3 sept 2013

Él era entusiasta durante el día; tú, durante la noche, sólo al verle dormir.

LA SOLEDAD DE LA ZARINA

Corrían los tiempos en que el ferrocarril

prometía milagros y los astros se conjuraban contra esa soberbia humana que no ceja en su empeño: escalar en el aire para derribar la luna y bombardear a los humildes con excrementos.

 

De origen alemán fuiste escogida,

enviada, según un oráculo de inmensos beneficios para tu familia, a los misteriosos palacios rusos con una única misión: dar un heredero al Gran Zar de las Rusias.

 

La ansiedad y el nerviosismo

jugaban una partida con dados trucados: una cierta incapacidad para retener el semen en tu interior y los fuertes espasmos uterinos malograban tus esperanzas de ser madre. Sólo tu tozudez germánica  acabó dándote un momentáneo triunfo.

 

En una loca noche de luna llena

las concubinas te habían rociado la espalda con romero y lavanda traídos desde Crimea; y, tu lengua con café mezclado con vodka. Aun así tuvieron que asistir en su penetración al Gran Zar de las Rusias con tintura de cantárida.

 

Durante tres días soñaste

que te habías quedado en cinta, que la alegría asomaba a tus ojos, levantando tus párpados y tus labios y una sensación de tranquilidad se estableció en tu plexo solar.

 

El calor en tus hombros

te obligaba a apagar la luz de gas de la cabecera de tu cama, abandonaste las cenas opíparas y desapareció la necesidad de tomar bicarbonato; y, tus sueños fueron por primera vez los de una reina.

 

El maleficio

se convirtió en un beneficio: el embarazo. Aunque ello significó el principio de tus males. Apartaron a la criatura de tus manos, impidieron al entregarlo a las nodrizas la impronta de tu amor de madre y el chico creció débil y delicado la carne le producía vómitos y diarreas:

 

la herencia y la alimentación vegetariana

lo llevó a una hemofilia de mal presagio. El Gran Zar rodeado de abrumadores problemas de Estado y acuciado por la guerra se refugiaba en masajes de vapor, hacia oídos sordos a las llamadas de amor de una princesa aún enamorada.

 

Tus nervios se fueron transformando

ora en histeria, ora en melancolía. Cada vez con más frecuencia los ataques de soledad se sucedían hasta el punto de pedir ayuda a aquel mugriento barbudo que lanzaba su aliento sobre tu boca mientras con dos dedos introducidos en tus entrañas te llamaba una y otra vez a romper el cielo.

 

Poco a poco fuiste

perdiendo generosidad. Ya sólo buscabas placer y soledad como una extraña simbiosis.

 

Sin embargo, de vez en cuando,

te acercabas a la alcoba de tu César. Verle dormir te apaciguaba. Era menos que una persona. Su rostro se reblandecía un poco, pero los ojos le temblaban tras los párpados como dos canica inquietas, olía a sueño, afeado el pobre de una manera conmovedora.

 

Le decías entonces cosas sencillas que él no oía,

cosas que no habrían sido posibles a la luz rosa del mediodía o de la tarde, un "sí" cierto y desprotegido.

 

Sí, sí… Era como si todo su cuerpo

se hubiese vuelto flácido en el interior y tú dura, a su lado. De una forma misteriosa vuestros cuerpos parecían no poder acostumbrarse el uno al otro,

 

como si cada uno por separado

tuviese en el interior los restos de una alegría mal enterrada que nada tenía que ver con este orden nuevo.

 

Él era entusiasta durante el día;

tú, durante la noche, sólo al verle dormir. Tu actitud se parecía a la palabra adiestramiento: esperabas hasta que su respiración se volvía pausada con sus ojos medio abiertos y entonces, apoyando el codo contra la almohada, acercabas tu rostro al suyo.

 

Había en realidad tanto y tan poco que ver:

nada que no supieras ya y nada que no hubieses podido adivinar tú sola.

Y, a veces, sin saber por qué, tenías la sensación de que reía.

 

                                                                                          Johann R. Bach

 

 

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