EL ABUELO NO INVENTÓ LA NARANJA
Cierto día fui con mi abuelo a coger higos.
El sol había madrugado más que nosotros aquella mañana de agosto.
Recuerdo que hablaba poco
aunque era infatigable haciendo cosas con las manos y cambiando de lugar muchas otras.
Me sorprendió ver
cómo con una caña se hacía con los higos más altos de la vieja higuera. Luego sentados bajo su sombra comimos unos pocos, los más maduros.
Le pregunté con la ingenuidad de mi edad:
¿Quién te enseñó a coger los higos con la caña? Nadie –respondió-, tuve que ser yo quien inventara "la caña alcanza-higos".
¿Fuiste tú quien la inventó?
Sí –me dijo después de pensar un poco-, y, también "la tortilla-luna".
Yo no comprendí bien aquello,
pero continué preguntando como todos los niños pues no me gustaban aquellos silencios tan largos: y ¿lo puedes inventar todo?
Se levantó y me indicó seguirle.
Nos pusimos a caminar con otro de sus largos silencios. Yo no le quitaba ojo de los suyos pues esperaba una respuesta que calmara mis ansias de comprender el mundo.
De pronto se paró
en un recodo del camino, levantó lentamente su mano y señaló un árbol.
Mira esas naranjas en el suelo –dijo- se están pudriendo y al mismo tiempo abonan la tierra para que en invierno podamos ver otra vez sus frutos.
¿Crees que yo sería capaz
de inventar la naranja? ¿Alguien en el mundo podría hacerlo? No, claro que no -conteste rápidamente.
-Pues tampoco puedo inventar la risa.
Ahora bien
–siguió su discurso, esta vez imparable-, puedo plantar un árbol, explicar algo divertido en momentos en que estamos alegres y, como cuando lleguemos a casa, explicar
que hemos estado muy bien
con esta luz de la mañana,
que ha sido raro
el no encontrarnos con nadie, que hemos estado solos como dentro de un sueño en el que hemos visto crecer a ras de suelo flores que recuerdan los lirios y a trechos había ceniza restos de hojarasca quemada.
Johann R. Bach
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