La rabia la mantenía viva
Cuando vi a Yvette
en aquella sala de luz pálida, entubada, recibiendo oxígeno artificialmente de un balón marrón y una botella de suero inyectándole intravenosamente el agua y la sal,
sentí de repente un soplo en mi rostro,
como viento alrededor de mis oídos, lo sentí también en mis manos y noté como se me abrían desmesuradamente los ojos. La ventana de aquella habitación estaba bien cerrada.
Reconocí literalmente
todos aquellos pequeños segundos, igualmente tibios, uno igual al otro, pero rápidos, rápidos. Estuve a punto de desvanecerme. Mi corazón parecía negarse a inyectar presión a mis arterias.
Me senté en la cama y le tomé la mano.
De sus ojos salieron dos lágrimas como si supiera que yo estaba allí. Me acerqué a su oído y besándola suavemente le susurré: "Je suis là. Je t'aime".
Me levanté
para acercarme a la cama un pequeño sillón y me dispuse a pasar junto a ella aquella noche, pero las sorpresas no habían terminado.
Bajo mis pies había también algo
que parecía en movimiento, no un movimiento, varios movimientos que oscilaban de modo singular de uno al otro: mis pies estaban helados de terror.
Yvette, aun estando inconsciente debido la anestesia,
era capaz de prever todas las neuralgias que le aguardaban cuando los efectos de los opiáceos desaparecieran. Estaba –lo supe- fuera de sí de rabia. Pero eso la mantenía viva.
Johann R. Bach
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