EL ÁRBOL DE LA VIDA
Charles no era un soldado
que escribiera cartas a su amada sobre el asiento de su batería, ni tampoco escribía versos en un café atestado sobre una mesa redonda.
Charles, siendo aún muy joven,
se había consagrado a la vida contemplativa del Monasterio y dominaba hasta cierto punto su inquietud paseando, dando vueltas al huerto, leyendo poemas apenas se levantaba el sol.
No notaba una rara peculiaridad en él:
el revoleteo de un pequeño ramillete de mariposas sobre su cabeza que le seguían a donde fuera. Todos los hermanos veían en aquella rareza un signo sagrado.
Entre las causas
que le llevaron a entrar en la Orden Benedictina se hallaba el hecho de que la gélida caricia de una esquiva mujer nunca despertó en su piel sensación digna de alguna mención.
Sólo el sabor a fruta de unos labios distintos
puso alas de espuma en su corazón solitario. Pero misteriosamente aquella Dama distinta a todas desapareció en la noche como la luz.
Hay que decir
que hasta el momento de entrar definitivamente en el Monasterio Charles era el único voluntario, sin derecho a llorar, dispuesto a traducir del latín al francés libros y libros que ocupaban un espacio inmenso en la ordenada biblioteca
.
La falta de contacto femenino
había alcanzado en Charles una hipersensibilidad desconocida por él haciendo que el mínimo roce le provocase una lluvia de estrellas.
Charles soñaba despierto
con un fantasma azul a su lado
y dormía abrigado por nubes de algodón, se imaginaba cabalgar sin descanso en caballos con alas como otro Pegaso,
mientras perdía en el juego soledad y razón,
con el reloj de sol tapado por la sombra del Árbol de la Vida (Thuya occidentalis).
Soñaba con fusionar las noches con los días
escondido en aquel jardín junto a la biblioteca preparando con antelación el viaje hacia el Apex.
La vida se le presentaba a Charles larga,
y, finalmente agradable como en un cuento de hadas; el hueco entre sus libros era su mejor refugio aunque aún el deseo huir fuese tan fuerte.
La gran preocupación de Charles
era un dolor punzante al orinar y unas cuantas gotas de sangre al final de la micción mezcladas con pus de mal pronóstico.
Finalmente se decidió a ser visitado por Samuel,
el médico del Monasterio, que cosió a preguntas extrañas a Charles. Al saber que el Hermano de las Mariposas tenía el hábito de contar las vueltas que daba al huerto con una ramita de Thuya en la boca,
pidió un mortero
y comenzó sus sucesivas trituraciones.
¡Alquimia pura!
Charles recuperó la salud
y la alegría de vivir junto al Árbol de la Vida que tapaba con su sombra el reloj de sol. Sus traducciones del latín fueron las más poéticas.
Johann R. Bach
Un relato humano e inspirador. Me gusto aprender algo acerca del árbol de la vida. Un saludo.
ResponderEliminar