La falda se coinvirtió en pantalón, los zapatos en botas presurizadas, mi bolsa de mano en mochila.
Cuando eso sucedió
yo ya no cantaba canciones de cuna ni himnos de protesta; me habían recogido en la calle como un objeto perdido más. Despeinada, llorando, tiritando de frío, con esperanzas casi nulas, a punto de entregar mi cuerpo y mi alma al Averno.
A pesar de todo, dentro de mí
aún había latidos humanos y mi futuro era más incierto que el de otras criaturas: sentía lástima de mí misma como otra niña rota más.
Dentro de mí, deseé ser madre.
Mi sueño, afortunadamente, se hizo realidad. Cuando eso sucedió
empecé a recordar que fui una niña risueña que corría sin prisas, a veces entre llantos fácilmente consolados y en no pocas ocasiones
con risas lanzadas al viento.
Cuando me llevaban al hospital
me produjo placer reconocer que, ebria de libertad, había sido generosa, amable, y amorosa en exceso.
Había gozado de los elementos,
como si sospechara que iban a escasear: el agua de la fresca lluvia y el viento me transportaban sin reparar en fatigas ni en locas carreras.
Cuando cambié mis ropas
empecé a escribir casi a escondidas, mirándome de vez en cuando en el espejo observando mis tiempos acumulados como infantiles cubos de colores.
Cuando cambié mis ropas
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