HONFLEUR, UN PUERTO EN LA PLAZA
HONFLEUR (La Lieutenance)
La primera vez que visité Honfleur
mi llegada coincidió con la pleamar. Una campana avisaba con insistencia: el puente se estaba levantando;
los barcos parecían nerviosos;
unos preparados para entrar en el pequeño puerto otros para zarpar
ya.
La operación se realizaba
con precisión matemática: las compuertas giraban desconcertantes, ante los espectadores de uno y otro lado del puente levadizo.
Con la capota levantada de nuestro 2 CV
mirábamos atónitos la maniobra. Al otro lado del puente, sobre una enorme roca se alzaba majestuosamente la Comandancia, mitad castillo, mitad edificio atlántico.
Los rojos vivos, azules marinos
y blancos que lucen entre pescadores se iban deslizando ante nosotros como un escenario de teatro donde nadie quiere que caiga el telón.
Sorprendentemente los habitantes
de Honfleur parecían no apercibirse de la belleza de ese momento: aprovechando la pleamar el pescado fresco encerrado en las bodegas entra puntualmente para deleite de cientos de turistas.
Más arriba,
junto a la Iglesia de Sainte Catherine los habitantes de Honfleur miran embelesados las paradas del mercado, buscando variedad de frutas y verduras y ropa marinera que no comprarán:
les alegra los ojos
el contraste de colorido de las típicas rayas blanquiazules.
Los lugareños tienen la impresión
de que han nacido para un sueño, en el que, callados, confunden muchos mundos; pues hablan rara vez y
cada frase es como un epitafio
para algo arrojado a tierra por la marea -incluido el pescado que entra en el puerto-, algo desconocido, que viene a ellos sin aclarar, y permanece.
Y así es todo
lo que describen sus miradas desde su infancia: algo no aplicado a ellos, demasiado grande, desconsiderado, allí enviado, que aumenta más aún su soledad.
Ahora ya no existe el puente levadizo
que interrumpía como un descanso el paso de los vehículos y ya no suena campana alguna.
Pero el puerto de Honfleur sobrevive
como un juguete inolvidable.
Johann R. Bach
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