HORMIGUEO EN EL VIENTRE
Yo conocí un tiempo húmedo,
en el que el calor se filtraba por las bisagras, el sol tostaba el tejado como una tarta y mis padres y hermanos comiendo, trabajando, sudando y eventualmente zanganeando en el calor.
El sol era tan rojo
como el hierro en manos del herrero y me era imposible mirarlo. Mi hermana sudaba y sudaba como si quisiera darse un baño de gelatina.
Algunos hombres en el Casino bebían vino
rebajado con sifón, del taller de la esquina se desprendía un olor a hierro fundido y el arco de la soldadura parecía una tormenta de verano en miniatura.
Trabajaban con la persiana levantada
y los torsos desnudos, retorciendo y forjando hierros a golpe de martillo, sus músculos dorados por el sudor exentos de grasa eran como los de las estatuas. Al verlos
un intenso hormigueo invadía mi vientre.
Recuerdo que por las noches
me abrazaba a la larga almohada como a una especie de semidios consumiendo la oscuridad con un leve movimiento de lordosis y al despertar tenía la sensación de haber ganado un lugar en la casa.
Por la mañana veía a las margaritas
inundar los campos salvajemente bajo los olivos. Eran –en mi imaginación- como una promesa de Dios al campo.
Me sentía feliz
haciendo un ramillete con ellas, las sentía mágicas, como un secreto del manso campo.
Eran tiempos
en los que nuestra juventud impedía que mirásemos en el abismo, ese lugar donde habita el ángel caído.
Johann R. Bach
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