4 dic 2013

Giré la cara al oir un ruido como la caida de un saco

CARA A CARA CON LO INESPERADO        

 

La primera vez que me encontré

cara a cara con la muerte fue en un día frío cerca ya de la Navidad. El muerto se llamaba Isidro y tenía doce años, un par más que yo;

 

su cuerpo amortajado

podía verse a través del húmedo vidrio de la ventana de su casa, en mitad de la calle que ascendía hasta la casa de mis tíos.

 

El rostro de Isidro estaba blanco

como la harina y muy delgado. Había muerto de leucemia, y aunque en realidad nunca fue mi amigo,

 

me gustaba inventarme

que sí lo era, pues de ese modo la vida cobraba más emoción en los días de invierno.

 

No tuve miedo;

nunca lo tuve hasta verme por segunda vez con la muerte pisándome los talones.

 

Fue en el Instituto.

La que murió era una compañera del curso con la que apenas crucé algunas palabras pues parecía como una persona que no era de este planeta.

 

Se llamaba Maria Soria;

su cuerpo era voluminoso en la parte del abdomen y sus piernas eran delgadas como si fueran de otra persona; su cara era aniñada con la piel pálida y de forma triangular. Sus ojos eran la única cosa bonita que tenía.

 

Bajábamos del Estadio de Montjuich

después de un partido de baloncesto, a mi lado dos compañeras reían casi mareadas por el esfuerzo.

 

Entusiasmada como ellas

por la aventura no sentía nada especial en los andares de María que, detrás de mí, hizo varios traspiés.

 

Giré la cara al oír un ruido

como la caída de un saco. María murió sin darle tiempo a cerrar los ojos y yo vi en ellos por segunda vez la imagen de la guadaña.

 

Sólo mucho después de aquel día

me he preguntado por qué entonces no desconfiaba de nadie ni de mi salud.

 

Sólo después de aquella segunda cita

con el fantasma de la humanidad he sido consciente de la bondad natural de aquel mundo juvenil y apasionado.

 

                                                                    Johann R. Bach

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