MARTA GUILLAMÓN
Marta Guillamón se sorprende ahora
al ver cómo sus dedos ganan velocidad bailando sobre el teclado y obtienen una respuesta inmediata y significativa en la pantalla:
ve su retrato convertido en letras.
Escribe como si pintara en el aire
la puerta por donde salir o huir de sí misma. Aunque lo sabe, no quiere admitir que la puerta sólo conduce al punto de salida, pero una salida
donde las palabras cobran vida
levantan el vuelo llevando ideas,
inconexas en la mayoría de los casos, a veces originales que, en el hiperespacio, ganan poder y capacidad curativa.
Escribe como si extendiera un lecho
de brasas ardientes listas para imprimir sobre las páginas de la vida íntima y secretamente aspira a que alguien las lea.
Marta Guillamón aprendió
mientras miraba el horizonte que escribir una página feliz no cambiaba nada en nosotros que sólo pensábamos en corretear por la playa y, sin embargo, siguió escribiendo sin que lo supiéramos.
Nos describía,
retenía aquellas imágenes en su retina, cerraba los ojos para memorizarlas:
Nos amaba. Como a todo lo que la rodeaba.
Tan pronto salía Marta de su casa,
quedaba a merced de los malentendidos; y, llegó a acostumbrarse.
Comprendió que ciertas frases le salían de la boca
con placer y complacencia, pero no se detenía en ellas: eran sentencias.
Sí, sí, sentencias inapelables
sobre la vida del espíritu cargadas de erotismo salvaje, casi dictámenes médicos de los que tardamos en recuperarnos.
Todo en ella adquiría gravedad liberadora
como si los límites del tablero donde
ha de tener lugar la batalla quedaran por fin perfectamente definidos, como si hubiera establecido al fin el ámbito donde cualquier gesto,
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