaba en la vida: Había abandonado el Monasterio cuando ya había cumplido cuarenta y cinco años, y sin embargo la sensación que sentí durante el vuelo fue como si todos aquellos años sólo hubieran sido un sueño.

 

El avión había tardado en despegar una media hora que me pareció interminable. El avión se deslizaba lentamente por una pista de despegue larguísima como si el aparato se negara a levantar el vuelo. En realidad sólo esperaba la confirmación del slot como muy bien explicaron las palabras del comandante de la nave: "debido al retraso en la estiba de las bodegas, hemos perdido el slot inicial que teníamos para las 21:30 horas y vamos a esperar al próximo slot que nos proporciona la torre de control".

 

De vez en cuando el recuerdo de algunas cosas del Monasterio asaltaba mi mente como en alegorías que ya no formaban parte de mí. En ellas me veía a mí misma actuando como en una representación amateur, una actuación por gusto, siempre para un escenario tosco, sin maquillaje. En esas figuradas actuaciones me interpretaba a mí misma como si en el público no hubiera más que niños; sentía la toca en la cabeza de tal forma que me parecía como si mirara con prismáticos; y su única ventaja es que ocultaba todas mis incipientes canas.

 

Esas escenas quizá eran para mí como veinticinco pascuas en las que di mi palabra, pan, cobre y a cambio sólo recibí un código cosido con silencio que ignoraba noticias de amor, madejas de lujuria, lanzadas en lacrimógenos prospectos en minúsculas botellas de náufrago. Parecían geometrías destinadas a mostrarme la posibilidad de otros espacios fuera del estrecho mundo euclidiano de tres dimensiones en el que me encuentro atrapada.

 

Realmente ahora me daba cuenta que me había tomado mi tiempo en preparar la huida, a dar el salto más audaz, y que la carne se me abría como si hubiera trazado con las manos una hendedura en la negra pared de los pulmones. Ahora ya sabía que llevaba la paz, mi paz como un angioma avanzando hasta cubrirme la piel de versos elegíacos. Veinticinco años repitiendo letanías y simulando rezar todos los días no han sido suficientes para fijar en mi corazón ni una sola oración:

 

                              

¡Oh noche!

"No te ruego que deshagas la oscuridad de mi corazón ni de mi conciencia sino en la medida en que eso sea justo para que pueda alabarte, y ver en la Negritud la forma de lo que debe ser bendecido y en lo maravilloso de mi propio espíritu que ya tengo el fuego que sólo Tú has de encender".

 

"No conozco el nombre o la palabra que exprese mejor el mundo desde el cual a partir de ahora te contemplaré y te adoraré, sumida en la profundidad de un negrísimo mar cuyos abismos son yo misma convertida en mar".

 

"Durante veinticinco años viví las noches con la misma naturalidad que un niño cuelga cerezas como guirnaldas en sus orejas; y, no te invoco con palabras de alegría porque no tengo el tesoro del que se extrae esa antorcha; sólo levanto hacia ti mis manos de ceniza prematura y el reflejo que mi opacidad pueda dar de tu oscura luminosidad".

 

¡Oh noche!

"Para mí, hasta la luz ha sido tiniebla en tanto no sentí la llamada a correr por los campos, a humedecer mis labios con esas gotitas de agua de vida y a reconocer mis propios suspiros antes del amanecer.

Ayúdame a encontrar una oración, un pensamiento o una palabra que convierta mis recuerdos en sentimientos".

 

Nuestro avión aterrizó en Orly exactamente a las 22.50 h. Me sacó de cuajo mis pensamientos y me devolvió al mundo donde no está bien visto soñar, hacía frío y el viento helado parecía asirse a los dedos como anillos de platino. La ciudad me pareció más llena de luz que nunca y el taxi que nos llevaba a Maisons Alfort atravesaba las calles como si fueran mapas de papel donde todos los árboles se pintan de color verde como si los ciruelos rojos no existieran.

 

Al llegar a casa de mi hermana, mi cuñado se retiró de la escena alegando tener mucho trabajo con un mal disimulado entusiasmo por su profesión. Otra cosa fue el recibimiento de los chicos, Daniel y Ester a los que pareció fascinante la situación: ¡una tía monja que colgaba los hábitos! ¡Algo misterioso les iba a ser revelado! Al fin y al cabo también ellos estaban a punto de cruzar las puertas de la pubertad su propio monasterio.

 

Aquella primera noche en mi nuevo hogar me llenó de satisfacción. Tanto mi hermana como mis sobrinos me cosían a preguntas y yo me sentía admirada como una diosa que regresa a la tierra a convivir con los humanos. Fue una cena tan diferente de las que se realizaban en el Monasterio que me parecía estar flotando con una música prohibida de fondo. A pesar de que mi cuñado, Francisco, se fue a dormir con la excusa de que tenía que madrugar, el resto de la familia seguimos charlando. Aquella noche fue maravillosa.

 

Mi hermana me había preparado una habitación que había sido hasta entonces como una salita para charlar con alguna visita, pues se accedía a ella desde el recibidor y una única ventana daba a un patio interior. Con sólo ocho metros cuadrados me sentí la más dichosa del mundo. Era una habitación destinada a ser decorada por mí. Aquella noche temía no poder dormir por el nerviosismo ante mi nueva vida, pero cuando sentí el frescor de las sábanas sobre mi piel desnuda, sin pijama, como saboreando mi libertad me dormí sin darme cuenta como si una brisa se hubiera llevado por delante mis preocupaciones por un futuro incierto.

 

Por la mañana, al despertarme, me miré atentamente en el espejo de la puerta del armario y, como si quisiera fijar mi propia imagen como la de una mujer que emprende una nueva vida me describí por primera vez aceptando lo que era yo y mi cuerpo: morena con sienes ya un poco cenicientas y sin arrugas en la frente; ojos negros y brillantes algo rasgados y ascendentes, protegidos por unas cejas nunca depiladas, largas y demasiado pobladas que indicaban un cierto carácter parsimonioso; la nariz era ligeramente prominente y bien encajada entre unos fuertes pómulos tan simétricos como los ojos; los labios gruesos acotados por unas ligeras comisuras que no podían disimular el deseo de viajar y los pliegues nasogenianos demandaban la paz interior que el Monasterio no me había dado. Sólo los finos hoyuelos de mis mejillas señalaban una necesidad de simpatía y cariño.

 

Los duros trabajos realizados en el huerto y en la limpieza de los largos pasillos del Monasterio habían endurecido mis hombros y engrandecido desmesuradamente mis manos. Mis pechos se mostraban turgentes simulando diez años menos y haciendo juego con unas caderas nunca dilatadas en partos y por la renuncia voluntaria de una maternidad catedral de la fertilidad. Unas piernas fuertes y unos muslos totalmente exentos de celulitis soportaban sin complejos toda la figura. Sin embargo en la expresión de mis ojos una expresión vengativa se negaba a ser borrada. Eso parecía requerir tiempo.

Después de algunos días de relajamiento total, empecé a buscar trabajo. No tuve suerte. En todos los establecimientos comerciales donde fui me atendieron con gran cortesía, pero en ninguno me daban empleo; ni siquiera parcial. Mi escaso conocimiento de los lenguajes especializados no me ayudaba a abrir puertas y mi perfecto conocimiento del alemán chocaba con la temporada baja del turismo.

 

En los hoteles me prometían trabajo para los meses de verano, pero eso hizo que el alegre invierno de París se me hiciera muy largo. No quería depender de mi hermana y por otra parte sentía la oscura sombra de mi cuñado pisándome los talones.  Adelgacé unos cinco kilos en pocas semanas, pero eso me fue bien pues mi barriga se allanó dándome un aire aún más juvenil.

 

A excepción de la ausencia de una ocupación todo iba bien. Mi hermana estaba feliz de tenerme en casa y le entusiasmaba que por las noches les diera a los chicos algunas puntadas de alemán. Yo me sentía como la crisálida que, después de una larga etapa de acumulación de proteínas, se ha sacado definitivamente la corteza de los hombros, ha levantado sus alas y vive su segunda primavera.

 

A veces al despertarme no reconocía las paredes que habían cobijado mi sueño, pero esa sensación duraba sólo unos segundos. Miraba el reloj y saludaba con alegría la hora larga que aún faltaba para que se levantase mi cuñado. Él no soportaba que yo ocupara el único baño de la casa cuando él lo necesitaba. Era cuestión de evitar coincidir con él cuando precisamente su mal humor se mostraba con toda crueldad. Era una persona que llegaba fácilmente al insulto, así que cuando él iba a asearse yo ya estaba en la cafetería de enfrente tomando mi café y esperando a que él saliera de casa para volver a entrar.

 

A esas horas de la mañana sentía las miradas de todos los hombres que entraban en la cafetería y a pesar de no mirarles de frente reconocía su ansiedad y su inquietud, pero ni loca se me ocurriría dejarles entablar conversación conmigo. Distinto de todos ellos se colocaba todos los días en la punta de la barra, junto a la puerta, como si quisiera estar cerca de la salida, un hombre joven, casi un muchacho, ataviado con un mono azul de mecánico. Tomaba un café con el tiempo justo y se marchaba sin reparar siquiera en el resto de los clientes.

 

Su aire despreocupado me agradaba. Era diferente. Era alto y llevaba el pelo corto, demasiado corto comparado con los demás. Algo en él se parecía a mí, pero no sabría decir qué era. Me armé de valor y decidí preguntarle a la primera ocasión si trabajaba cerca. Me dijo que era mecánico y su taller se hallaba a tan sólo dos manzanas de allí. Así mismo me preguntó si yo también trabajaba cerca. Balbuceando no sabía que contestar, pero acabé por decirle que ayudaba a mi hermana en las tareas domésticas, aunque lo mío era cantar y claro encontrar trabajo no me era fácil. Se lo conté a mi hermana y se puso más contenta que yo de que por fin encontrara con quien hablar.

 

En los días siguientes tomar el café junto a Pierre se convirtió en algo sumamente placentero. Era una persona sencilla y seria; no regalaba fácilmente la sonrisa, pero era correcto y amable en el hablar. Era quince años más joven que yo y quizá por ello el trato me parecía franco y exento de cualquier intencionalidad distinta de la de charlar con alguien mientras se toma el café cotidiano. Quizá él sentía lo mismo que yo.

 

A los pocos días se presentó en la cafetería con una amiga, Simone, que cantaba en un coro y quería conocerme y oír como cantaba. Desde el primer momento simpaticé con ella. Sentía unas ganas locas de explicar toda mi historia o lo corto de mi historia en el mundo, pero me limité a explicarle que había cantado en un coro en un pueblecito de Alemania cerca de la frontera con Austria. Simone me dijo que mi voz de mezzo-soprano quizá me ayudara a abrirme camino en mi nueva vida.

 

Me pareció una amabilidad por su parte. Como si quisiera animarme. La verdad es que si a través de mi voz conseguía amigos como Simone y Pierre, era como para considerar que en mi garganta había un gran tesoro. Aunque algo dentro de mí me decía que en el barrio donde vives es conveniente no ser muy explícita en cuanto a tus cosas y en esas lides me sentía como una experta. Así que de momento no le conté nada acerca de mi estancia en el Monasterio, aunque Pierre sí lo sabía.

 

Simone, a bocajarro, me dijo que era feminista. Yo asentí con un movimiento positivo de cabeza, pero en realidad en aquellos momentos no estaba segura de entender el significado de aquella tarjeta de presentación, aunque me tranquilizaba saber que Pierre y ella eran amigos. Yo siempre había temido la brutalidad de los hombres, pero la convivencia en el Monasterio había liquidado toda sublimación del sexo femenino.

 

En Simone se aprecia rápidamente su locuacidad divagante; saltando de un tema a otro, luego tristeza, o repite la misma cosa. Se siente perseguida, odiada y despreciada. En sueñosve que está muerta y que están preparando su funeral. Según cuenta ella misma tieneideas eróticas persistentes. Es celosa y suspicaz. Se encuentratriste por las mañanas, sin deseos de mezclarse con el mundo. Sólo una pequeña conversación con Pierre la arranca de la deriva de esos pensamientos.

 

De soltera sentía aversión al matrimonio, repite obsesivamente de vez cuando. Cuando la mandíbula inferior se le cae y tiene hinchazón enorme de labios o se le hincha la lengua y le tiembla al sacarla su única solución es hablar con Pierre. A menudo nota en la garganta un bulto que sube y es tragado de nuevo. El dolor de garganta se extiende a los oídos y se le hace imposible cantar. Esas situaciones las resuelve Pierre de una forma tan natural que a veces cree que depende demasiado de él.

 

Otro de los misterios de Pierre es el haberle arrancado los deseos de alcohol. Desde que conoce a Pierre no bebe más que en casos excepcionales –y en no pocas veces con su permiso- Pierre ha conseguido que su abstinencia sea placentera. Critica a Georgina por su gran apetito pero es tan hambrienta como ella y además no puede esperar a los demás para comer.

 

En su corazón de oro siente inquietud, temblores, ansiedad y debilidad. De vez en cuando se toma el pulso porque cree que lo tiene débil. En momentos de crisis necesita sesiones de sexo duro y si no lo obtiene se siente mal al despertar; sufre calor, sudor, escalofrío, confusión. Por lo menos una vez mensual necesita salirse de toda norma sexual.

 

A pesar mío, las ideas sobre el mundo y la sociedad continuaban siendo las fijadas en mi ADN durante veinticinco años y quizá me fuera necesario un nuevo replanteamiento de las asimetrías humanas. Fue precisamente la consideración individual de cada persona la que me llevó al abandono de las ideas comunitarias. Quizá sea Simone un ejemplo a seguir
                                                                                                                         
                                                                                                                                Elisa R. Bach
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