15 may 2013

y, en mi mente han aparecido las líneas de un paisaje sin sueño; el aire mismo se ha prestado al olvido...

        LOS  ESPEJOS  DE  GEORGINA

 

Cuando me trasladé

a casa de Georgina quedé presa como una libélula del aura de los espejos que en ella encontré. Allí todo es un espejo que invade tus ojos, se empeña –te obstinas- en asediar la imagen imprevista.

 

Allí no sólo el agua,

el metal terso, la página blanca, la piedra que conforma sus estatuas, sino también sus manos que imponen su orden en las cosas, la fuga del tiempo y su retorno, siempre imprevisto, el miedo a los pasos que van negando los caminos.

 

Hoy mismo, después de contemplar el espejo,

colgado a mi altura, no para verme sino para buscarla a ella cuando no está en casa, me he estado fijando en las dos luces iguales que presiden su superficie intachable, de la que he logrado desterrar pared y cortinas;

 

y, en mi mente han aparecido

las líneas de un paisaje sin sueño; el aire mismo se ha prestado al olvido de los problemas con mi exmarido.

 

¿Es todavía espejo o es ya fuente?

He tenido la sensación que no quisiera parecerme a alguien que no se atreva a contemplar su propio rostro. He sentido cómo al mirar ese espejo realmente la estaba esperando como un único esfuerzo.

 

Me he puesto a leer

–uno de mis mayores placeres-, y un insecto diminuto se ha parado en el margen de una página; lo aparto sacudiendo la hoja (delicadamente, para no hacerle mal) y casi al instante, de un salto se ha situado allí de nuevo.

 

Parecía como si me invitara

a fijarme en él: era un díptero, todo él de color verde con algunas manchitas amatistas, no doméstico, casi triángulos equiláteros las alas lucían paralelas al papel en que posaba las patitas, me ha recordado a las libélulas.

 

Demasiado abierto,

el cuerpecillo casi tocaba el blanco de la página. Un trazo firme de precioso verde esmeralda, extremadamente sutil, bordeaba las alas transparentes,

 

como celofán cristalino

me exhortaban a mirarlas bien para percibirlas mejor, a fijarme en la perfecta simetría de su vivo soporte.

 

Suavemente

intentaba apartar a aquel diminuto ser con la punta del bolígrafo, pero se volvía a instalar tan cerca del libro, sin intentar huir que me pareció que buscaba compañía aunque no fuera yo de su misma especie.

 

He intentado ahuyentarlo

de nuevo con un ligero soplo. Se resistía a marchar. He pensado que era una vida ya sin instinto de conservación, que su final estaba próximo y me he desentendido;

 

hasta sentirla posada

en la parte de mi mano ¡temblor! que yo no veía, la que estaba frente al libro, esperando, toda, el momento de pasar la hoja, la vuelta del tiempo…

 

He continuado leyendo y pasando páginas:

mi escala en el tiempo es otra. Pero nuestros universos son una misma cosa.

 

He vuelto a mirar mi rostro en el espejo,

esperando la noche para dar un corto paseo con Georgina.

 

                                                                                       

                                                       De la novela Las Puertas del Monasterio

 

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