26 oct 2013

¿Cómo ex`licar a tus hijos que dedicabas grandes esfuerzos a no sucumbir a ...

      ALGO DE UNA POLIÉDRICA VIDA

Tú eras lo que entonces,

padres y profesores deseaban: una muchacha callada algo dormilona, delicada de salud y –cosa extraña- a diferencia de tus compañeras nunca te quedabas demasiado tiempo mirando por la ventana.

 

De la escuela –más trabajadora que lista-,

obediente y con pocos problemas, sólo recuerdas algunos pocos castigos que siempre consideraste injustos. La falta de confianza en ti misma la suplías con una cierta constancia y tozudez.

 

Leías todo lo que caía en tus manos

y algunas de aquellas lecturas te proporcionaron informaciones misteriosas: con sólo ocho años de edad supiste que el día de Mercurio era aproximadamente igual a su año.

 

Eso te inclinó a observar

a menudo los cielos nocturnos y durante el día quedarte embelesada con las blancas nubes alargadas como naves extraterrestres detenidas a las puertas de un Purgatorio, indecisas. 

 

Entretanto te ibas formando

en ideas y convicciones éticas indoblegables como botones de gabardina y te dedicaste durante un corto periodo de tiempo a

 

llevar una vida viajera

imaginando que los autobuses o trenes te transportaban de un lugar a otro como alfombras voladoras: somnolienta, fascinada, torturada por la belleza del mundo.

 

Después intentaste llevar, como todas,

una vida corriente con algún grado ganado en unas oposiciones completamente limpias.

 

Madrugones, metro,

café antes de comenzar la jornada, trabajo de oficina –contratación de energía eléctrica-, otra vez metro de vuelta a casa, sueño saciado con una corta siesta, eran cosas cotidianas.

 

Tuviste suerte: los profesores

de la facultad eran en general buenos en sus materias y liberales en los social:

 

te consideraron

uno de los suyos debido a algunas de tus convicciones democráticas y espirituales.

 

Tardaste años en aprender a leer

esos otros lenguajes que te ayudan a comprender la radiografía de tu propio esqueleto, la música de las glándulas endocrinas,

 

la fotografía de unas gruesas cejas,

los carcomidos pabellones auditivos, los hoyuelos en mejillas y barbilla; la escrófula en los labios.

 

Esos lenguajes, en general,

no interesaban a nadie, pero gracias a ellos comprendiste muchas cosas, latentes o movidas, en tu interior y te ayudaron a ver en los ojos de los demás intenciones inconfesables.

 

Pocas veces viajaste al extranjero,

pero aún lleguaste a conocer la Rusia de la Era Brezhnev, las playas y acantilados de Normandía, los robles de la Berliner Eichentor y los lagos de la pacífica Suiza.

 

Coleccionaste en lugar de recetas de cocina,

multitud de fichas de plantas medicinales descritas por Linneo y destacaste algo en el ajedrez, pero abandonaste esa afición por ser poco femenina-  En cierto modo, mientras aprendías idiomas, eras feliz.

 

Leíste algunos libros -entre cientos de ellos-

que te ayudaron a fijar en tu ADN algunos conceptos modernos que momentáneamente te fueron útiles para sobrevivir en los momentos difíciles,

 

pero tus lecturas preferidos eran

las que te permitían mirar en tu interior y ahondar en el conocimiento de las antiguas brasas del universo; estudiar el vuelo de las abejas o la increíble adaptación de los caracoles al entorno.

 

Excepto el placer de las matemáticas,

no sacaste ningún provecho del resto de libros "científicos". La literatura te alegró –tanto la poesía como la prosa- muchísimas tortuosas noches.

 

Algunos profesores te recomendaron

los clásicos griegos como textos que podrían cambiar tu vida. Los leíste –nada te cambió- lo reconoces, pero te permitieron una mirada distinta sobre la vida.

 

Tal vez no vivías –sólo subsistías-

o tal vez aquellos tiempos no eran otra cosa que una fase necesaria –psicológicamente- antes de pasar a otra; y,

 

en espera de tiempos mejores,

arrojada contra tu voluntad hacía algo, como una sombra en la pared, trabajaste en hospitales y editoriales, para ganar algo de dinero fácil para pan y papel.

 

Cómo explicar a tus hijos

que dedicabas grandes esfuerzos a no sucumbir a insinuaciones malignas, a no cometer estupideces y a no confraternizar con el más fuerte.

 

Cómo podías explicarles

que al despertarte empapada en sudor y ver el silencioso techo amenazando con derrumbarse encima tuyo debías escribir con tu mano fatigada hasta los tuétanos un conjuro contra los espíritus y una oración para una noche más plácida para ellos.

 

Una noche sin ofertorio,

sin consagración ni comunión. Ingenuamente sin sacrificios, exenta de espanto.

 

                                                        Johann R. Bach

 

 

 

 

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