24 sept 2018

PORTADA DE LA NOVELA


SALES AMONIACALES, 
MUSCARINA Y TINTA DE SEPIA


                                Johann R. Bach

Fragmento de la novela Sales amoniacales, muscarina y tinta de sepia


SALES AMONIACALES, MUSCARINA Y TINTA DE SEPIA

Siempre llevo pañuelos en los bolsillos,
en la maleta de viaje, en la mochila…, por lo menos tres, no para envolver alguna cosa, cuatro semillas de flores o manzanilla romana recogida en el campo bajo una dulce insolación, ni para hacer cuatro nudos como el cubrecabezas veraniego que llevaban los albañiles de la obra de reforma del pabellón del jardín, ni para secarme los cristales, pues he conservado muy bien la vista y nunca he usado lentes.

Tampoco es un simple capricho esto de los pañuelos. De vez en cuando me viene a la memoria aquel tiempo del Conservatorio, cuando iba los jueves con la falda a cuadros escoceses y cuello blanco, tocada por dos trenzas, montada en la parte delantera de la bici de mi primo, entre naranjos llenos de luz y flores de azahar.

Nadie en la familia hablaba bien del Arturito.
Decían que era un vago, que no hacía más que perder el tiempo leyendo libros y paseando por el cementerio buscando conversación con las viudas que llevaban flores a sus difuntos maridos.

Conmigo siempre se mostró simpático
y solía enseñaba un cuaderno con las nuevas palabras a las que les atribuía misteriosos significados como "diagramas de Venn y anillos abelianos", "sagitas, parsecs y púlsares…", "gradientes en el viento sobre un rio y entalpía en la corteza suprarrenal…"

y expresiones o frases como, por ejemplo,
"a la sazón…", "claro de bosque menospreciado por los ruiseñores", "cuerpos torrados al sol como tejas", "ojos como estrellas de cobalto", "el arte gótico de los huesos del que tomar ejemplo", "somos arcilla de ánfora romana", "sacar la raíz cuadrada a la tarde o verificar con la prueba del nueve los sueños placenteros", "el poético mundo de los lagartos",

"la edad de platino que no se oxida",
"música en las sienes de un mínimo caracol",

"nubes, en el cielo, como naves helénicas detenidas
y tristeza en los muelles al amanecer",

"paisajes afortunadamente olvidados,
escondidos entre las caléndulas o en los campos de maíz",

"la suerte de nacer
en un país de algodón o junto al mar", "misterio en el núcleo de la almendra y en los arilos de la granada",

"un billete, solamente de ida,
Incluido el camarote a pensión completa, para viajar al Mundo del Ápex esa porción del universo que tiene ojos de mujer y próstata de oro"…,

"una vela de una barca que se aleja
mientras se produce el contacto con una piel de una rodilla herida bajo un rayo de luna sobre  unos ojos aquietados".

Era un tiempo en el que,
inflamada entre la blancura de la luna, incendiada por la mirada insaciable de los hombres y el éxtasis dudoso de los adolescentes amigos de mis hermanos mayores que yo, rodeada de la esplendidez de sus cuerpos dorados y sus robustos miembros desnudos, acosada por frentes, labios y cuellos, rodillas, dedos y ojos, pechos y brazos ya cubiertos de vello…

y por el blanquísimo vapor del mar al atardecer
como una procesión de cisnes de plata;
hablaba con un ángel que se me aparecía revestido del velo y del esplendor de un claro de luna llamándome a una vida monástica, aislada del mundo.

Cuando comentaba con mi primo "esa llamada". Él sonreía y pausadamente contestaba que todos los caminos podían ser buenos para crecer. Así es la vida -decía-, con diferentes colores. De todas formas, no hay prisa. A mí me apremian para que tome un camino -marcado por ellos, claro-, pero me parece que soy una de esas personas lentas que en la vida todo lo hacen tarde porque tienen sed de conocimiento y ansiedad por echar los dados.

No entendía nada de lo que me decía. Confiaba en él y el misterio crecía día a día. Tenía algo en su carácter que calmaba mi prisa por entender el mundo y me gustaban sus palabras cargadas de contenido desconocido para mí.

"Mira la niebla -me decía-, mira cómo cubre las cumbres de esa montaña tan emblemática. No hay prisa: sin duda el sol no tardará en dejar el cielo limpio convirtiendo el color grisáceo en un bello cobalto. En invierno la nieve cubrirá las cimas más altas y el frío hará esperar a que los almendros florezcan".

"Al pie de esa montaña que ves,
el agua correrá a lo lejos
por pueblos fragantes de ciruelos".

"Con el viento de Mistral sobre los ríos, los sauces y algunos cañaverales esperarán que la primavera se deje ver".

"Es bella la música del "Anillo del Nibelungo", también produce placer comprender el ajuste fino del anillo abeliano gota pura de lucidez o ver los colores en los anillos de Saturno descritos por primera vez gracias a Huygens el astrónomo que nos dio a conocer la naturaleza ondulatoria de la luz, y que, gracias a él podemos oír poesía en

el sonido de la pértiga
que empuja la barca en la claridad del alba".

"Se puede ser poeta
y guardar madera en los muelles, se puede ser poeta y soldar tubos para oleoductos como el calderero, se puede ser poeta y diplomático o arquitecto a la vez, se puede ser poeta y sacar la raíz cuadrada a la tarde como una docta cigüeña".

"Cualquiera puede ver
cómo desaparece la escarcha por la mañana en los campos salpicados de pequeñas margaritas o cómo se inclina profunda la luna en el cielo sobre las montañas donde cantan enloquecidos los grillos".

"Cualquiera puede extasiarse,
desde los muelles, con la mar tranquila por la mañana y el cielo sin rastros de las nubes de la noche".

"También se puede ser poeta
y parecerse a la palabra concupiscencia".

Mientras me hablaba de esa forma tan distinta a cómo, lo hacían mis padres o hermanos yo me sentía como si flotase en una nube. Una mañana volví a casa temprano porque el "insti" no hubo clases debido a la muerte de un profesor. La puerta estaba inusualmente entreabierta y entré sin utilizar la llave. Desde el pasillo oía cómo si alguien estuviera duchándose. La puerta del baño no estaba cerrada del todo y sentí curiosidad de ver quién era el que estaba en el baño.

El agua caía de la alcachofa, pero en la bañera no había nadie. Reflejado en el espejo vi a mi primo con una expresión en la cara nunca vista en él. Con los ojos cerrados su rostro parecía sufrir dolor, estaba desnudo con una mano en sus genitales y con la otra sostenía un pañuelo cubriendo la punta de su verga. El corazón me latía fuerte de forma que sentía los latidos en las sienes y en el bajo vientre unas punzadas nunca antes sentidas.

Esperé en el comedor a que mi primo saliera del baño para entrar yo. Entré y cerré la puerta. Pasé el pestillo como siempre pues no soportaba que alguien pudiera entrar y verme ni siquiera con el peine en la mano.
Abrí el cesto de mimbre
de la ropa sucia y tomé entre mis dedos el pañuelo lleno de semen aún caliente, sentí placer al palpar aquella viscosidad al tacto y lo acerqué a la cara.

El olor a violetas
que se desprendía de él no se ha borrado nunca de mi mente. Bastantes años más tarde supe que ese olor a violetas del semen era típico de personas que necesitaban constantemente experimentarlo todo por ellos mismos y eso les llevaba a la promiscuidad. ¿Era cierto -me preguntaba- lo de su afición a cortejar a las viudas?

Aquella noche, no pude dormir.
No podía quitarme de la cabeza aquella escena. Estuve manoseando en el pubis y experimentando nuevas sensaciones hasta el amanecer. Sentí que algo empezaba a crecer en mi alma y en mi cuerpo.

En pocas semanas
mis caderas se ensancharon y los glúteos aumentaron de volumen, el vello pubial se pobló alcanzando casi el ombligo, las piernas, ya de sí fuertes, se rellenaron como las de una patinadora sobre hielo. Los compañeros del "insti", así como los amigos de mis hermanos me parecían aniñados y me fijaba en la gestualidad de los hombres. Ya no reprochaba sus lascivas miradas sobre mis pechos…

Me divertía ver cómo enrojecía mi primo
mientras me lo comía a besos, cómo se excusaba ante mis caricias amorosas diciéndome que éramos parientes consanguíneos, que yo era muy joven aún…, que lo dejara tranquilo aunque a continuación entraba en el baño…

Comenzaba a entender…, a callar,
a dejar de hacer preguntas…

                                                                              Johann R. Bach