22 ago 2013

Afuera, en el jardín, se oye la voz apacible del jardinero

LA DAMA Y EL VIEJO JARDINERO

        

Hoy está nublado

y, aunque ha parado de llover, algún que otro claro deja aparecer los hilos de oro del cielo. Algo como el primer soplo de otoño.

 

Un diligente periodista,

entusiasta de un nuevo diario cargado de buenas intenciones, recorre los escasos cincuenta metros de calle empedrada hasta alcanzar al final de la cuesta un rincón donde una placa dorada incrustada en el portal de una vieja casa indica que allí nació una persona importante.

 

Pulsa un timbre marrón,

pues el aldabón de la puerta está fuertemente soldado y sólo adorna la entrada. Mientras espera que le abran la puerta palpa con la palma de la mano el frío metal.

 

Una anciana baja a abrirle,

le conduce a hasta una espaciosa sala que huele a polvo, a rosas marchitas, a seda y terciopelo enmohecidos.

 

Afuera, en el jardín,

se oye apacible la voz del jardinero que, jubilado y sin saber a dónde ir, ha decidido quedarse en su pequeño paraíso. Hace lo que puede con las plantas sin cobrar ya el sueldo. Habla con los gorriones que anticipándose a la tormenta piden sus migajas de pan seco.

 

Las cigarras ya no se oyen

con el ímpetu del mes pasado. La Anciana Dama pregunta asombrada: ¿Qué ha ocurrido para que alguien se acuerde de mí? Alentada y protegida por el confuso abejeo que sube desde el jardín comienza a hacer más preguntas que respuestas da al periodista.

 

No oculta cierto matiz

de un bienestar lejano e inexplicable. Un pájaro raquítico, enviado por los otros, se posa en el alféizar de la ventana. Da su beneplácito a la entrevista y emprende el vuelo.

 

"Nadie presta atención a esta casa –insiste la anciana-

ni a sus tesoros los libros, ni a los mapas topográficos del fondo marino de la bahía. No tengo queja, pero es una lástima que nadie lea lo que pasó aquí durante los últimos cien años".

 

"¿Sabe? con el paso del tiempo,

todo, por amargo o terrible que haya sido, nos da la impresión de ser necesario, útil, incluso bello. Hasta este hosco jardinero que ya sólo habla con las lagartijas pues su curvada espalda no le deja ver las nubes, es una compañía –casi un amparo- vestida con su sombra coloreada con flores.

                                                                                              Johann R. Bach

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