LAS VACACIONES DE DOS MONJAS
o los fantasmas de Odette y Natalie
Recogí a Odette y Natalie,
con la discreción requerida, en la Gare París-Montparnasse. Las estuve esperando en el deportivo Simca Matra Bagheera que me había prestado el Dr. Pernaud (así llamábamos en el hospital, por su afición a esa bebida, a uno de los mejores traumatólogos que yo he conocido).
Su equipaje era tan reducido
como el espacio donde se debían de mover en el Monasterio. Cuando vieron el deportivo sus ojos se agrandaron hasta el infinito. Odette se puso al volante, Natalie entró por la otra portezuela y yo quedé colocado en medio de ellas dos.
Acostumbrada a conducir
la vetusta furgoneta de transporte del Monasterio, un "Dos Caballos" cubierto con plancha pegaso, Odette estaba viviendo uno de sus sueños (el de cualquier chófer de oficio). Con timidez y cierta alegría pisaba el acelerador en cuanto enfilaba una recta y asombrándose de que hubieran coches con aquella aceleración.
Al llegar a Suiza alucinó
al circular por primera vez en su vida por una autopista. Se volvía loca alcanzando los 140 Km/hora. Natalie la exhortaba aún más a correr gritando. ¡Gas Odette! ¡Gas! ¡Dale al gas hasta que las tetas te toquen la espalda!
Yo me sentía entre las dos,
entusiastas de la carretera, como un muñeco enmudecido por el pánico, pero aguanté el tirón.
En Cortina d'Ampezzo
estuvieron contentas y distendidas. Jugueteaban por la nieve, iban en trineo todo el día, patinaban, se paseaban por las montañas en trineos tirados por caballos con cascabeles, en su alegría se olvidaban de mí.
Habíamos tomado dos habitaciones dobles
en un hotel de ensueño aunque una de ellas -la suya- sólo les servía para ducharse, repintarse -como nunca lo habían hecho- los labios y sonreír maliciosamente ante el espejo.
Preferían caerse de sueño,
desnudas, sobre mi pecho, medio ebrias de tanto Côtes du Rhôn, esperando que entraran por la ventana los rayos rosas de las cumbres nevadas. Mientras se amaban, de vez en cuando, me miraban de reojo para cerciorarse de que a su lado había un testigo que lo estaba viendo todo.
Natalie era una de esas personas
que se le escapa la orina cuando ríen y no paraba de ir al lavabo. Su risa amenazaba como un terremoto la solidez del piso de madera de la habitación.
Con mis ojos semicerrados la observaba,
tomaba nota de cuanto acontecía grabándolo en mi memoria y agudizando el oído podía oír cómo abría el grifo porque necesita el ruido del discurrir del agua sin el cual no podía orinar.
Tenía, al contrario que Odette,
el pelo largo y sedoso, dientes sanísimos, una delicada boca sensual y ojos nostálgicos soñadores. Cuerpo era frágil como una figura de porcelana y, sin embargo, pese a su expresión ausente y melancólica cuando bebía más de la cuenta,
era una mujer de gran energía y tenacidad.
Por esas cualidades
fue catalogada cariñosamente en el Monasterio como "Sor Gim Nasia". No le gustaba conducir pero le encantaba que su compañera condujera uno de los coches más rápidos de la época. Le excitaba ver a Odette gozar de un coche, construido para hombres, que se ponía a cien km/hora en pocos segundos.
Era evidente que estaba enamorada de ella.
De regreso a París,
una nube de mosquitos de todos los colores se levantó como surgiendo del bosque y el limpiaparabrisas se mostró inadecuado para dar ni siquiera una borrosa imagen de la carretera.
Eran mosquitos de diferentes dibujos y tamaño,
como si la naturaleza quisiera mostrarnos, a través de los insectos su inagotable variedad y su temible poder. Odette paró en un "Air de repos" para limpiar el parabrisas. Yo había oído decir si cuando ocurre ese fenómeno es que es un presagio de una fuerte tempestad.
En efecto.
Como si el cielo hubiera leído mis pensamientos una espesa cortina de agua se estrellaba contra el techo del auto. Natalie, materialmente recostada de espaldas sobre mí recibía los amorosos besos de su amante. Yo me sentía incómodo como un escarabajo aprisionado por los cuerpos de dos diosas amándose.
Yo no podía tomar parte en la fiesta,
pues mi tarea consistió durante todos aquellos días de las vacaciones de dos monjas,
en ser testigo pasivo de su amor
como una cinta registradora de sus emociones y detalles que, pasado el tiempo, pudieran acudir a mí como a una biblioteca y corroborar que un día sus sueños fueron realidad.
Johann R. Bach
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