LA SOLEDAD DEL CIENPIES
Entre la inmensidad y tú
está naciendo el día. Avanzas árbol arriba mientras llega el aire, avanzas hacia su nombre y la luz sobre tus párpados cubre las últimas heridas que no cerraron con el sueño.
Ayer algún político envidioso
de tus cien pares de zapatos, decidió reducirte los pies a la mitad; te clavó un arpón cerca del corazón, aprisionó tu dulce paseo.
El dolor sacó lo más primitivo de tus entrañas:
retorciéndote
como en el baile de la muerte, escupías grasa y alquitrán, tartamudeando, en forma de sílabas que se unían para injuriar. Poco a poco la fatiga te venció, pocas dudas albergaba ya tu soledad,
te disponías a ver, por última vez, el mar.
Miraste en la arena los escombros
que dispersó la segunda pleamar, piedras de espuma nómada, profundas humedades. Por su cadencia se abrían translúcidos tus cientos de dedos entre la inmensidad y tú.
La ola. El mar. La playa en fuga.
La persistente flotación de las gaviotas
y el deseo del suave aroma entre los labios de la compañera esperándote en un lecho de hojas frescas cubierto por un manto de estrellas apenas apagadas por el Árbol de la Luz.
De repente tu mente se volvió
hacia tu anillo herido. Alguien ordenó retirarte el catéter de tu vena cava; el agua espejeante de sí misma para sortear las horas altas te celebraba y
deletreaba tu nombre
exagerando tus activos rebautizándote como Miriápodo, como la vida
en flor de otro lenguaje. El aroma de la compañera aún te llama en la aurora;
reanudas tu marcha
con los 98 pares de botas restantes; te está nombrando con la suya.
Johann R. Bach
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