VERANO DEL 68
En aquel verano del 68
con su revolución del mayo parisino ocurrieron cosas que mudaron nuestras formas, más profundas que el pensamiento y mucho más nuestras, como la sangre.
Le di clases de ortografía
a mi prima Conchita y los rudimentos de la aritmética. Me sentía importante ante ella –diez años mayor que yo- y toda la familia comenzó a tratarme con admiración.
Su hermana menor
de mi misma edad se casó con un muchacho francés y se fue con él a vivir a Tours. Le perdí la pista durante cuarenta años. Y la hermana más pequeña –aficionada a la natación- acabó suicidándose.
Yo había tenido mucho roce
con primos y primas desde la más tierna infancia y recuerdo todos sus nombres, diferencias de edad, cómo vestían y el carácter de cada uno de ellos.
Cada vez que hago
el recuento me echo las manos a la cabeza. No llegué a conocerlos a todos. Mi padre era el penúltimo de doce hermanos, pero no llegué a conocer al benjamín pues emigró al Canadá ante de nacer yo.
De él sólo me queda
el recuerdo de los comentarios de alegría de mis tíos y de mi padre cuando recibían alguna carta suya. Por lo visto tenía dotes de escritor y en largos monólogos describía la vida en Canadá.
Contrajo la tuberculosis
y por la ausencia de más cartas todos se resignaron a admitir su deceso. Así pues, mi padre pasó a ser el benjamín del resto de hermanos.
El hermano mayor
medía un escaso metro y medio (150 cm) y cargado de obligaciones familiares –naturales en aquella época- decidió no hacer el servicio militar.
Para ello le cortaron el pelo
al nº 1 y le hicieron caminar toda la noche antes de tallarse al objeto de rebajar un poco su estatura. En efecto se libró del servicio militar.
Se colocó de auxiliar
en los Juzgados de Barcelona y desde su puesto ayudó a cientos de personas. Concretamente, usando sus influencias, consiguió que me dieran el pasaporte.
Su mujer era una buena persona
pero tenía la tristeza cosida al rostro como su nombre. Solía hablar de Carlos como si ese carácter de él fuera incompatible con la felicidad.
Su hija Gloría y yo
Fuimos grandes amigos
en la etapa de la infancia; sólo nos peleábamos a la hora de disputarnos los plátanos.
Desgraciadamente mi tío Carlos se cayó
al bajar de un tranvía. Se levantó del suelo como si la caída no fuera importante y llegó a casa por su propio pie no sin gran dolor. Se había roto la pelvis y murió nada más sentarse en el comedor.
Mi tía Pilar, hermana de mi madre,
trabajaba en la lavandería del hotel Ritz de Barcelona y nos visitaba regularmente.
En cada visita
nos traía siempre algún regalo. Era su amor, el típico de la tía soltera que compensa su soledad con el contacto de los sobrinos.
Mi tía Pilar era una auténtica tía bandera.
Tenía un novio –chofer de profesión- que estaba casado y de su mujer tenía dos hijas.
Mantuvieron siempre en secreto
su relación hasta que veinte años más tarde él enviudó. Se casaron y aún tuvieron un hijo más o menos de la edad de algunos de sus sobrinos.
Aquel mismo verano del 68
Tomé el tren y fui a Denia a visitar a mi prima Isabel. Era la prima más divertida de todas y con su acento valenciano hacía que me desternillase de risa con sus ocurrencias.
Medio pueblo me besuqueó
porque según ella todos ellos eran familiares. Me llevaba del brazo, orgullosa, como si yo fuera un aristócrata. De la mano de ella conocí a Joan, primo de mi madre, y primer fabricante de juguetes de Denia y a sus tres hijas –encantadoras todas.
Mi prima Isabel también me acompañó
a Cartagena donde vivía Josep, hermano mayor de mi madre. Era capitán de la Marina Mercante y yo no lo conocía. Me causó una agradable impresión su personalidad.
Toda aquella marabunta de tíos y primos
me parecían ángeles que habían desplegado sus alas para ahuyentar el vaho que pudiera extenderse a mi alrededor.
Otros días y otras noches
me acechaban con su amargura y sus cuchillos, pero aquel verano del 68 fui feliz ajeno a la entrada de las tropas del Pacto de Varsovia en Praga para acabar con su primavera.
Johann R. Bach
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