3 nov 2013

Imagino cómo pudo ser aquella noche fatídica... Escribo

            EL RELOJERO

 

Su padre un hombre avaro en extremo,

egoísta y ególatra hasta la locura; se suicidó a los setenta y nueve años de edad dejando prácticamente desamparada a su mujer extranjera con un niño de tres años y otro germinando en su vientre.

 

Imagino cómo pudo ser aquella noche fatídica.

Levanto la vista por encima de los respaldos de las butacas del avión y muevo inquieta mi mano. Escribo.

 

Murió llorando.

Comenzó a llorar al ver el líquido de veneno que se lo llevó. No tuvo una vida alegre, había estado enfermo. Padeció cargas familiares deprimentes.

 

Había tenido resentimientos.

Especialmente quisquilloso como los vegetarianos y profundamente egoísta a un tiempo, los pequeños problemas cotidianos lo llevaban a una extrema agitación.

 

Era su vivir

como si la existencia armada con un fusil de barro lo hubiera tiroteado sin descanso. No quería ni a su trabajo ni a su país y se sentía incapaz de encontrar otros que le hubieran podido gustar.

 

Aunque tuviera una opinión favorable

de sí mismo en el terreno absoluto de la mecánica en miniatura, no se ilusionaba sobre sus poderes relativos, pero había llegado a convencerse de que pese a todo eran los únicos útiles.

 

Su oficio era el de relojero.

Habría podido fabricar esos objetos de contenido abstracto con envoltura compleja que eran del gusto de la época.

 

Coleccionó los pocos relojes

o cajas de música que consideró una obra de arte, incluso llegó a hacer una exposición permanente en el antiguo barrio de San Nicolás de Berlín, mediante la apariencia de una tienda para turistas en la que a nadie se le ocurriría comprar ninguna de sus joyas.

 

En su mente construía objetos emocionales

de continente sencillo que no llamaban la atención de nadie. El no atraía a la multitud hacia ellos porque lo consideraba degradante. Los dos o tres amigos que le asignaban alguna importancia parecían hacerlo por razones extrañas al objeto mismo.  Quizá ya estuvieran rondando a su mujer antes de su necesaria e inminente desaparición.

 

Tenía a pesar de todo la sensación

de que no estaba lejano el día en que las producciones del tipo de las suyas habrían de ser las únicas adecuadas a un universo muy al corriente de las realidades .

 

Desgraciadamente él ya no estaría allí,

frase parecida a la de Nerón cuando prendió fuego a Roma mientras exclamaba: ¡qué gran artista pierde el mundo! (Recuerdo: Mira Nero de Tarpeya a Roma como ardía…).

 

Lloraba al mirar el veneno líquido

que no tenía un color agradable, que no ofrecía nada reconfortante, que sólo era un líquido gris con olor irritante.

 

La habitación en la que estaba

no carecía ni de comodidad ni de cierto encanto. La había hecho él sin darse cuenta a base de tacañería. En realidad él lo había enviado todo al demonio desde hacía tiempo. Lloraba, siempre lloraba.

 

Lloraba, sin saber si era de miedo,

de tedio, de asco o de cansancio. Si hubiera tenido una vida agradable con aplausos, ocios, distracciones, tranquilidad, se decía a sí mismo que hoy quizá no hubiera acabado con un líquido molesto en un mundo molesto.

 

Eso llegaba despacio,

palada a palada como correspondía a un gran sepulcro. Si hubiera sabido que su mujer, una chica mulata jamaicana, estaba esperando un hijo suyo, las cosas no hubieran sido muy diferentes.

 

Su dieta vegetariana

le había dejado, desde hacía tiempo, sin fuerzas para expulsar el arsénico de sus venas.
 
                                            Johann R. Bach

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