18 ago 2013

LA PROFESORA DE CIENCIAS SE ENAMORA DE UN ALUMNO

PILAR SE ENAMORA DE UN ALUMNO

  

Fui a una de las playas

en la costa norte de esta península llamada Cap de Creus. Se llegaba a ella desde el pequeño pueblo de pescadores, hoy de renombre mundial.

 

Fue un bello paseo.

Primero había que recorrer una playa estrecha encajada entre las rocas que separaba el mar de las raíces de unos pinos que se resistían a ser dominados por las mareas.

 

Yo me sentí en aquel rincón

como en un paraíso de cangrejos y mejillones de roca. De madrugada, a juzgar por las marcas en el peñascal, la pleamar alcanzaba una altura que hacía impracticable el camino.

 

El puente de madera construido

para atravesar aquel lugar hacía muchos años que estaba inservible. Las tablas creosotadas no habían podido resistir las embestidas continuas de las olas.

 

Al pasar aquellas rocas

infestadas de lapas veía a izquierda y derecha, como señalando un sendero, la típica vegetación mediterránea: romero silvestre (Thymus vulgaris) brezo, "socarell" (cepa y raíz)

 

y mi favorita, la euphorbia

que en septiembre empieza a echar sus primeras hojitas verdes en el extremo de sus tallos enhiestos de color marrón que me recordaban aquel otro tallo inolvidable.

 

No había duda de que estaba enamorada.

 

De repente, bajo un golpe de aire,

el paisaje se borraba de mi vista y en su lugar aparecía aquel busto griego de perfil recto; la frente uniéndose con la nariz hasta, mediante un salto, pasar a un grueso labio superior ligeramente montado sobre el inferior.

 

Sus abultados pómulos

parecían cubrir sus sonrosadas y limpias mejillas diferentes a las de los demás chicos: sin acné y sin incipiente barba. El pelo crespo y abundante como esculpido por la lluvia.

 

Como intentando olvidar

volvía a concentrar mi vista en el paisaje. Aquel rincón de mundo estaba demasiado apartado como para que, en aquella época, llegasen allí turistas. Los yates y las embarcaciones de recreo no existían y los pescadores no osaban acercarse a aquellas rocas por miedo a estrellarse contra las rocas.

 

Seguí, tozudamente, encaramándome

a aquellos peñascos como un alma que no quiere despegarse de sus recuerdos.

 

Sin respiración ya,

me senté a descansar un rato, antes de proseguir entre las muelas huecas donde anidan decenas de gaviotas. Las oía chillar con sus voces altas y agudas que me recordaban sus suspiros.

 

Un poco más adelante

se hallaban unas rocas que los lugareños llamaban rocas planas. Se extenden como un geosinclinal, lentamente hacia el mar como un lecho de amor acolchado por

 

un manto de algas muertas

expulsadas por el oleaje hasta formar unos enormes almohadones y colchones de plantas ya sin vida, el lecho de amor donde sus labios conocieron por primera vez mi geografía.

 

El peñasco que se levantaba ante mí

como un falo surgido del mar enturbiaba mi vista cada vez que lo miraba.

 

Allí el mar, cuando se embravece,

y sucede con frecuencia, arroja altos muros de espuma contra las rocas. En esos momentos veía como Manuel regaba mi piel con sus azucenas blancas.

 

Esos son los instantes

en que cualquiera se sumergiría en el agua para ver la posidonia, esas praderas de algas largas y flexibles de nombre exuberante. Yo no me atrevería a nadar entre ellas ni estando el mar en calma.

 

No soportaría a mis sesenta años

sus largos y estrechos tallos, de verde luminoso bailando lentamente al ritmo del agua alrededor de mis muslos de delicada seda. Se les llaman a las posidonias algas pero de hecho no son sino plantas con raíces, hojas y tallo, que

 

sirven de alimento y protección

a peces y pequeños crustáceos. Pierden sus hojas cuando llegan las tormentas de invierno. La marea las arroja a la playa donde se amontonan en capas como en un cementerio compuesto por fosas comunes.

 

Manuel también necesita una protección

semejante al de esas pequeñas criaturas que aún tienen por delante un largo proceso de maduración.

 

Igual que ese verdor que se agita

en el fondo del mar pierde poco a poco su brillo y es el testimonio del paso de la vida al más allá mi amor titubea, pero

 

cuando el viento levanta las algas

y las impulsa hacia la cuesta de las rocas planas siento como se levanta también en mí la pasión y vibro a pesar de ser cuarenta y cinco años mayor que él.

 

Enamorada de un alumno

que me ha hecho temblar de placer, vivo y revivo la edad de la tercera locura y siento que aún queda mucho camino por delante.

                                                                                 Johann R. Bach

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