26 abr 2016

El ciclotrón abandonado de aquel pueblo se hallaba invadido por los chinches.


SEGUNDO DÍA DE FIEBRE

La fiebre no cedía en el segundo día. La ascitis iba en aumento. Ya no eran solamente los gases los que inflaban mi vientre, sino que los líquidos se iban acumulando también en los huecos de mi abdomen. De vez en cuando comprobaba que Clara estaba a mi lado como la más fiel de las amigas. Su marido debía estar enojado en la soledad de su camastro del semisótano.

Volví a cerrar los ojos y me encontré de nuevo de la mano de Clara viendo un alambique que se extendía a lo largo de kilómetros enteros, un bosque de tubos parecido al del Centre Pompidou de París que destilaba una gota de calvados.

Vimos a un viejo decapitar una langosta que la pleamar había arrojado a sus manos junto al Mont Saint Michel; también a un guitarrista al que había mordido un lagarto. Vimos a una mosca que luchaba con una araña y a un enfermo que sonreía a una mariposa. Clara y yo seguíamos viendo alucinadas como el mundo entero pasaba ante nuestros ojos:

Vimos a un hombre perdido en una fábrica intentando deshacer una especie de nudo gordiano hecho con cable de cobre robado de una catenaria de ferrocarril y a un sabio atado a una carretilla despojado de sus sandalias y a un lobo suspirando con tristeza escondido en un monte gallego.

La mano de Clara pasando por mi frente me despertó y me alegré de que mi sudor hubiera disminuido. Agradecí sus atenciones con un abrir y cerrar de ojos y volvía a mis ensoñaciones. En aquella nueva alucinación vi, a una joven que se entregaba en una panadería de pueblo al carpintero mientras en la pared blanqueada por la harina se proyectaba una película de espías al revés y un disco antiguo de vinilo sobre el cual se paseaba una mariquita.

El ciclotrón abandonado de aquel pueblo se hallaba invadido por los chinches. En mitad del acogedor viejo camino que llevaba al lago dormitaba un sombrero con la pluma pelada. Más abajo un montón de termonucleares y en un taller de marroquinería especializado en curtir piel de araña un adolescente se enfrentaba a sus padres.

El termómetro debió detenerse en algún nivel alto pues la fiebre me hizo ver cómo Clara protestaba mientras observábamos impotentes a un pueblo del norte humillando a otros pueblos del sur, un ejército de prisioneros arrastrando una locomotora y una punta de lanza dibujando un girasol.

No puedo pasar por alto la angustia que sentí al ver a un tirano tirando de la cadena en su trono mientras una oleada de sangre barría municipios enteros en los que sólo resistían un mequetrefe vomitando diamantes un auténtico ministro de hacienda, un cadáver al que la muerte le sorprendió en pie junto a una farola y un doctor que, no pudiendo huir de tantos heridos a los que curar, sacándose los ojos.                                                                                                               
                                                                             Johann R. Bach

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