19 ago 2013

Yo, Marta Guillamon y los hombres de mi vida. PABLITO

8.  LOS HOMBRES DE MI VIDA  (Pablito)

 

 

PABLITO

 

Pablito era paciente, muy paciente y amoroso

de carácter dulce y manos rosadas, de sus ojos simétricos parecidos a los de una egipcia Diosa del Amor se descolgaban fácilmente las lágrimas cuando una nube cubría el sol o simplemente cuando oía hablar de desgracias.

 

En su radiografía se observaban

fácilmente sombras de antigua soledad a pesar de que sólo tenía treinta años cuando alquiló la habitación de los invitados de mi vecina.

 

Mientras tomábamos el té

en una tarde lluviosa pareció entristecer de pronto y comenzó a explicar, entre lágrimas, algo de su vida y tragaba saliva como si necesitara engullir un bolo difícil de tragar.

 

A partir de aquel día

todas las vecinas del inmueble nos desvivíamos por atenderle y protegerlo. Él estaba encantado con nuestras atenciones y secretamente todas le amábamos.

 

Yo imaginaba la frialdad de las pinzas Kocher

envidia de unas manos que sin duda algún día fueron al encuentro de otras ardientes, aunque por alguna razón desconocida la llama debió apagarse.

 

Desde el cuello ligeramente largo de Pablito,

resbalaba una catarata de finos cabellos laberinto de brillante maleza, en el que se percibía una mancha escarlata -denominada popularmente deseo-

 

producida por el falaz incendio

de una boca que sin duda algún día fue, prematuramente, al encuentro de la suya. A la altura de su máximo perímetro dos suaves brazos de horas estelares se negaban a olvidar sus abriles.

 

En el resto de su pecho

se transparentaba el esqueleto doblado de una estrella fugaz y como en un ganglio calcinado se guardaba una fósil respiración del ardiente pecho de su madre que sin duda, durante muchos días descansó en el suyo.

 

Más abajo, en la zona del hipogastrio,

dos auténticas bolas de billar, en medio de un descomunal árbol de gruesa raíz envidia de centauros, se apreciaba un desprendimiento de sombras y reinos que nunca pudieron amanecer.

 

En sus carnosos labios

se acumulaba la tensión, el placer y el dolor a pesar de ser hipotenso. Siempre tuve la sensación de que aquel cuerpo de diosa egipcia sin duda algún día fue en busca del Centauro Quirón.

 

Era amanerado en exceso en el gesto,

su extraño priapismo sin eyaculación me encantaba –y no sólo a mí- porque para él todo era un juego interminable de amor muy parecido al mío.
                                                                            Johann R. Bach

                                                                                             

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