17 may 2013

Cap. 1 NIÑOS A LA DERIVA.

Capítulo 1.       En la cárcel

·         Mal humor con necesidad de insultar y blasfemar

CHAMOMILLA 200 CH

·         Avidez de ácidos y tendencia a llevar la contraria        

HEPAR SULFUR 200 CH

 

                                                                     Una Asignatura Pendiente

A veces tardamos años

en percibir que enfrentarnos a la soledad es como el comienzo de un libro por el final, como leer los periódicos, con ansiedad, pasando las páginas al revés.

 

Tardamos años en saber

que la soledad (frecuentemente sólo el deseo), es otro libro de la bibliografía de las noches, un Manual, susceptible de examen, con las páginas pálidas de la piel bajo alfabetos en tinta de latidos y de calles, con las notas al pie de la memoria

 

y condiciones -necesarias y/o suficientes-

con lemas y teoremas reservados a almas que del Teorema del Coseno se han preocupado, viendo en el artificio la belleza del verso matemático para llegar al Teorema de Pitágoras introduciéndose en un índice oculto.

 

Sólo una asignatura,

al fin y al cabo recogida en el Manual de la Soledad.          

                                                                                                  Elisa R. Bach

 

He pedido un cuaderno para poder escribir y distraerme mientras espero. Realmente no sé qué espero. Siento mareos y náuseas que yo atribuyo al alcohol que he ingerido estos días; aunque no es imposible que la resaca me dure una semana como en otras ocasiones, esta me está durando ya demasiado. Hubo un tiempo en que el alcohol me sentaba fatal, no podía beber ni un dedo de cerveza. Ahora cuando bebo vomito menos que cuando me mantengo abstemia. Mi carcelera me ha traído una libreta y dos bolígrafos, uno rojo y otro de tinta azul. Tengo un humor de perros, pero me muerdo la boca para no insultar a las celadoras. En mi interior algo me dice que tenga calma. Algo anormal está pasando. ¿Qué estarán tramando estos hijos de puta?

No recuerdo casi nada de lo sucedido: Claudia, Miret y yo entramos en un bar de una travesía de Las Ramblas, quizá en la Calle Hospital. No sé. Dos hombres se dirigieron a Miret, la querían coger por la cintura. Ella no se dejaba. Las tres íbamos borrachas como cubas, con dificultad incluso para mantenernos en pié. El local estaba lleno de hijos de puta que ven con pasividad cómo unos aprovechones se meten con tres borrachas. Total, son extranjeras, decía un amariconado tomando un coñac en la barra. ¿Cómo podía un individuo calificarme de extranjera sin que yo hubiera abierto la boca? ¿Será que en este país sólo se emborrachan las extranjeras?

La policía entró a montón dentro del bar y haciendo un pasillo de uniformes nos hicieron entrar uno a uno en el furgón. El olor a gasoil y a acidez de borracho me daba náuseas. Miret me cogía de la mano como si fuera su madre. Me mareé, vomité y se me nubló la vista. Cuando desperté estaba en una camilla en la cárcel. Aquí sigo, metida en un hueco donde el tiempo se detiene y el espacio se reduce a proporciones inhumanas.

Cuando salí al patio y me encontré con Miret y Claudia todo me pareció muy normal. Mi estado de depravación era tal que hasta despertarme en la cárcel me parecía un hecho natural. Era lunes, habíamos pasado todo el fin de semana encerradas y según las celadoras al mediodía nos devolverían nuestras pertenencias y saldríamos a la calle. Eso fue verdad para Claudia y Miret, pero no en mi caso.

Mis preguntas a las funcionarias se estrellaban sin rebotar: nadie se explicaba cómo yo seguía allí. ¿Había golpeado rompiéndole los cojones a algún cabrón de policía en la reyerta? Finalmente sólo se me ocurrió escribir para "matar el tiempo". Y curiosamente las palabras y las comas surgían de mi mente como si hubiera escrito durante toda mi vida y hasta conceptos como perífrasis, hipérbaton, fragmento, sintaxis o yuxtaposición ya no me parecían insultos como hasta entonces los había considerado.

Miret es de madre francesa, pero ha vivido toda su vida en Badalona. Estudió derecho pero nunca trabajó de abogado, ni en ninguna otra cosa. Era la rica de las tres. Siempre pensé que salía de juerga con nosotras porque no encontraba a nadie en su entorno para ir de juerga. Sus borracheras, a veces, alcanzaban un punto en el que su humor se desbordaba y sus carcajadas podían llenar locales y barrios en noches de verano.

En invierno se recluía como una monja de clausura y no quería saber nada de ningún hombre aunque sólo tiene 65 años, cuatro más que yo. Después de aquel lunes no volví a verla nunca más. No lo lamenté; era una engreída del culo.

Cuando se trataba de ligar a algún hombre yo era la encargada de iniciar la conversación a pesar de que por mi boca salían continuamente serpientes y tacos insoportables para los hombres. Me gustaba por ejemplo llamar a un recién conocido "chupapollas de tu jefe" como una nueva categoría o cargo en su empresa o "lameculos de político" a inútiles que frecuentan locales nocturnos y que por la mañana no tienen que trabajar o "impotente de mierda" como un cariñoso piropo y "escroto duro" como equivalente de acojonado.

El insulto cuanto más grosero, más masculino es, como el fumar o beber bebidas alcohólicas. Yo siempre invito a muchas mujeres a utilizar esos tratamientos. Imagínense a una dama repugnante como yo diciéndole cariñosamente a un medio borracho que se nos ha unido en la barra de un oscuro local de luces de neón: Oye impotente de mierda ¿te vienes con nosotras al bar de al lado? porque este ya huele demasiado a colonia de la Miret.

Sólo conozco una mujer más mal hablada que yo: es una vecina que no orina; sus meados se los tiene que sacar una máquina. Me parece que a eso le llaman diálisis. A los hombres les divierte encontrar mujeres como nosotras, pero nos temen.

Claudia era una funcionaria que había estado más años de baja que trabajando. Su marido la abandonó porque decía que no era lo suficientemente intelectual. En realidad la dejó porque nunca se corría y él se sentía herido como macho incapaz de hacer disfrutar a su pareja. Ella decía no comprender cómo había aguantado tantos años con aquel cernícalo.

Yo lo vi en cierta ocasión de cerca y realmente se tiene que tener un estómago más duro que el mío para soportar a "aquello", a aquel "fenutrio" de quién hasta una foca huiría: la grasa de la cara le llegaba hasta las orejas, las sienes exentas de cabello y los dientes berzos; la barriga, sobresalida de su amplia chaqueta americana, colgaba por encima del cinturón que mordía con dificultad sus pantalones; sus tobillos, prisioneros de los bajos de su arrugado pantalón, amenazaban romper los calcetines. Ella no fue nunca feliz con él, aunque ahora, después de separada, tampoco lo era. Era vaga hasta para follar.

Todo me daba vueltas aquel domingo por la mañana cuando nos obligaron a desayunar y luego nos sacaron casi a la fuerza al patio; y aún ahora, me cuesta recordar qué coño pasó: creo recordar vagamente a Claudia riendo a carcajadas acompañando las de Miret; golpeaba sin fuerzas a aquellos dos individuos. Ellos también reían, por lo que la cosa no pasaba de un bromear de mal gusto.

Pero la cosa se debió complicar cuando el resto de la clientela del bar se puso a aplaudir todo aquello que estaba pasando. Era como una mala película americana de última (de) generación. Yo oía la música más alta de lo que mis oídos podían soportar. Mi blusa pareció recoger alegremente la saliva putrefacta que  se escapaba de mi boca.

Luego, ya en la cárcel, mi angustia iba en aumento al no tener la mínima esperanza de que mi situación pudiera cambiar; me sentía encerrada, atrapada en un destino donde todas, presas y funcionarias, me decían que aquello era provisional, pero mis dos amigas me habían abandonado aquí, dejándome sola sin motivo ni explicación para ellas ni para mí. Pero no me extrañó que no se preocuparon por mi suerte: al fin y al cabo son dos alcohólicas del copón que habrían puesto mucha tierra por medio en cuanto las soltaran.

Por la noche tenía que dormir boca arriba con las piernas abiertas porque los gases de mi vientre me producían un dolor insoportable. Mis bufidos de ballena mareada despertaban a las compañeras de celda. Ellas me amenazaban con ahogarme si no me callaba.

Mi situación cambió un poco cuando me hicieron una protocolaria revisión médica a fondo. Entre prueba y prueba yo tenía un dolor de cabeza insoportable en la parte occipital. Una presa que trabajaba en la enfermería se apiadó de mí y me consiguió una infusión de manzanilla. Sólo olerla volví a vomitar. Me sentaba mal hasta el café, mi droga preferida. En vista de mi estado de salud me trasladaron a una celda aparte de las demás.

                                                                                             Elisa R. Bach

 

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