22 ago 2013

Pensé contarle todo lo sucedido a Yvette

Capítulo 6 de "Barcelona nació con los Granados"         

                   LA TINTA DE LA SEPIA

 

·         Miedo a perder algo muy querido

              VERATRUM ALBUM

·         Acobardamiento

              LYCOPODIUM

·         Carácter miedoso

             CALCAREA CARBONICA

 

¿Tan difícil es vivir?

Huiste despavorido cuando entre los acantilados te pregunté: Mi amor, ¿tan difícil es vivir? -parafraseando  un verso de Virgilio-, creí que ibas a suicidarte.

 

Tu médico te ha dicho

que aspires el aroma de la lavanda, que pasees bajo los tilos y que no comas manzanas que puedan estropear tu humor. ¿Prefieres la cicuta antes que cumplir la obligación de mirar el horizonte pintado

con nubes de algodón y frescos?

 

¿Es demasiado pedir

que duermas bajo mi sábana de nardos, narcisos y violetas?  Si no tienes valor para seguir adelante por el dulce camino de los granados

abarrotados de flores fucsias, lánzate al mar y que los delfines se repartan tu cuerpo.

 

Desobedece los cantos de sirena

que te impiden atravesar el huso horario de tu mundo. Si aún crees que te falta valor para que el mar del que saliste te engulla para alimentar a sus algas déjate morir, como Adriano, de inapetencia de poder -terrenal y celestial.

 

Pero si aún te queda algo de sal

en tu corazón deshilváname con tus dientes y vuelve a empezar. Si necesitas ayuda, pídemela y te daré una gota de mi negra tinta, lanzaré mi aliento en tu boca y mis manos se hundirán en tu espalda.

 

Te abriré los ojos a la horizontalidad,

tus hombros recuperarán tersura, tu piel volverá a absorber la luz y el oxígeno de mis pulmones y la vida rebrotará como en primavera llenando tus sueños de lunas.                               

                                                                                              Johann R. Bach

 

Uno de aquellos sábados en que Yvette paseaba con sus hijas por el puerto de Fécamp, fui a recoger una carpeta con documentación para un "stage" a la fábrica  que Eclair Industries tenía en Petit Quevilly. Sólo estuve el tiempo justo para recoger la documentación.

De pronto sentí que me sobraba el resto del día, la noche y el domingo casi por completo.

Deambulando por las calles de aquella pequeña localidad industrial, fui a parar sin darme cuenta a una carretera que se abría paso, perezosamente –como yo- entre las hayas enormes en altura y copas que cerraban el paso a la escasa luz de un día gris.

El cielo bajo y opresivo, preñado de niebla, parecía el techo sucio de un bosque, limpio, exento de arbustos, y lleno de caminos surcados por las hondas estrías de las ruedas de los vehículos forestales. De vez en cuando el sol rojo asomaba, como por una ventana, lanzando rayos inciertos que se deslizaban entre los nubarrones y enmarcaban el fango del camino con delgadas franjas amarillas.

En aquella soledad un ligero viento irascible, arrastraba las hojas amarillas y disipaba el humo deshilachado que elevaba, penosamente, para escapar del encantamiento de las hayas. Aquello –sentí- era el cuadro de una indecible y desvalida melancolía. Se estaba estableciendo un raro dolor en las proximidades del corazón. Esa sensación hizo que volviera a toda prisa sobre mis pasos, subiera al auto y regresara a París, precipitadamente.

Detenida en un semáforo el dolor del pecho se había calmado y había sido sustituido por un calor extraño en mi bajo vientre. Delante de mi automóvil un vehículo azul llevaba en la parte trasera un enganche para remolques; era un hierro erecto acabado en la punta con una bola.

Aquella imagen me excitó de tal manera que empecé a mojar las bragas.

En lugar de ir hacia casa, me dirigí remontando el Bd Sebastopol hasta la boca del metro de Strasbourg-Saint Denís. Allí estaba, tranquilo e imperturbable aquel saco de músculos. Detestaba lo que iba a hacer, pero algo más fuerte que yo me impulsaba a seguir adelante. Detuve el vehiculo y le pregunté a David cuanto me iba a cobrar por unas cuatro horas.

Acordé el precio, se sentó a mi lado, con la frialdad de un verdadero profesional me estrechó la mano como después de llegar a un acuerdo comercial.  En el mismo automóvil se abrió la cremallera de la bragueta, sacó su enorme pene y cogiéndome la mano me acariciaba con la húmeda punta, la palma de mi mano. La fuerte titilación que sentía entre las piernas se convirtió en orgasmo.

Llevé a David a un hotel cerca del Bd. Magenta. En la habitación había un espejo y yo quería ver mi propia imagen mientras engullía aquel enorme sexo. Quería fijar aquella visión en mi retina para siempre. Ninguna otra imagen erótica me excitaba como aquella. Al salir del hotel detuve un taxi, despedí a David quien mostrándome su profesionalidad, me dio la mano sin mediar ningún beso. Curiosamente esa actitud tranquilizó mi conciencia y en el trayecto de regreso a casa en mi cabeza daban vueltas otros pensamientos distintos de lo que había sido una orgía de múltiples orgasmos.

Pensé contarle todo lo sucedido a Yvette, pero el miedo a su reacción, a un posible enfado me aconsejaba no decir nada. Yvette tampoco me lo contaba todo. Guardaba para ella grandes parcelas de su intimidad y yo nunca le preguntaba nada que ella no quisiera contarme voluntariamente. Yo me movía en aquellos momentos en un terreno resbaladizo, mezcla de temor a un enojo repentino a los que ella había acostumbrado a sus ayudantes en la fábrica. Por otro lado los "derechos" que Yvette me iba otorgando siempre rondaban la indefinición. Finalmente la prudencia y mi libertad me aconsejaron callar la aventura.

Al llegar a casa me quedé dormida hojeando los apuntes del "stage" al que debía asistir en Belfort. La Asociación de Empresas para el Desarrollo de las Aleaciones del Zinc, convocaba de vez en cuando esos pequeños cursos para la formación continuada de profesionales del ramo.

Me desperté al anochecer, fui a la nevera dudando de lo que me apetecía en aquellos momentos. Finalmente preparé un "Cascroutte" de jamón y queso y me bebí dos buenos vaso de vino. Mientras comía continué mirando los apuntes del "stage". Hacia las once me llamó Yvette y estuvimos charlando por teléfono como dos colegialas. Las historias que me contaba me hicieron reír como si el buen tiempo empujara para invadir una vez más a un París otoñal.

Los poetas ensalzan el amor, y en lo que dicen de su poder tiene que haber algo de cierto. Es un rayo de sol que ilumina, dicen unos, un veneno que embriaga, dicen otros. Y, realmente, sus efectos son semejantes a los de ese gas hilariante que el anestesista administra al tembloroso enfermo antes de una grave operación: el paciente olvida el punzante dolor…

De la misma manera yo había olvidado en un año escaso mi país de procedencia aunque no mis lenguas anteriores y por supuesto mi vida  atravesaba por una etapa de maduración como una bendición del cielo.

Viví un tiempo en el que millones de nuevas sensaciones, dulces y misteriosas, nacen –como elfos que surgen de las flores besadas por la luna- en el corazón de una mujer; en el que hasta la doncella, temblorosa, se asombra de la profusión de sentimientos que había latentes en su interior, y en el que sus ojos brillan como una promesa, sagrada, eterna y redentora.

En ese tiempo –creo- lo importante no son las preguntas en el pecho, ni angustias, ni cuidados que enturbian el espejo del alma. Se vive un único, grande, gozoso presente, que no conoce pasado alguno, que no siente temblor ante futuro alguno. Y así embriago yo ahora los primeros felices años de mi vida y desearía otros muchos más junto a Yvette, fuente inagotable de vida.

Al día siguiente, un domingo tranquilo y silencioso, como lo son en París hasta las doce del mediodía en que parece que muchas personas tienen necesidad de salir a la calle para hacer ruido o escuchar el que hacen bandas musicales de aficionados, me sentía bien. Sin embargo mi cabeza no paraba de dar vuelta al tema del sexo.

El sexo me parecía –y aún me parece- una cosa difícil; sí. Pero esa idea se me presentaba como una dificultad encomendada. Como casi todo lo serio y difícil, yo lo vivía (el sexo) desde mi infancia con fuerza y en mi interior estaba exenta de convencionalismos o eso creí hasta que conocí a Yvette que me hizo comprender que el placer corporal es una experiencia sensorial, semejante al puro mirar o a la mera sensación con la que un hermoso fruto llena la lengua; es una experiencia grande, infinita, que se nos da, un conocimiento del mundo, la plenitud y el esplendor de toda sabiduría.

A las doce del mediodía Yvette me llamó aconsejándome que almorzara poco porque a la noche estábamos invitadas a una cena con unos amigos. Le hice caso. Me comí un biquini y me puse a leer, pero no recuerdo nada de lo que leí porque me quedé dormida con el libro en las manos. Sólo recuerdo que su juvenil voz, saliendo del auricular, acariciaba mi oído y como un regalo, me llenó de satisfacción.

A las siete de la tarde me despertó el tarareo prometedor de Yvette. Casi eufórica me apremiaba para que me pusiera guapa porque teníamos el tiempo justo a pesar de que la cita era a las nueve. El restaurant estaba en Créteil (Val de Marne). En una hora estábamos ya en el Bd. Periphéric. Aún faltaban algunos kilómetros para alcanzar la salida de la Route de Choisy y el tráfico era espeso y lento, pero permanecíamos tranquilas y de buen humor porque nos sobraba el tiempo.

Cuando llegamos al restaurant sólo estaba Gérard, el más entusiasta de los cineastas de París. Nos invitó a tomar unas copas de tinto Côtes du Rhône. A la mitad de la primera copa ya empezamos a reír con las simpáticas tonterías que explicaba Gérard. Con cara seria y con aire de gran señor se dedicaba a repetir todos los tópicos de los anuncios de la televisión de aquellos años. Yo no entendía muy bien lo que decía, pero su cara era de lo más divertido.

Cuando llegaron los demás, la conversación giró en torno a dos películas que yo no había visto: "La Nuit Americaine" y "Rendez-vous a Brai". No me enteré de nada, pero me sentí bien en medio de aquel grupo que se aprestaban a ser amables conmigo por el sólo hecho de ser la amiga de Yvette. El vino se me iba subiendo a la cabeza y el calor en mis mejillas debía de apercibirse a gran distancia. De vez en cuando Yvette me ponía su mano sobre mi rodilla por debajo del mantel de forma discreta lo que agredecí porque si no, me hubiera ruborizado aún más.

Todos los amigos de Yvette, la apreciaban y una sola palabra de ella era escuchada como algo original y digno de ser comentado. A pesar de mi media "tajada" me apercibí de las miradas discretas que de vez en cuando me dirigían los amigos masculinos de Yvette. Ellos conocían a fondo la personalidad de su amiga y vi en ellos una auténtica alegría por saber que había encontrado una amiga especial.

Al llegar a casa, me tumbé en la cama como si quisiera darle un zarpazo al colchón, Yvette me desnudó no sin trabajo y me cubrió de besos como a una princesa.
                                                    Johann R. Bach

 

                                  

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